Sentada en uno de los bordes del enorme stand que colocó Montevideo en la Feria del Libro —este año es la Ciudad de Honor—, Mercedes Estramil es la persona más serena del planeta. A su alrededor, la gente camina alborotada, con bolsas, con libros, gritando y riendo, pero ella ni se inmuta. Mira el reloj que rodea su muñeca izquierda, vuelve a juntar sus manos entre las rodillas y espera. Es la alegoría de todo lo que el mundo borra. Su paciencia es también una resistencia.
Ahora, con los dedos entrelazados y su última novela sobre la mesa, Washed Tombs (HUM, 2017), recorre algunos recovecos mentales en esta conversación con Infobae Cultura. "Siempre pienso que el mejor camino es el que quedó. Esa es una manera de excusarme por otros intentos, otros esfuerzos. Uno está lleno de excusas, ¿viste?", dice y no puede evitar la risa. Su historia con la literatura empieza de adolescente, después de los 16, en Montevideo, donde nació, pero sin demasiado entusiasmo. "Era de esos estudiantes que tenía buenas notas en todas las materias, y una vez terminado el liceo te preguntás qué estudiar. Y bueno… ¡una carrera lucrativa! No vas a estudiar para pobre… pero al final estudié para pobre", y vuelve a reír.
Durante más de un año estuvo estudiando para ser contadora. Algo se rompió en el trayecto de las ciencias económicas que prefirió dar un buen giro. Se pasó a Letras, Literatura latinoamericana, pero tampoco la concluyó (aunque cursó todo) porque empezó a trabajar en El País. "Me dije: ¿para qué me voy a recibir si ya estoy acá, rodeado entre libros, haciendo lo que me gusta?" Así, el periodismo cultural es uno de los grandes motivos por los que se dedicó a la literatura, porque "te va formando, te lleva a conocer autores, te da materia, porque los escritores nos robamos mucho entre nosotros. Te vas actualizando y leés a los últimos". La excusa perfecta para leer mucho y de todo. Otra vez: excusas.
Su primera novela se publicó en 1996 bajo el título de Rojo. Siguió con Hispania Help en 2009, trece años después. Irreversible vino en 2010, Caja negra (libro de cuentos) en 2014 y Iris Play en 2016.
Washed Tombs es la última: un artefacto raro, exótico y escrito con cierta meticulosidad. Es un río que corre turbio, zanjado por urgentes ironías. La historia la narra su protagonista, una mujer resentida —así se define—, rebalsada de cinismo, que tiene un hijo, Morgan, nacido en un vientre alquilado. "Toda esta postura de madre de quiero que mi hijo sea feliz como sea, etc., no digo que no sea sana y liberadora, pero no va conmigo", se lee: son disparos contra los inmaculados discursos de la maternidad. Luego de ser una furtiva amante, se casa y cae, inevitablemente, en la vida conyugal, "el planeta de las disminuciones". Ese hombre, su marido, tiene un negocio muy rentable, el Concurso Mortuorio Nacional: mediante médiums, cada difunto dicta un obra literaria que compite por un suculento premio monetario. Aquí, el guiño a la literatura de los muertos.
En el tiempo presente de la novela, la protagonista está separada y con nuevo amante, también casado, claro. "Creo que nunca en toda mi vida cogí con alguien sin hijos de otras. Como un certificado de calidad", dice y concluye, en otro pasaje, que "así es el amor más tarde o más temprano: un silencio del otro lado". ¿El gran problema? Que "la vida no alcanza para decirlo todo". Quizás haya callado demasiado.
—¿Cómo surgió la idea de Washed Tombs?
—Había una serie de cosas que me quería sacar de encima. Un poco el tema de cómo viven los muertos en uno. Viste que el duelo no se hace todo de golpe, por suerte, se va haciendo de a poco. Y la muerte de mis padres y la muerte de relaciones, en general… quería escribir sobre eso: tumbas, muertos, cómo siguen presentes y cómo se relacionan con los vivos.
—La protagonista no es un personaje empático, quizás todo lo contrario. Sin embargo, seduce.
—Creo que, deslindando la relación con los referentes reales, los personajes literarios no tienen por qué buscar ese tipo de empatía. Porque hay una empatía en la literatura en sí: empatizás de pronto no con un personaje sino con la estrategia narrativa con que se va creando o con la estructura de la obra.
En tiempos donde prima la corrección política, el apego a lo que está bien, Estramil decide el camino inverso: crea un personaje que, en sus palabras, "¡es anti feminista!". ¿Por qué? "Yo lo comparo con la plata que se gana fácil y se va fácil. Con las adhesiones fáciles en realidad dejás de adherirte fácilmente porque lo que te motivó la adhesión, que no es fuerte, se corta enseguida. Por lo menos a mí me pasa que con los personajes que más empatizo son los jodidos, son los perversos, sin llegar a ser maníqueos, son los que tienen una complejidad superior", explica.
Tal vez el truco sea no tener en cuenta al lector, olvidarlo, para no especular con sus concesiones: "Cuando escribo no pienso en el lector. Al menos no conscientemente. Trato de olvidarme del lector. Pienso en mí leyendo, me proyecto a mí misma como lectora. Pero los libros dicen más cosas de las que queremos decir. La lectura posterior andá a saber cómo es", asegura y es ahí donde, tal vez, se pueda palpar la honestidad de la literatura, cuando deja de mirar lo que el mercado necesita.
Entonces, trágico y absurdo, se produce un contraste: entre el rotundo silencio de los que ya no están y el cotorreo de las fugaces relaciones entre los que aún viven. Nada es eterno —parece ser la moraleja—, salvo la muerte.
—En la novela, el amor aparece como algo que se escurre, que promete pero que siempre esfuma.
—El amor está llamado a perecer, como todas las cosas. Lo que introduce la novela, la cita de Anne Sexton, 'enfrentémoslo: he sido momentánea', hace referencia a eso: a la momentaneidad del amor, de la relación de pareja, pero también a ser momentáneo en la vida. Nos fuimos, terminamos y nos queda un registro muy efímero y acotado en el tiempo. Esa momentaneidad se da en el amor.
—También hay una fuerte ironía sobre la maternidad. ¿Por qué disparaste contra eso?
—Porque los discursos homogeneizantes siempre son falsos en algún sentido. Respondan a determinado ideal, están movidos por determinados intereses. Pero si uno mira alrededor va a ver que la realidad de la maternidad es muy diferente. Desde la existencia del aborto hasta problemáticas complicadas como la de madres que dañan a sus hijos. Hay un discurso de la maternidad y del instinto maternal que la realidad contradice. Y aunque la realidad no lo contradijera, la realidad del libro siempre es otra, y es interesante que la ficción construya una realidad que sea fuerte en sí misma, sin necesitar el bastón de la realidad de afuera.
Pensar el presente siempre es una tarea bélica, sobre todo porque hay que pelearse con nuestras propias costumbres. Además, está la imposibilidad de lograr un punto arquimédico, ese que nos saque de la historia, de lo que observamos. Es imposible: ya lo enchastramos todo con nuestra subjetividad. "Uno habla de este tiempo y cree que es algo uniforme y homogéneo, pero en realidad no es así. Yo soy de este tiempo y al mismo tiempo no soy de este tiempo", comenta Estramil y agrega que, si bien "hoy se habla casi que de todos los temas, lo cual no quiere decir que se puedan superar ni que efectivamente dejen de marcarte", también sucede que "hay asuntos que parecen tratados con mucha liviandad por la época".
¿Cómo salir de esta encrucijada? Tal vez sea mediante la ficción: textos que sin saberlo bordean la verdad, la fuerzan hasta pensar nuevas posibilidades más allá del soporífero sentido común. En ese sentido, a Estramil le interesa "la literatura donde el mal es lo que modula. Es una de las grandes fuerzas de la humanidad. Lo que pasa es que hablamos del mal y entendemos sólo su connotación negativa pero también es un motor de la humanidad y algo que existe, así como el bien, y está mezclado".
—Volviendo a la novela, hay una crítica solapada, con el Concurso Mortuorio Nacional, a la literatura…
—El asunto de la relación particular entre lo mortuorio y la literatura sí lo pensé porque pensé en lo siguiente: los escritores tienen como una idea de lo que van a hacer y lo que van a proyectar que generalmente no sale. Después la vida se acaba, porque tenemos un tiempo limitado para decir las cosas. Y me pareció irónico, pero un poco lo veo con ternura al hecho de poder decir después lo que no pudimos decir antes. Pasa en la vida también: ¿cuántas veces uno se arrepiente de no haber dicho las cosas que después no puede porque la persona se murió? Y en el caso de la literatura, los interrumpe el tiempo.
—¿Cómo está la literatura uruguaya hoy?
—Ahora hay una efervescencia literaria, hay muchos autores. Creo que tiene que ver con que ya pasaron como cuarenta años de la dictadura, ya toda esa literatura se volcó y ahora se están abriendo otros caminos. Eso es siempre interesante.
—¿Qué lugar juega la literatura argentina?
—Hay un mercado editorial que a veces hace difícil que nos conozcamos entre nosotros. Es muy jodido para el escritor que además hace crítica literaria. Es como un agujero negro. Te preguntás por qué llegan al toque las novedades que están saliendo en España o en Estados Unidos y no me está llegando lo que sale acá al lado. Por ejemplo, para conseguir libros de César Aira, tengo que venir acá para comprarlos. No llegan allá todos. Después hay autores que tienen la suerte de pegar fuerte, como es el caso de Samantha Schweblin ahora, y entonces sí adquirimos sus libros. También hay escritores que cruzan como Manuel Soriano que ahora vive allá. Hay movimiento, hay una relación.
—¿Cómo es la relación allá en Uruguay con los próceres de la literatura?
—Siempre es de amor-odio con la relación con los próceres de la literatura, ¿no? Hay como un movimiento pendular de admiración, pero por otro lado dejar atrás. No para todo el mundo son los mismos nombres. Si me preguntaras a mí, mis próceres, mis referentes, te diría Juan Carlos Onetti, Anderssen Banchero, Fernán Silva Valdés… pero otros harán otras selecciones y te dirán Mario Benedetti, Eduardo Galeano. Eso es fluctuante. Siempre tenés que aprovechar ese lago pero a su vez mirar más allá.
—La última, ¿sirve para algo la literatura?
-No, no sirve para nada —dice y se entra a reír—. No sirve para nada, pero está buena. Hay un montón de cosas que sirven. Hacela servir para tu placer, yo qué sé… para vivir mejor, para sentirte más feliz, para buscar salidas, para compensarte de los malos momentos, no sé… para esas cosas.
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