Konrad Kujau nació en 1938, dejó el colegio en 1954 y cayó preso por primera vez en 1957. Su carrera de falsario –la más desfachatada que registran los anales de la literatura–empezó como ladrón de bicicletas: las adquiría usadas en Alemania Oriental, les ponía calcomanías de Alemania Occidental y volvía a revenderlas varias veces por encima de su valor.
Otra de sus fuentes de ingreso durante la juventud consistía en falsificar la firma de altos funcionarios de la RDA sobre las fotografías que circulaban entre el proletariado.
Los trabajos tradicionales no eran su fuerte: en su primer puesto aguantó once meses, en el segundo cinco semanas, en el tercero dos, en el último no más que un par de horas. Cuando en 1957 lo detectaron robando un micrófono en una tienda (40 marcos, su precio) decidió huir hacia el capitalismo "por razones políticas".
Del otro lado de la frontera (el muro aún no había sido construido) fue apresado sucesivamente por robar: a) un cartón de cigarrillos (1958); b) dos cajas de whisky (1960); c) un cajón de manzanas y un ciclomotor (1961). No puedo seguir así, debe haber pensado Konrad Kujau, y decidió hacer un corte en su vida: empezó a llamarse Peter Fischer. Con su nuevo alias siguió dejándose prender alegremente por crímenes de la misma lesa imbecilidad.
Cada vez que la policía lo interrogaba contaba una historia distinta: que había sido oficial de la Volksarmee, que había huido a nado de la RDA cuando el muro ya estaba construido, que trabajaba en el gobierno, que era autor de varios libros sobre el Nacionalsocialismo y había recibido el doctor honoris causa de las universidades de Tokio y Miami. Pero por más que cambiara de nombre y de historia, Kujau nunca pasó de ser un ratero digno de compasión. Y lo hubiera sido hasta su muerte, es de suponer, de no haberse cruzado con Gerd Heidemann.
El gran queso
Gerd Heidemann, periodista del semanario alemán Stern, entró en contacto con viejos nazis por razones laborales que de pronto tomaron un giro tenebrosamente personal. Frecuentaba a los genocidas, usó a dos de ellos como testigos de su boda, en algún momento adquirió el yate que había pertenecido a Goering con la intención de revenderlo. Buscando comprador conoció a un coleccionista del ramo que, como al pasar, le mostró un cuaderno de puño y letra de Hitler: su diario, explicó, contrabandeado por un tal Fischer desde la RDA.
Como su escape secreto y su dulce vejez en Bariloche, la existencia de los diarios de Hitler era y es una leyenda que vuelve periódicamente a las redacciones. Heidemann la revivió una vez más y la Stern puso a disposición todo el dinero que fuera necesario para hacerse de la story. Localizó a Fischer/Kujau, que por esa época vendía souvenirs nazis en Stuttgart, entre ellos poemas y una ópera de Hitler, además de la segunda parte de Mi Lucha. "¿Querés ver 150.000 DM todos juntos?", dicen que le dijo a su mujer cuando Heidemann abrió el portafolio. A la rata le había llegado la hora del gran queso, y mordió.
Durante años, la Stern fue comprando secretamente a través de Heidemann los cuadernos que Fischer producía -también en secreto- en nombre de Hitler. Especialistas en el tema confirmaron su autenticidad (entre ellos el historiador Hugh Trevor-Roper, autor de Los últimos días de Hitler, y el alemán Eberhard Jäckel, que ya había agregado algunos poemas de Kujau en sus Obras completas de Hitler) y la fábula de su procedencia cerraba: exactamente donde Kujau decía que había caído el avión que llevaba los documentos había caído un avión que llevaba documentos.
Detalles incómodos o voces críticas (David Irving, que dice haber descubierto y avisado del fraude en 1982) fueron desoídas: hace hoy 35 años, en abril de 1983, luego de haber invertido cerca de cinco millones de dólares en 60 cuadernos, la Stern anunció orgullosamente el hallazgo del siglo. El Sunday Times ya había comprado los derechos para Inglaterra de esos documentos que "obligan a reescribir en parte la biografía del dictador y con ella la historia del Tercer Reich".
Flatulencias
"Tengo que conversar seriamente con Eva –escribe Hitler en septiembre de 1935–. Ella cree que un hombre que está a la cabeza de Alemania puede tomarse tanto tiempo para asuntos privados. Por su juventud no tiene idea de la lucha que significa ser el Kanzler del Reich… Además me echa en cara que pienso muy poco en mí mismo mientras los otros pasan una buena vida".
"Este Dr. Goebbels –agosto de 1938– quiere separase por culpa de una actriz… Le prohibí que la viera. No puedo perder a mi mejor hombre por culpa de una actriz". "Estoy tomando un montón de medicamentos –se lee en otro lugar–.También Goering toma drogas para aguantar la cantidad de trabajo". "Por las nuevas píldoras tengo violentas flatulencias y, según Eva, mal aliento". "Me hice traer documentos sobre Stalin… Ese hombre empieza a interesarme". "Eva me dice que cada vez se hacen más chistes sobre mí. Hasta eso hemos llegado". "No me tengo que olvidar de conseguir las entradas de Eva para los juegos Olímpicos".
Había, como siempre, groseros errores técnicos en la producción exterior (el papel y la tinta eran de después de la guerra; por ignorancia del gótico Kujau había usado las iniciales FH en lugar de AH, etc.), pero la insuperable chabacanería de estos extractos deberían sobrar como explicación de por qué la Stern y el Sunday Times tuvieron que parar la rotativas después de un par de ediciones. Pocas semanas más tarde, Heidemann y Kujau estaban presos.
Me iré y seré millones
Kujau confesó todo; Heidemann se declaró inocente. Cuatro años a la sombra para ambos, dictaminó la justicia. Kujau, cuya simpatía ya había conquistado a la nación durante el juicio, salió a fines de los ochenta y comenzó a desfilar por talk-shows y redacciones. Publicó libros (aunque no llegó a escribir sus memorias, que pensaba titular Yo fui Hitler), grabó algún disco con una banda de rock, actúo en una película sobre un falso Goethe y se postuló al cargo de intendente de Stuttgart.
Dicen que en su casa colgaba una carta de Hitler donde lo nombraba heredero de sus diarios; una galería de arte siguió vendiendo "los verdaderos diarios falsificados por Kujau" (mentira: los escribió a posteriori en prisión) y obras que llevan la firma de Monet, Renoir, Picasso o Hitler junto a la suya.
Se comenta que el mercado conoce más de un Kujau falsificado (por otros); existe un libro que lleva su firma (La originalidad de la falsedad, 1998) que no fue escrito por él. Un par de películas (la hilarante Schtonk! del alemán Helmut Dietl y la serie televisiva Selling Hitler basada en el libro de Robert Harris) y varias monografías recuerdan su carrera. Que no dejó de cortejar la ilegalidad hasta su muerte en el año 2000: por plagiar pinturas o falsificar registros de conducir, por posesión ilegal de armas o por disturbios en lugares públicos, Kujau nunca olvidó sus humildes orígenes de ratero compulsivo.
Heidemann (86), por el contrario, se encerró en su casa y se puso a compilar una historia de la humanidad desde el día de la creación hasta el diario de ayer. Todavía hoy habla de Kujau con una suerte de fascinada admiración, como si lo único que no le perdonara es haber sido él su víctima. Su odio se centra más bien en la revista Stern, único involucrado que la justicia se olvidó de castigar.
En 1990 apareció una apología de su persona de 800 páginas, pero más tarde fue acusado de haber trabajado para la Stasi y hace un tiempo una periodista lanzó la teoría de que los diarios fueron una estrategia para reivindicar la figura humana de Hitler perpetrada por sus antiguos camaradas, de esos que Heidemann nunca dejó de frecuentar.
Pero son dos enigmas mucho más básicos los que aún envuelven de misterio a esta historia: 1) Cómo es que a fines del siglo XX funcionaron métodos de engaño ya obsoletos a fines del dieciocho. 2) Dónde están los millones que pagó la Stern.
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