Me gustaba llevar bajo el brazo la edición de Gustavo Gili de los Escritos de estética y semiótica del arte, de Mukarovsky. Me resultaba un nombre ampuloso y sofisticado. Iba mostrándolo en el colectivo, apoyado sobre la carpeta. Podía abrirse con sencillez porque estaba cosido. El aspecto industrial de los libros, acaso el que menos vislumbran los lectores o aficionados, se parece a un fixture de la bolsa de valores: el tipo de papel, la medida de la página y su rendimiento en el pliego, el tratamiento de la cubierta (como se dice en otros países).
Los libros cosidos se abren por el lomo y no se retraen. Son cómodos para trabajar, para leerlos, subrayarlos. Pertenezco, no obstante, a la generación de estudiantes que les oyó a sus profesores la vanidad de sus horas de biblioteca. Claro, mi generación leyó apuntes y fotocopias. Algo, evidentemente, de la totalidad libro ya no funcionaba. Y los profesionales de la edición no ofrecían a las cátedras sus servicios de editores y correctores. Con seguridad que ese servicio hubiera vuelto algo más digna y eficaz la lectura de tantos abrochados de fotocopias cuya génesis contextual era tan improbable como la historia de Dabove que originó el cuento de Borges.
Un año colaboré con la editorial de la FADU, haciendo trabajo externo, y me tocó editar materiales de cátedra. Creo que fue un episodio inédito en la historia de la edición universitaria. Me tocó un libro sobre patologías edilicias y otro, sobre el diseño del Renault Twingo. Los problemas de los apuntes de cátedra son todo un capítulo en la historia de los fracasos comprensivos de los estudiantes.
Un libro con el que anduve durante todo un año de un sitio al otro fue la edición de Hyspamérica de Crimen y castigo. Era de tapas duras color bordó con letras en dorado. Letra casi imperceptible sobre un obra ahuesado bastante cualunque. Tenía el formato ideal para leerlo en la cama, algo que nunca pude hacer con el Diccionario de Grimal, que me fascinaba leer en la noche. Hay libros cómodos y hay libros insoportablemente incómodos. Otro libro incómodo es el Diccionario de símbolos, de Cirlot. Y otro muy amigable para leer, aunque no para estudiar, es El siglo de Augusto, de Grimal. Muchos libros de Eudeba son cómodo para leer. Conceptos de sociología literaria ,de Sarlo y Altamirano, que gasté, estaba tan mal encuadernado (pegado) que todavía conservo la edición de tapas blanco y marrón agarrada con una bandita elástica. La Poética de Aristóteles la tengo ¡forrada! Y con papel de diario. Idealmente, si tomáramos como un trabajo la lectura, el lomo debería estar cosido o espiralado.
Libros espantosamente mal organizados son esos cuyas notas están al final, y no al pie de página. Los mamotretos de Seix Barral—ediciones de kiosco, de mediados de la década de los ochenta (Sabato, Hemingway, Greene)—tenían tapas duras y un papel muy berreta: ediciones excesivamente gruesas. Pero no era más que gramaje.
Los lomos, en fin, son la carta de identidad de los libros, así se los exhibe. Entre los 19 y los 25 años (los más empecinados en leer todo y más) pasaba horas enteras mirando libros en librerías de viejo, en ferias, en sitiales de esos que "hay que conocer". Mi barrido era, en efecto, un barrido por el lomo. Nombre y autor, y editorial. Ahí estaba la cifra de todo. Primero el autor, después la editorial, por último, el nombre.
Hay algo, sin embargo, que los libros siguen manteniendo, aun a costa de los soportes tecnológicos. Ayer, en una librería, alguien (¿una profesora de Biología?), pidió 8 fotocopias de un esquema que llevaba en un libro de enseñanza cuyo título no pude descular. Se trataba de El ciclo del agua en la naturaleza. Era un esquema en blanco y negro, que ocupaba toda la página. ¿Por qué secreta manía esa profesora prefería ese esquema y no cualquiera de los que hay en la web? No lo sé, pero seguramente algo más que el mero desinterés o el pavor de los "viejos" por los soportes digitales. Y ese algo, seguramente, sea el libro.
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