No sé a ustedes, pero a mí las historias entre padres e hijos o entre hermanos me atraen especialmente. Siempre encuentro en esos argumentos reflejos de mi propia vida o de mis propias carencias. Si a la vez se trata de relatos de calidad, la ecuación es casi perfecta. En estas semanas, leí varios de esos libros que se entrelazan a partir de un cóctel de memoria, nostalgia, intensidad y dolor por lo irreparable. Algunos son autobiográficos y otros, pura ficción. Revelaciones, secretos, pasiones, complicidades, envidia, sobreprotección y desamor: de todo eso están hechas las complejas relaciones familiares.
Lo que sigue son apuntes de lectura de cuatro libros que, por diferentes razones, deberían ser tenidos en cuenta por los lectores.
Entre ellos, de Richard Ford. Anagrama
Richard Ford (Jackson, Mississippi, 1944) nació cuando sus padres promediaban la década de sus treintas y ya llevaban juntos, muy juntos, unos 15 años de vida en común, en el sur de los Estados Unidos. Hasta su nacimiento, sus padres habían sido una suerte de célula compacta frente al mundo; ambos miembros de familias conflictivas que encontraron en su pareja el calor de hogar que siempre había faltado en casa. "Ser a un tiempo hijo tardío y único es un lujo, con independencia de cualquier otra consideración, pues ambas cosas te invitan a conjeturar a solas sobre el tiempo que fue antes: esa etapa larga de la vida de tus padres en la que no tuviste parte. Me fascina pensar en ese sesgo que podría haber tomado su vida en caso de que se me hubiera privado de existencia: un divorcio, una muerte prematura, el desafecto. Pero también una mayor unión, una mayor intimidad, un "estar juntos" que escapara a toda clasificación. Tengo la certeza de que tenían todo eso. Querían tenerme; pero no me necesitaban. Juntos-aunque quizá solo juntos- formaban un todo".
Parker, el padre de Richard, era viajante de comercio en tiempos en que ese oficio podía representar el mundo entero para poblaciones aisladas de todo atisbo de modernidad y su esposa, Edna, su compañera y asistente en la ruta, pero también la columna vertebral de su vida. Con el nacimiento del niño, Edna comienza a quedarse más en casa y el padre de familia divide su vida en dos, en función de su agenda laboral y las necesidades familiares. Trabaja fuera de casa y fuera de la ciudad de lunes a viernes y duerme en el hogar sábados y domingos. Es un padre ausente y no. Edna es una madre presente pero siempre atenta a las necesidades y observaciones del hombre que ama. Uno de ellos se irá primero, muy temprano. Esa muerte y la consiguiente ausencia será profunda huella en los que quedan.
Amor profundo es lo que se lee en el hijo que recuerda hoy el amor entre esos padres. Así habla Ford cuando explica qué quiso buscar al contar la vida de Parker Ford, un hombre común,y alejado de cualquier excepcionalidad. "Una vez más, no es tan diferente de lo que vemos cuando leemos un relato de Chejov, ni probablemente muy diferente del problema con que cualquier hijo se enfrenta cuando piensa en sus padres y se pone a evaluarlos. La vida más verdadera, por supuesto, es siempre la vida que se vive. Pero la forma en que yo, su único hijo, puedo valorar e individualizar mejor la vida de mi padre y sus virtudes es verlo tal cual él la vivía a mis ojos, es decir, sin la superposición de un conocimiento posterior y desdichado; la vida vivida como si siempre fuera a haber un mañana, hasta el momento mismo en que ya no lo había."
Y así se lee lo que dice cuando describe el vínculo con su madre. "Ha tenido alguna vez alguien una 'relación? con su madre? Yo creo que no. Mi madre y yo nunca nos sentimos vinculados por las cosas de rigor: el deber atípico, el remordimiento, la culpa, la vergüenza, las formas. El amor, que nunca es típico, lo amparaba todo. Esperábamos que fuera fiable, y lo era. Siempre estábamos prestos a decir 'Te quiero', como si fuera a llegar un día en que ella querría oírlo, o yo, o en que los dos querríamos oírnoslo decir el uno al otro, solo que por alguna razón -como ciertamente aconteció- al cabo no fue posible".
¿Qué lleva a un autor consagrado, un hombre de más de 70 años a publicar un libro de memorias de sus padres, ya muertos hace décadas? Cómo saberlo… Sí podemos en cambio saber qué nos pasa a los lectores cuando lo leemos. Acostumbrados a las historias de duelo y a relatos de familias disfuncionales o tragedias familiares, resulta un verdadero hallazgo descubrir textos como éste de Ford, una oda a la vida familiar en la cual es posible encontrarse con una pareja intensa y feliz por tenerse el uno al otro, a la vez que disfrutar de una historia que destila belleza y refleja con la más profunda delicadeza el amor y la literatura en estado de gracia.
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Apegos feroces, de Vivian Gornick. Sexto piso.
"La vida es insoportable sin un hombre al lado" es la frase de cabecera de la madre de la autora de este libro, escrito en la década del 80 pero recién ahora traducido al español. Viuda muy joven y cuando sus hijos todavía eran pequeños, la madre de Gornick no concibe la vida sin su hombre a su lado. "Incapaz de obtener lo que esperaba de la vida, lo que pensaba que le hacía falta, lo que sentía que le era debido, mi madre desapareció bajo un manto de infelicidad. Bajo este manto se sentía frágil, inválida y digna de lástima", describe la autora, una reconocida periodista y protagonista de la llamada segunda ola feminista en Estados Unidos, el país donde nació en 1935 y donde vive en la actualidad.
"No es difícil sentir que nos hemos pasado la vida entera ella tumbada en ese sofá y yo sentada en ese sillón(…) solo dos mujeres que escrutan la oscuridad de toda esa vida perdida", describe la autora cerca del final de estas memorias, cuando ambas ya son personas mayores y ella se siente la "depositaria" de la vida y la memoria de su madre judía, intensa, agobiante. E imprescindible. "Mi dolor es tan grande que no me atrevo a sentirlo", es otra frase desoladora e hiriente de esa madre desmesurada.
Antes de eso, el lector conoce lo que fue la vida de la autora, quien pasa su infancia y adolescencia huérfana de padre en un departamento neoyorquino, tironeada por esta idealización del amor único e ideal postulada por su madre, una persona que celebra la inteligencia y la virtud y, frente a ello, la postura contraria de Nettie, una joven vecina abandonada por su marido con un bebé, una mujer que es pura pasión y arrebato y que, en el afán por encontrar la felicidad, vive de fracaso en fracaso. El amor perfecto, eterno e idealizado vs los diferentes amores fugaces entre las sábanas; la amargura infinita de una mujer vs la frustración paralizante de la otra. En medio de ellas, Vivian, intentando a los tropezones su propio camino.
Apegos feroces es el modo perfecto de definir ciertas relaciones tempestuosas entre madre e hija como la de este relato autobiográfico, en el cual los años transcurren entre conversaciones familiares minimalistas disfrutadas en paseos por Manhattan o en discusiones atroces y apocalípticas en el medio del living, como una escena en la que la hija tiene 17 y la madre 50. La madre la llama "víbora de mis entrañas". Gornick lo cuenta así:"Yo aún no había madurado como discutidora digna de tener en cuenta, pero me hacía respetar como contendiente y ella, naturalmente, le daba mil vueltas a cualquiera. (…) Nuestras broncas hacían saltar la pintura de las paredes, resquebrajarse el linóleo del suelo y temblar los cristales de las ventanas. Llegábamos casi a las manos y más de una vez nos acercamos a la catástrofe".
Con una prosa lúcida y entretenida ("hemos sobrevivido a nuestra vida en común"), el libro recuerda lo mejor de Nora Ephron y cierto espíritu de las novelas de Philip Roth, sobre todo en momentos conmovedores que se cruzan con el humor más negro, como cuando ambas mujeres -que ya se lo han dicho todo- recuerdan los abortos por los que ambas pasaron.
"-Aborté con las piernas contra la pared en un apartamento de la calle Ochenta y ocho Oeste, con Demerol inyectado en vena por un médico cuya consulta era la esquina misma de la calle Cincuenta y ocho con la Décima Avenida.
Asiente a medida que hablo, como si estos detalles le resultasen familiares, incluso como si ya los esperase. A continuación, dice:
-Yo lo hice en el sótano de un club nocturno del Greenwich Village, por diez dólares, con un médico que la mitad de las veces que te despertabas lo hacías con la mano en su pene."
El libro de Gornick es impactante y de algún modo provoca asombro porque, aunque fue escrito hace 30 años, los rieles por los que transcurre se continúan hasta hoy (¿qué es ser una mujer respetable?, ¿cómo debe comportarse una mujer decente?, ¿hasta dónde es conveniente que llegue la inteligencia de una mujer? ¿qué significa ser una buena madre?) y porque aunque determinados vínculos son intransferibles, a veces los vemos reflejados en la literatura casi como si nos sentáramos a reflexionar sobre nuestras propias vidas.
Y es que algunas conocemos bien de qué se trata porque al igual que Vivian Gornick tuvimos madres judías intensas y agobiantes. E imprescindibles.
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La vegetariana, de Han Kang. Bajo la luna y Rata
Yeonghye es o parece ser una mujer normal ("ningún atractivo en especial ni defecto en particular", dirá -falto de gentileza- su marido) hasta el día que, luego de repetidas pesadillas que la atormentan, resuelve dejar de comer carne. "Me llenó la nariz el olor a perro que las semillas de perilla no lograban tapar. Recuerdo sus ojos reflejándose en la sopa, los ojos con los que me miraba cuando vomitaba sangre con espuma".
Su marido -y junto a él, los lectores- asiste con perplejidad a la transformación de su joven esposa, que una noche se levanta y comienza a tirar los alimentos que alberga su heladera. Yeonghye ya no soporta la carne, todo lo vinculado a ella le parece "espeluznante, sucio, terrible y cruel". Lo que comienza como un cambio de dieta o de conducta irá convirtiéndose en un viaje hacia la mayor oscuridad y todas las micro violencias que pasaron por la vida de la mujer irán aflorando de manera brutal. Tragedia moderna que alberga todas las crueldades, Yeonghye quiere desaparecer o, mejor, busca dejar de ser humana y convertirse en un árbol.
La novela de Han Kang, escrita en 2007, fue traducida por primera vez al español en Argentina por Bajo la luna en 2012 y recién en 2015 tuvo su traducción al inglés, un trabajo que recibió el prestigioso premio Man Booker al año siguiente. En 2017 el sello independiente español Rata publicó el libro y lo hizo utilizando la misma traducción argentina de Sun-Me Yoon. Es muy interesante el itinerario de esta novela ya que el paso del tiempo, con la consagración de la mujer y sus derechos como tópico internacional y con el crecimiento exponencial de personas que deciden eliminar todo tipo de carne en sus dietas, le terminó dando a la novela nuevos y fascinantes sentidos en estos años.
Pero además de ser una historia atrapante en su excentricidad y dramatismo, La vegetariana es además muy atractiva en su construcción. Dividida en tres partes con puntos de vista diferentes y que podrían, incluso, leerse por separado, la cuestión familiar aparece como dominante en la dramática situación de Yeonghye. La historia con su marido, la violencia de su padre y el vínculo perverso con su cuñado artista son centrales pero es la relación con su hermana mayor, In-hye, lo que termina siendo sustancial. Ese vínculo, ese cuidado amoroso de una hermana por encima de cualquier situación accidental, revitaliza el concepto de "sororidad".
"Al otro lado del vidrio del parabrisas de la ambulancia, se despliega el frondoso bosque de verano. Bajo el sol que ha salido a la tarde, todas las hojas de los árboles mojadas por la lluvia brillan intensamente como si hubieran nacido de nuevo. Ella acomoda los cabellos aún empapados de Yeonghye detrás de las orejas. Como le había dicho Heeju, su cuerpo no pesaba nada. La piel, cubierta de un fino vello como los bebés, era blanca y suave. Mientras le enjabonaba la espalda, en donde le sobresalían cada una de sus vértebras, se acuerda de las innumerables veces que se bañó con ella cuando eran niñas, limpiándole la espalda y lavándole los cabellos".
La vegetariana es una novela distinta, por momentos extraña, siempre dolorosa. Habla de una cultura diferente pero de una sensibilidad humana idéntica. Es una lectura cruda, potente e inolvidable.
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Huérfanos, de Edgardo Kozarinsky. Lecturas
Leemos tanto, que por momentos olvidamos lo que es la literatura como forma del arte. Y entonces resulta que una vez que reconocemos esa epifanía en un texto, lo que provoca ya no es el placer del entretenimiento que tanto disfrutamos y necesitamos todos sino una sensación más parecida a la emoción inexplicable, un efecto de impacto profundo que puede llegar por la historia narrada o por la forma en que se narra. Cuando esa emoción llega por partida doble, te convertiste en un lector afortunado.
Eso me pasó con Huérfanos, de Edgardo Cozarinsky, un librito pequeño que me regaló una amiga que vive en Santiago de Chile. El libro fue publicado por una editorial chilena y está compuesto por tres cuentos, dos muy breves y uno de mayor aliento. Los tres cuentan historias de hijos que revisitan el pasado, el propio y el de sus ancestros.
En el cuento "El reencuentro", el protagonista viaja a El Soberbio, en Misiones, su lugar de nacimiento. Lo hace para autorizar el entierro ritual de su madre, a quien en realidad creía muerta desde su infancia. Allí, además de descubrir cierto misterio de su origen, reúne información de su padre -un etnógrafo- y de la relación de éste con su madre indígena.
La prosa de Cozarinsky es refinamiento puro, con combinaciones inesperadas. "En alguna calle lateral a la del hotel, supongo, encontraré algún local menos sumiso a la actualidad", dice el narrador luego de salir de un bar en donde la música "ahoga la conversación" y hay "obediencia a la moda en pelo y ropa". "En un rincón dos hombres en apariencia vivos juegan a los dados", dice más tarde. Así describe al profesor Alves Mendonca, ex condiscípulo de su padre. "Mientras lo escucho hago un rápido examen de los signos de respetabilidad marchita que exhibe: traje color arena, corte impecable y bordes raídos; restos de pelo cuidadosamente aplastados contra el cráneo y tres días de barba entrecana sin pretensión alguna de displiscencia juvenil".
En "La huida", Cozarinsky emprende una acción atrevida para cualquier escritor argentino: tratar el tema de los desaparecidos obviando cualquier corrección política. En el relato, un hijo apropiado durante la dictadura militar emprende un viaje a la Patagonia en busca del hombre al que considera su padre, aún sabiendo que es su apropiador.
"Había llegado para estar junto a su padre, al único que consideraba padre, del que rehusaba renegar, como intentaban persuadirlo. Era un impulso que no entendía pero cuya fuerza necesitaba acatar. No se lo decía, no tenía ganas de contar los meses de acoso, la exigencia de cumplir con un requisito legal, ese análisis de sangre que podría demostrar, le decía, que era hijo de una pareja sacrificada a ideales que le eran ajenos, que habían empuñado armas para luchar por esos ideales, y habían caído víctimas de la represión que acabó con esa lucha. Tenía miedo de pronunciar las palabras que podían confirmarlo como un réprobo, uno de los malditos, y al mismo tiempo intuía que esa condición era el lazo filial más fuerte que lo unía al viejo, su padre no biológico, el que lo había criado y le había enseñado a abrirse paso en una vida que muy temprano sintió ajena y los años le confirmaron hostil."
En "La despedida", el cuento final del volumen, un hijo viaja con su padre a Valparaíso, ciudad en la que el mayor de los hombres vivió en su adolescencia experiencias que lo determinaron. Hay un hijo que se aburre y un padre que necesita dar testimonio de una vida que se escurre. "Porque mi padre es escritor y con los años ha ido borroneando no sé si con astucia o por fatiga la frontera entre lo que la gente normal llamaría realidad y lo que él va elaborando, aún antes de llegar a la página escrita, de su experiencia. 'La realidad se forma en la memoria', me dijo una vez, citando a un escritor cuyo nombre he olvidado."
Por algunos comentarios suspicaces y por ciertas fotos que vio en alguna oportunidad, el protagonista intuye que antes de casarse con su madre – "y también en los márgenes de una vida sexual anodina"– su padre fue gigoló sin distinción de género: "no le importaba si era una mujer madura o un señor muy mayor el que invitaba". Durante el viaje que devendrá en un adiós, el hijo confirmará un pasado sospechado de su padre -de quien aún depende económicamente- , y conocerá datos desconocidos de sus vínculos con un oficial nazi y de su sexualidad.
Conmovedores, crepusculares, melancólicos, crueles, los tres relatos de Huérfanos son diferentes tratamientos de un mismo vínculo: el de un hijo con su padre y, a la vez, una negociación con el pasado familiar. Comparten, también, un estilo de narración elegante y pleno de sutilezas, esa forma ambiciosa de la literatura que todo buen lector siempre agradece.
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