La novela policial clásica tiene tres grandes tópicos: lo evidente que pasa inadvertido, el caso del detective como asesino y el enigma de la habitación cerrada.
El misterio que plantea el enigma de la habitación cerrada tiene una formulación sencilla, como sucede siempre con las cosas complejas: alguien aparece asesinado en una habitación cerrada. Eso es todo. Lo que el detective debe desentrañar es cómo logró salir el asesino después de matar.
Las reglas son claras, se nos promete jugar limpio: sabemos de arranque que en la escena del crimen no hay trampas debajo del parquet ni puertas secretas. Para algunos, el enigma de la habitación cerrada es el corazón del género policial.
Hirai Tarō nació en Japón, en 1894, en una familia con ascendencia samurái. Vivió la apertura de Japón, con la fascinación por todo lo que venía de afuera. De chico se enamoró del género, escuchando las historias que le leía su madre. En aquel entonces, los críticos japoneses entendían que era imposible trasladar el enigma de la habitación cerrada a Japón.
Edgar Allan Poe había sido el primero, con Los crímenes de la calle Morgue. Lo siguió Conan Doyle, con La banda de lunares. Después vino Leroux, y se burló de los dos. Leroux encontraba divertido que tanto Poe como Conan Doyle hubieran dejado en sus escenas del crimen una hendija para que se colaran un mono o una serpiente, amaestrados al estilo circense. Él, en cambio, ofrece un cuarto tan cerrado como una caja fuerte. No voy a arruinar la diversión que propone El misterio del cuarto amarillo revelándoles el truco. Voy a contener las ganas y guardaré un prudente silencio. Solo quiero agregar un eslabón más antes de volver a Hirai Tarō, la conexión Argentina: El enigma de la calle Arcos, de un tal Sauli Lostal. Novelita muy curiosa, envuelta en un halo de misterio. Todavía hoy el enigma de la habitación cerrada sigue agregando variantes en el mundo, con soluciones novedosas.
Parecía imposible en tiempos de Hirai Tarō pensar el policial de enigma en Japón sin su propia versión de la habitación cerrada. ¿Pero cómo trasladarlo a casas con paneles de papel de arroz y esterilla?
Hirai Tarō terminó la escuela media y nunca dejó de amar el policial. Estudió economía en la universidad de Waseda, en Tokio, mientras crecía su entusiasmo por la criminología y la "psicología anormal". Después de graduarse se paseó de trabajo en trabajo, sin durar demasiado en ninguno. Vendió máquinas de escribir, trabajó en una empresa de construcción naval, en una librería de usados. Incluso vendió fideos en un puesto ambulante. Hasta que sucedió algo insospechado: en 1923, la revista japonesa Shin Seinen decide publicar su cuento Las dos monedas de cobre. Se trata del primer cuento escrito por un japonés que se abría camino en una revista especializada del género.
La forma exterior, la construcción de Las dos monedas de cobre, era perfectamente occidental, como todo lo que se consideraba valioso de leer, pero Hirai Tarō –que había firmado su cuento como Edogawa Rampo– llenaba esa forma con elementos autóctonos, imposibles fuera de Japón: la clave con la que el detective Kogoro Akechi resuelve el enigma reside en un canto budista y en el braille japonés.
Enseguida Kogoro Akechi se hizo célebre. Sus aventuras se multiplicaron, conformando una verdadera saga. Su fama hoy es comparable a la de Sherlock Holmes o Dupin. Hirai Tarō, admirador de Edgar Allan Poe, había elegido un seudónimo que reproducía la fonética japonesa de su héroe: Edogawa Rampo.
Pero hay una razón más en la elección de ese seudónimo, que ya nunca abandonaría: Rampo reclamaba el derecho de que su obra fuera juzgada en los mismos términos que aquellas que venían de Occidente. Para merecer ese honor, sabía que debía urdir su propio enigma de la habitación cerrada.
Así, en 1925 llega El asesinato de la cuesta D. Con casi cien años de demora, por primera vez podemos leer en castellano aquel cuento, que no es otra cosa que su respuesta a esa supuesta imposibilidad japonesa de construir un enigma occidental: la editorial Satori lo tradujo a fines de 2017 y lo incluyó en Los casos del detective Kogoro Akechi.
Hasta hace algunos años escaseaban las traducciones al castellano de las novelas de Edogawa Rampo, recién ahora irrumpen con fuerza. También en 2017 Salamandra publicó El Lagarto negro, originalmente aparecida en 1934. Se trata de la más célebre de todas las aventuras de Kogoro Akechi. Ya existía una traducción al castellano, pero la de Salamandra, a cargo de Lourdes Porta, es la primera directa del japonés. Quizás habría que preguntarnos si una traducción directa es siempre la mejor opción. La literatura necesita que se preserve el alma y la gracia del texto original, más allá de la precisión técnica y esquemática.
Lo que busca esa mujer encantadora que es El Lagarto negro –que debe su apodo al tatuaje en su hombro izquierdo– no es dinero. Le interesan las cosas bellas de este mundo. Colecciona joyas, obras de arte. Y personas. Su intención es apoderarse del mejor diamante de Japón, en manos de la casa comercial Iwase. Pero resulta que también la hija del señor Iwase es hermosa. ¿Por qué no quedarse con ambas, entonces? Como le gusta jugar limpio y batirse en igualdad de condiciones, el Lagarto negro lo pone sobre aviso al señor Iwase, que contrata al mejor detective. Lo dicho: Kogoro Akechi.
Son habituales los ¡Ji, ji, ji! en labios del lagarto negro, y los ¡Ja, ja, ja! en los de Kogoro Akechi. Hay algo kitsch y algo camp en ese duelo de inteligencia y seducción. Imagino una adaptación al cine plena de colores chillones y viñetas multicolores con esas risas estallando sobre la pantalla, a la manera del Batman de Adam West. Cuando fue llevada al cine en 1968 no hicieron nada de eso. Mishima la adaptó para el teatro y ese mismo guión se usó de base para la película. El papel de femme fatale del Lagarto negro fue encarnado por un hombre, Akihiro Maruyama. Las crónicas cuentan que eran amantes con Mishima.
La novela está salpicada de las intervenciones del narrador, deslumbrado por el Lagarto negro. Llega incluso a llamarla heroína, no duda en tomar partido por ella, aunque su rival sea el detective más amado de Japón.
Hay un juego muy ingenioso en esta novela, que refleja el talento de Rampo. Cuando el Lagarto negro consigue por fin raptar a la hermosa Sanae, hija del señor Iwase, se vale de un sillón con un fondo falso. (Comentario al margen: la traductora usa la palabra "canapé" en lugar de sillón. Lo hace varias veces.)
En cualquier caso, lo que importa es que el truco del sillón es bien conocido para los lectores de Edogawa Rampo. El mismo recurso aparece en uno de sus cuentos más celebrados, El sillón humano.
¿Podía ser que Edogawa se copiara a sí mismo de un modo tan burdo? Pero entonces, el narrador –ese narrador tan verborrágico–, sale al cruce con un acto de magia. Dicen que el verdadero truco no es ocultar, sino saber mostrar. Y el narrador muestra sus cartas, dice: la idea del sillón parece sacada de un cuento fantástico. Hay un novelista que ha escrito una obra cuyo título es El sillón humano. Es la historia de un malhechor que se esconde en el interior de un sillón para cometer sus fechorías, y el Lagarto Negro ha logrado materializar con gran maestría las extravagantes fantasías de este novelista.
Si en la casa Iwase hubieran leído a Rampo, el ardid del Lagarto negro no hubiera funcionado. Con esa intertextualidad y puesta en abismo, tan modernas, Edogawa Rampo nos hace participar en la resolución del enigma. Los lectores siendo más inteligentes que el detective, por unos segundos.
En Usher II, un cuento de Crónicas Marcianas, Ray Bradbury imagina un futuro en el que la fantasía ha dejado de existir, los libros son censurados y quemados. Solo el realismo se salva del fuego. Un bibliófilo se resiste desde Marte: reconstruye la legendaria casa de Edgar Allan Poe —igual de sombría, igual de desoladora— y aprovecha la inauguración para invitar a censores y quemadores de libros. Ninguno intuye la emboscada, no adivinan que la casa se derrumbará con ellos dentro. Lo habrían sospechado si hubieran leído La caída de la casa Usher antes de condenarlo a la hoguera.
¿Habrá leído Bradbury a Rampo? No parece probable. Y sin embargo, hay un vínculo secreto entre ellos, un puente que une Oriente y Occidente, pasando por Edgar Allan Poe.
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