Black Mirror llegó a la televisión a finales de 2011, cuando el "solucionismo tecnológico", como lo llama el ensayista bielorruso Evgeny Morozov, parecía dispuesto a depositar entre las urgencias de Silicon Valley casi todas las expectativas del progreso humano. La lista era larga, pero el entusiasmo despertado por las enormes posibilidades de internet también. ¿Los estados nacionales parecían demasiado ineficaces y morosos para resolver las demandas ciudadanas reflejadas a cada momento en Twitter? ¿Votar se volvía demasiado analógico y anodino en comparación con las popularidades designadas desde la comodidad de Facebook? Con dosis inteligentes de realismo y ciencia ficción, Black Mirror comenzó por retratar algunas de estas inquietudes típicas de una modernidad en la que la tecnología digital ya no se consideraba un medio para mejorar la política, sino para esquivarla por completo. Pero cuatro temporadas más tarde, sin embargo, Black Mirror extendió sus interrogantes tecnológicas e existenciales hacia muchas otras conductas e instituciones humanas. Y es en este punto donde el filósofo argentino Esteban Ierardo ha intentado convertir el programa en un prisma desde el cual analizar los conflictos y las paradojas de una sociedad "hechizada por el brillo magnético de las redes informáticas y las pantallas".
Sociedad de la pantalla. Black Mirror y la tecnodependencia (Ediciones Continente) no es una guía detallada de episodios para los fanáticos de la serie —que desde el año 2014 puede verse en Netflix—, ni tampoco es un manual de "filosofía instantánea" aplicado a cada una de sus tramas y sus personajes. La propuesta, en cambio, consiste en identificar lo que Black Mirror ofrece como "catalizador" para la imaginación de una sociedad que, aunque en el transcurso del siglo XXI ya ha sido digitalizada, todavía se atreve a cuestionar asuntos como el neuromárketing, la clonación, la transformación de la vida en un espectáculo, la vigilancia informática, la extinción de la intimidad y el uso político de las redes sociales como territorio para la manipulación. Y este "catalizador", señala Ierardo, se ordena bajo una pregunta clave: "En un futuro no muy lejano, ¿la vida será sólo dentro de las pantallas? ¿Las pantallas rotas de un espejo negro?" Pero antes de avanzar, el licenciado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires se ocupa de resolver una cuestión frente a la que, probablemente, se ha demorado cualquiera que haya visto al menos un episodio de esta serie: ¿es Black Mirror la "versión digital" del clásico televisivo La dimensión desconocida, producido en los Estados Unidos entre 1956 y 1964?
Tal afirmación, explica Ierardo, "es parcialmente correcta". Aunque, aclara, "también es un típico slogan publicitario que desconoce la gran importancia que tiene el cambio de mentalidades como pauta elemental de comprensión histórica". En ese sentido, para el filósofo la diferencia fundamental entre un programa y el otro debe abordarse desde el contexto tecnológico desde el que emergieron. Hoy todo tiende a "encerrarse en la pequeñez de las pantallas electrónicas que simulan el ingreso a otros mundos, por lo tridimensional virtual; pero antes, la ciencia aeroespacial y la ciencia ficción se proyectaban a un espacio exterior real, ambas se nutrían del deseo de romper el cerco gravitatorio del planeta y proyectarse hacia otras dimensiones", escribe en su ensayo. De esa manera, el giro tecnológico y cultural entre La dimensión desconocida y La dimensión desconocida podría compararse al giro que tomó la obra del escritor británico de ciencia ficción J. G. Ballard cuando, para "justificar" el redireccionamiento de sus intereses hacia la novela realista, dijo que había cambiado los viajes hacia el espacio exterior por los viajes hacia el espacio interior. En otras palabras, es sobre ese mundo encerrado entre las pantallas y signado por las redes y por el espectáculo continuo que Black Mirror nos obliga a enfrentar lo "encapsulado" de nuestra verdadera y cotidiana vida virtual.
Entre la utopía y la distopía, Ierardo registra así la sombra de un "pesimismo tecnológico" que Black Mirror cristaliza al permitirse dudar con sus historias de la idea misma de progreso. Y en esta perspectiva no está solo. Filósofos y críticos de distintos orígenes y formaciones como el coreano Byung-Chul Han, el británico John Gray y el italiano Franco "Bifo" Berardi también han manifestado a lo largo del breve siglo XXI sus profundas reservas respecto a que, a diferencia de lo que suelen prometer los grandes empresarios del rubro tecnológico y sus cortes de tecnócratas, el hombre no corre ningún riesgo de terminar como "prisionero de sus dispositivos técnicos". En un plano algo más futurista, Ierardo incluso aprovecha la ocasión para discutir uno de los temas recurrentes de Black Mirror: el transhumanismo, es decir, "el movimiento que cree que la condición humana será transformada y mejorada por las tecnologías emergentes capaces de elevar las capacidades humanas físicas, psicológicas o intelectuales", y del cual la marcada dependencia a convertir nuestros smartphones en "adhesivos electrónicos cada vez más difíciles de despegar de nuestras manos y mentes" es un indicio a la vista.
Desde su debut con el impactante capítulo "Himno nacional", emitido por el Canal 4 de la televisión británica el 4 de diciembre de 2011, Black Mirror dejó claro que no dudaría en apelar al análisis de las emociones colectivas más delicadas en confluencia con las tecnologías mediáticas mejor dispuestas a explotarlas. En este caso, la historia trata acerca del exótico pedido extorsivo del que es víctima el Primer Ministro de Gran Bretaña: a menos que copule con una cerda en vivo por televisión, una de las princesas de la monarquía que acaba de ser secuestrada por un misterioso demente será asesinada. Propagada a través de las redes sociales, la amenaza ubica al Primer Ministro entre el deber patriótico, el capricho criminal y la burla cínica de todos los televidentes del planeta. Mientras tanto, "los medios de comunicación emergen como un poder dentro del poder, buscan la caza y manipulación de la información para mantener entretenida a su audiencia. Todo vale para mantener la primicia", escribe Ierardo, para concluir que "el público embelesado en su pasión voyeurística ante el espectáculo de la humillación del hombre del poder y el deseo de ver algo perverso" transparenta ya no solo un proceso inédito de degradación de la política, sino también "una voluntad de consumir espectáculos por sobre su calidad o sentido". Como escribió Jorge Luis Borges, basta mirar apenas un poco más allá de Netflix para percibir que "solo son falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios", pero que ese mundo retratado por Black Mirror realmente existe.
De hecho, a través de Borges, Ierardo también analiza uno de los episodios más significativos de toda la serie: "Toda tu historia", en la que un hombre dotado con un dispositivo que permite el completo registro audiovisual de su vida se obsesiona con una infidelidad cometida por su esposa. Como en el famoso cuento "Funes el memorioso" del escritor argentino, Liam, el personaje central de "Toda tu historia", parece atrapado por la memoria de un implante que le sirve para vivir, sí, pero en el pasado. Liam obliga entonces a su esposa a recordar y proyectar sus recuerdos de una pasada infidelidad con su amante, lo cual también lo hace "caer en un infierno de rebobinados del pasado que sería mejor olvidar o ignorar para no deteriorar, invadir y finalmente destruir el presente", explica Ierardo. Otra vez, en apenas un instante cualquiera de Twitter puede comprobarse cómo el "archivo" de cualquier usuario puede transformarse, sin otra mediación que el ocio o los intereses de un "troll", en un "arsenal retrospectivo" contra su propia coherencia, como si las redes sociales no basaran su enorme éxito global en la comunicación instantánea de emociones pueriles, sino en la construcción imperecedera de razonamientos lógicos.
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