Nueva York, especial. Al entrar a la exhibición, el golpe es fuerte: el vestido Tokyo Pop recibe a la entrada, bajo un letrero con luces de camerino que muestran el nombre del cantante que lo usó. Kansai Yamamoto, mitad de una de las sociedades más arriesgadas y mejor resueltas en la historia de la moda y la música rock, diseñó la pieza para que David Bowie usó para conciertos de la gira del disco Aladdin Sane (1973), apenas uno de los que lo convirtió en el extraterrestre más popular de la Tierra. El avistamiento es trascendental: dan ganas de persignarse al momento del encuentro, cuando la muestra David Bowie Is recién comienza.
Estamos acostumbrados a emocionarnos al escuchar canciones y no al ver vestidos, por eso quizá hay que aclarar tanto. Pero la pieza de Yamamoto es una de las representaciones más fuertes de la importancia decisiva que Bowie dio a la estética a lo largo de su carrera, una que redefinió lo que significaba el rock y lo que significaba ser una estrella pop. La moda definió a Bowie tanto o más que sus canciones porque fue instrumental en su resignificación constante. Y para una muestra que promete un pasaje a las profundidades del misterio profundo que representa su obra y su genio, el ofrecer a los asistentes estar apenas a centímetros del pesado y (ahora lo sabemos) duro y poco flexible vestido, es dejar claro que la cosa va en serio.
Y estar tan cerca de ese vestido es fuerte porque es, también, un puente a lo que ya no puede ser: ojalá uno hubiera podido ver al Bowie del 73 con su encantadora androginia a flor de piel (sumado a una voluntad por conectar la sensibilidad japonesa al pop más occidental, lo que en su momento era realmente alienígena). Ojalá uno pudiera haber visto esos primeros cruces entre el rock y un compositor obsesionado con escribir para Broadway, lo que explica tantas cosas. Ojalá uno hubiera podido ver a Bowie en vivo; podríamos empezar por ahí. O por decir: ojalá el rock todavía pudiera sorprender.
"Nunca fui un gran vendedor de discos. Creo que mi mayor contribución a la música ha sido la de mostrar cómo el rock se tenía que ver", dijo Bowie durante una entrevista en 1997. Y en parte, queda claro que la intención de los curadores de David Bowie Is es que quien lo visite esté lo más cerca posible de la comprensión de los conceptos troncales que rodean a la producción y al genio artístico del nacido en Brixton, un enigma tan accesible y fascinante como indescifrable, destinado a mantenerse vivo de aquí a la eternidad. No es una exhibición que recrea lo que eran sus conciertos aunque hay una sala con un videowall que lo intenta y, por momentos, incluso lo consigue.
No es un recorrido biográfico aunque, claro, se detiene en sus primeros años en la Londres efervescente y por supuesto en la Berlín que lo vio mutar como compositor en los años setenta mientras compartía apartamento con un tal Iggy Pop (la muestra tiene hasta las llaves del apartamento ubicado en la Haupstrasse 155). Y no es una muestra solo centrada en sus trajes, aunque está llena de detalles de vestuario y piezas que utilizó en momentos clave de su carrera y estos tienen una importancia preponderante en el recorrido. Y también, a mano, están las letras originales de muchas de sus canciones, escritas en hojas de cuadernola, como lo hubiera hecho cualquier mortal. Al final de su carrera Bowie se despidió siendo él mismo y mirando de frente a su propia muerte, pero por algún motivo sigue siendo fascinante imaginarlo escribiendo en un vulgar cuaderno Five Years o Rebel Rebel por primera vez, ver los tachones y notas al pie a los costados de las canciones, llenas de dudas o pendientes. Hay muchas de esas oportunidades en la muestra.
Son más de 400 objetos -en gran medida provistos por el archivo personal de Bowie– los que giran por el mundo desde hace cinco años en esta especie de portal inaugurado con su permiso y curaduría y que tiene su parada final en Brooklyn, apenas a unas millas del Soho donde pasó, refugiado entre turistas, sus últimos años. Mientras se recorren estos objetos, Bowie y otros colegas hablan a través de unos auriculares Sennheiser de alta definición que, Bluetooth mediante, ofrecen citas del autor y amigos y canciones acordes al lugar de la sala en el que estemos: si nos paramos frente al vestido que usó la primera vez que tocó Starman en el programa de TV Top of the Pops y que lo convirtió en una superestrella, sonará el tema y se verá el video. Si pasamos por la zona dedicada a su vínculo eterno con el teatro, las citas de Yamamoto y el propio Bowie intentarán profundizar en las obsesiones del artista.
Y en ese diálogo entre el fetiche (una cuchara de cocaína que Bowie utilizó durante las grabaciones del esencial disco Diamond dogs o un cuadro barato de Little Richard que colgaba en su apartamento londinense) y la disección transcurre la muestra. Caminando, se pasa de la genialidad al excentricismo y de la emoción al estudio minucioso de cada corriente de influencias que, amalgamadas, se convirtieron en sus diferentes discursos estilísticos.
Se encuentra al "Bowie mimo" (una de sus primeras obsesiones, en los años 60) y también al Bowie nerd, que encargaba programas de computadora para extraer rimas e influencias. O al Bowie obsesionado por evitar el suicidio, un fantasma familiar. Y por supuesto, también se llega al baile: hay una sala que proyecta videos como el de su genial aparición cantando Fame en el programa de música negra Soul Train, en 1971 en la que no es raro ver por lo menos cuatro o cinco visitantes moviéndose como los espectadores del viejo show.
Desde los tres videos de Space Oddity que marcan diferentes puntos de su carrera (incluida una emocionante salida en vivo en un show de fin de año que marcaba el final de los años 70) hasta sus incursiones en el cine, una de ellas de la mano de Jim Henson, el creador de los Muppets. Y claro: para alguien que concebía su arte como algo que debía conmover en diferentes plataformas: hay una estación dedicada a sus videoclips, algo que parece más necesario en tiempos en los que es difícil sentarse a ver más de uno, incluso en la era Youtube.
Como sucede con toda su obra, es imposible asegurar lo que David Bowie quiso comunicar con Blackstar, el disco que salió a la calle un día antes de que muriera y que lo muestra al desnudo en su humanidad más consciente y escalofriante (y que tiene una novedosa esquina sobre el final del recorrido). Pero tras las letras se esconde una idea que todos compartimos: más que morir, Bowie (o digamos, su obra) se transformó en un cuásar que sigue presente y marcando el paso desde las diferentes influencias y trabajos que definieron a su carrera. No lo tiene que decir la crítica ni la prensa, pero va de suyo hacerlo: como dijo una vez Bowie, son los artistas los que alimentan su leyenda día a día al producir un sinfín de obras influenciadas por su trabajo.
Pero la muestra, a la que hay que dedicarle cuatro horas como mínimo, no tiene forma de responder la pregunta que todos sabemos que no puede responderse ni con una tabla periódica (también en exhibición) sobre el músico: ¿por qué Bowie fue Bowie? La falta de respuestas no atenta contra la cantidad de conocimiento que es posible extraer de la muestra, ni contra la profunda pena que se siente el recorrer algo perteneciente a quien hace tan poco estaba entre nosotros, o al saber que no habrá más obra nueva que profundice uno de los misterios más fascinantes de la historia de la música. Nada como la imposibilidad de asir el concepto constante que fue David Bowie causa tanto placer y (desde 2016) tanta tristeza al mismo tiempo.
*David Bowie Is
Museo de Brooklyn – Estados Unidos
Hasta el 15 de marzo
Entradas desde US$ 20
(Se recomienda comprar la entrada con anticipación y llevar dinero extra para la tienda de souvenirs, discos y camisetas)
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