La delirante vida de George Psalmanazar, el impostor literario que se convirtió en una celebridad

En 1704, en Londres, un joven de 25 años se volvió famoso tras publicar “Descripción de Formosa”, un relato apócrifo -y surrealista- sobre la vida en la actual Taiwán, de la que decía ser nativo

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George Psalmanazar
George Psalmanazar

Hay dos versiones de la vida de George Psalmanazar, el impostor más famoso de la historia de la literatura. La primera, que es la falsa, fue escrita por Psalmanazar; la segunda, que pasa por ser la verdadera, también.

La primera empieza en Londres, año 1704. Un joven de 25 años que asegura ser nativo de la ignota Isla de Formosa (Taiwán) publica una Descripción de Formosa a fin de "dispersar las nubes de los reportes fabulosos". Cuando tenía 19 años, cuenta en la introducción de su libro, fue extirpado de la Academia Formoseña y entregado a un jesuita disfrazado de japonés. Este impostor se lo trae a Europa, donde le da a optar: conversión o inquisición. Entre una y otra, el pagano elige el escape. Luego de algunos meses de vagabundeo, asume el credo cristiano "en su máxima pureza": la Iglesia de Inglaterra.

La historia de Formosa, al igual que la del joven, es de engaño y traición. Un pérfido japonés de nombre Meryaandanoo consigue doblegar a la isla, valiéndose de una diablura que no por vieja dejó de ser efectiva: le ofrece al rey elefantes cargados de ofrendas, ofrendas que una vez arribadas, revelan su verdadera identidad: eran soldados nomás. (A propósito, hace poco se publicó que el caballo de Troya no era un caballo sino un barco; nadie se sorprenda si en un par de milenios descubren que en realidad no era un barco sino un elefante).

A la historia mundana le sigue la historia espiritual. Así nos enteramos de que en el principio los formoseños adoraban a los astros, hasta que el Dios les envió un profeta. Su nombre, escribe Psalmanazar, era Psalmanazar. El Dios estipula que cada año se debe ofrendársele 18.000 niños (salvo primogénitos, y Psalmanazar lo era). Previendo un posible desequilibrio demográfico, acepta y hasta incita la poligamia.

Las ceremonias, las posturas de adoración, todo se encuentra dilatadamente explicitado en la Descripción de nuestro formoseño Psalmanazar, quien se limita en este caso a citar el Jarhabadiond, que es el libro sagrado que escribió el profeta Psalmanazar, citando en su caso a Dios.

Sigue el detalle de las costumbres y vestimentas de los formoseños, interrumpido por ilustraciones de una aplicada torpeza. Nos enteramos entonces de que los formoseños de alcurnia (Psalmanazar decía serlo) son blancos, y esto porque pasan los veranos en cuevas subterráneas, además de que se lavan con agua destilada. "Son muy hábiles –continua nuestro escriba– y aborrecen todo tipo de falsedad o mentira".

El capítulo XXI está consagrado a los sueños y a los augurios. Si sueñas estar en una fiesta con muchas mujeres –advierten los supersticiosos– sabe que muchos son tus enemigos, y conspiran; si en cambio sueñas que yaces junto a la mujer de otro hombre, teme que otro hombre esté velando junta la tuya. En el apartado "Sobre las enfermedades", leemos: "Cuando alcanzan los 18 años, las mujeres son molestadas por cierta enfermedad que las torna melancólicas y destruye su apetito para todo excepto para el Groutacho o matrimonio, que es por tanto el único remedio eficaz. Más allá de esto, asegura, los formoseños gozan de excelente salud y desconocen la sífilis, "pues permiten la poligamia y prohíben el adulterio."

De la agricultura, interesa el Charpok, un árbol que "se ve como un nogal pero cuyos frutos, en lugar de colgar hacia abajo, crecen verticales". De las costumbres alimenticias (Cap. XXV) interesa que comen carne cruda sin disgusto y serpientes sin morir envenenados. La zoología (XXVI), aunque no avara de elefantes, rinocerontes e hipocampos ("todos ellos domesticados"), es ajena a los dragones, los unicornios y los grifos, "que los formoseños creen ser ficciones".

El lenguaje de la Isla, se lee en el capítulo correspondiente, es igual al de Japón, "sólo que más gutural". Les fue revelado a los formoseños —escribe Psalmanazar— por el profeta Psalmanazar. El libro presenta una traducción literal del Padrenuestro y una tabla con firuletes. Las letras y los artículos, advierten los estudiosos, son una ominosa mezcolanza de griego y latín. Pero también hay castizo: la I se llama Ilda y la P, Pedlo.

En el capítulo sobre la navegación somos confrontados con el dibujo de unas barcazas llamadas balcones, fortuito encuentro de una chalupa y un minaret cuya ostensible inestabilidad, lejos de quedar supeditada a una contrastación náutica, ya se aprecia sobre el papel.

Con respecto al dinero somos confrontados con un sistema monetario de eficiente ininteligibilidad para el común de los mortales aunque plausible, casi urbano, para un inglés. En el capítulo sobre las armas somos confrontados, por suerte en forma meramente verbal, con espadas capaces de talar árboles y con dagas hechas de una aleación de metales que producen heridas incurables.

En espacio dedicado a la educación somos confrontados con niños que a los nueve años "ya se comportan con la civilidad y la modestia de los hombres viejos", lo que suaviza (o recrudece) la circunstancia de que enseguida se los inmole en honor al Dios. En el capítulo sobre las artes liberales somos confrontados con los Bonzii o estudiosos de la filosofía, "ciencia por la que ellos entienden la recopilación de las opiniones de antiguos filósofos que favorezcan sus propias supersticiones".

Difícil saber qué es lo que el lector de hoy sabe sobre la isla de Taiwán; los lectores contemporáneos de Psalmanazar, y él lo sabía, nada. Respecto a los libros que ya estaban escritos sobre el tema, Psalma se limitó a negarlos. Si estos dicen que en Formosa no hay oro, él la llena de metales preciosos; si estos dicen que pertenecía a China, él asegura que a Japón; si estos dicen que los formoseños andan desnudos, él describe su vestuario con una precisión ya molesta.

Como la Utopía de Tomás Moro, que es la isla de Inglaterra dada vuelta, o la Ínsula Barataria de Sancho Panza, que en lugar de estar rodeada de agua lo está de tierra, así la Formosa de Psalma se ocupa de proyectar una imagen invertida de las otras Formosas. Con su persona pasaba lo mismo: sus rasgos se abstenían casi tercamente de todo viso oriental. Acaso porque sabía que todas las similitudes logradas no harían otra cosa que destacar ciertas diferencias inevitables, o acaso porque intuyó que la enorme ineptitud de la pretensión sería una convincente prueba de que no se trataba de un fraude, nuestro héroe renunció a todo parecido.

Para un pueblo que aún debía esperar algunas décadas antes de poder asumir como veraces los viajes de Gulliver, el entrenamiento que suponía esta Descripción de Formosa sólo podía pecar de insulso. Vale decir: le creyeron. La primera edición de su libro se agotó muy pronto, obligándolo a despachar una segunda (algo aumentada: ahora los formoseños son caníbales). Hubo traducciones al holandés, francés y alemán. Algún libro de viajes lo incluyó entre sus autoridades. Se lee en el diario del presidente del Supremo Tribunal: "Fui al baño, leí la historia de un tal Psalmanazar." El juez no estaba solo: todo Londres lo leía.

Por supuesto, también hubo voces disidentes. En la legendaria Royal Society, el Dr. Halley, en aquel entonces un científico aunque ahora un cometa, le preguntó a Psalma en qué época del año el sol iluminaba el interior de las chimeneas de Formosa, a lo que el joven impostor contestó con datos correspondientes a Botswana o el desierto de Atacama, en todo caso no al trópico de cáncer.

Más tarde, Psalma dijo que las chimeneas formoseñas crecían torcidas, y clamó ser blanco de un complot abominable de los jesuitas. No se mostró menos ingenioso en otros casos. Cuando se le reprochó la crueldad de un dios que sólo se dejaba aplacar con sacrificios humanos dijo que mucho más cruel que el martirio de unos miles de hijos ajenos era preferir el del propio; cuando se le espetó que el sacrificio de tantos podía despoblar la misma China dijo que ese era el número que pedía el dios, no necesariamente el que le remitían sus súbditos; cuando se le pidieron pruebas fehacientes de su nacionalidad preguntó cuáles darían ellos, en Formosa, de la suya; cuando se le siguió insistiendo en que era un fraude, dijo: "Tiene que tratarse de un hombre con talentos prodigiosos quien pueda inventar un país, forjar una religión, dictar leyes y costumbres, construir un lenguaje, y todo esto diferente a cualquier otra parte del mundo".

La oposición de los jesuitas y de los científicos, enemigos de la Iglesia de Inglaterra, no hizo más que confirmar la veracidad de nuestro héroe. Se supone que las mujeres lo requerían de amores; que frecuentaba las casas bien de Londres, donde deleitaba a los comensales devorando carne cruda; que pasó una temporada en Oxford enseñando formoseño.

La impostura logró dilatarse durante años, incluso décadas. De hecho, el primero en desacreditar públicamente a Psalma fue el mismo Psalma, escondido tras las páginas del Sistema completo de geografía (1747). Entre los varios artículos anónimos que compuso para esta obra, se ocupó también del referido a Formosa. "Psalmanazar ─escribe allí Psalmanazar─ nos ha dado permiso para que aseguremos al mundo que la mayor parte de su relato es mera fábula, como de hecho reconocerá cualquier lector juicioso del mismo, pues los muchos absurdos allí amontonados tienden a destruir antes que a incrementar su verosimilitud".

De este último período de su vida data su famosa amistad con el famoso Dr. Johnson. "La piedad, la penitencia, la virtud de este hombre casi supera lo más maravilloso que se puede leer en la vida de los Santos", dicen que dijo el Doc. De quien también se malicia que lo ayudó a escribir sus póstumas Memorias.

Jean-Jacques Rousseau inaugura sus Confesiones (1766) diciendo que su empresa "no tiene precedentes". Thomas de Quincey se jacta en sus Confesiones de un opiómano inglés (1822) de haberse entregado al opio "con un exceso todavía no registrado por ningún otro hombre". Dos años antes que Rousseau, y dejando constancia en el prólogo de una adicción al opio igual o mayor a la de De Quincey, nuestro héroe publica Memorias de ***, comúnmente conocido como George Psalmanazar. Por no empañar con la suya la fama de su país, *** declina informarnos acerca de su verdadero nombre y lugar de nacimiento.

En vida, se lo tomó por oriundo de casi todos los países de Europa. Desde su muerte, descontando la temeraria tesis del español J. María Álvarez según la cual Psalmanazar sería efectivamente formoseño, la crítica lo sindica como francés, acaso gascón. Fue educado por jesuitas, demostrando a muy temprana edad singulares dotes para los idiomas.

Una serie de infortunios lo obligan a ganarse la vida mintiendo que es un estudiante irlandés de teología en su peregrinación hacia Roma, camuflaje que muy pronto cambia por el de un pagano japonés. "Los japoneses eran la antípoda de todo lo europeo. Esto proporcionaba un vasto campo de trabajo a una imaginación fértil, y lo cierto es que en esa línea nunca me tuve desconfianza".

Su invento era tan inverosímil que la gente, lejos de molestarse en denunciarlo, lo festejaba con unas alegres monedas. La casualidad lo lleva al ejército, donde la soldadesca adora sus historias. A esta altura, *** se hace llamar Psalmanazar, en honor a un rey asirio de fugaz protagonismo en II Reyes XVII, 3. Ya ha fijado su abecedario, esbozado una gramática y creado un libro de oraciones, del que suele cantarle algunas al sol.

Un día el capellán del regimiento le pide que traduzca al japonés cierto texto, cosa que el pagano hace con soltura. El clérigo toma la traducción, favorece al jovenzuelo con un segundo papel en blanco y le pide que traduzca el mismo pasaje. Cuenta San Agustín (inventor del género confesional) que Ptolemaos II, fundador de la flamígera biblioteca de Alejandría, convocó a 77 rabinos y los puso a traducir la Biblia al griego aislados el uno del otro. Los hebreos produjeron 77 versiones idénticas. Psalmanazar, en cambio, produjo un milagro: dos versiones opuestas.

Pero el capellán es un amigo. En lugar de denunciarlo, le sugiere que cambie Japón por Formosa, que refuerce en su historia el tono antijesuita y que comience a comer carne cruda. Lo convierte y avisa de su hazaña al Obispo de Londres, acérrimo antijesuita, quien los invita a conquistar la ciudad.

Los años posteriores a la publicación del libro fueron de laxitud de costumbres y jolgorio horizontal. Para solventar semejantes diversiones, Sir George (corrió efectivamente el rumor de que lo habían nombrado caballero) se vio obligado a tomar cualquier tipo de trabajo, aunque nunca con el suficiente éxito como para además conservarlo. Aun en los años veinte seguía pasando por natural de Formosa; un pequeño núcleo de donantes le habilitó una renta anual. Así y todo, *** no era feliz; el remordimiento corroía sus entrañas.

Psalmanazar
Psalmanazar

Ya quincuagenario, *** se entrega al estudio del hebreo bíblico, idioma con el que alcanzó tal intimidad que no sólo pudo componer una tragicomedia en verso sino que además pudo reconocer que era mala, desistiendo de publicarla. Para solventar este nuevo tipo de diversión, se interna en el oscuro mundo de la legendaria Grub Street de Londres, reducto de controversialistas, panfletistas, autores fantasmas y demás miserias escriturarias. Ofició de traductor, entre otras muchas cosas. Era la época en que estaban de moda los cuentos "orientales", buena parte de los cuales eran falsos, por lo que uno de sus biógrafos duda que Psalma "haya dejado el campo intacto".

Las Memorias terminan abruptamente, quizá por deceso de su autor. Nos muestran a un hombre que "en lugar de ser el héroe de su propia historia, trata de ser el espectador de su propia tragedia", como figura en De profundis, el libro de confesiones de Oscar Wilde. Con 84 años, querido por todos y especialmente por el Dr. Johnson, arrepentido de sus años salvajes al punto de ni poder escuchar la palabra "China", *** (de quien Tzvetan Todorov ha dicho que bien podría ser un personaje de George Borges) muere. En su testamento pide ser enterrado en una tumba común, sin ceremonias y sin cajón, para que la tierra no tarde en disolverlo. Y sin más nombre que el de su pecado, para que su culpa dure lo que la memoria de los hombres.

 

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