Por Juan Rapacioli
En el cuerpo una voz, la nueva novela del escritor boliviano Maximiliano Barrientos, explora los efectos de la violencia sobre el cuerpo humano y social a través de un relato con elementos distópicos que aborda, sin alegoría, temas como la memoria, el poder y la venganza.
Publicada por Eterna Cadencia, la novela narra —con ritmo frenético y respiración poética— la historia de una venganza que sucede años después de la disolución de Bolivia y la instauración de un sangriento régimen caníbal que arrasó con el tejido social, sembrando la muerte a lo largo de todo el territorio.
Nacido en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, en 1979, Barrientos publicó los libros de cuentos Diario, Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer y Una casa en llamas, y las novelas Hoteles y La desaparición del paisaje.
En esta entrevista, el autor habló sobre el origen de su nuevo libro, que indaga las formas de violencia sobre el cuerpo, la memoria del colapso social y la venganza como motor narrativo.
— ¿Cómo nació la idea de esta novela?
— Quería escribir una novela sobre la venganza. Una tarde estaba en el colectivo y vi a una tamborita [NdR: grupo de música folclórica del oriente boliviano] en un mercado. Había mucha gente y hacía un calor infernal, y esa mezcla disparó algo en mi cabeza. Tuve esta imagen: una tamborita tocando en un churrasco para un grupo de soldados agotados y borrachos, en vez de carne de res asaban carne humana. Ahí comencé a escribir.
—La violencia, desde el comienzo, cobra dimensiones épicas. ¿Te interesaba explorar ese tema desde la distopía?
—Digamos que ambientar la novela en un territorio en el que el Estado de derecho no existe me permitió jugar con un contexto donde la violencia adquiere niveles épicos pero también me permitió jugar con la normalización de la misma. La novela, sin embargo, no trascurre únicamente en una sociedad distópica, ya que buena parte tiene lugar en el nuevo estado denominado Nación Camba. No me interesa trabajar con la violencia desde la denuncia o desde el testimonio. Creo que la literatura es un instrumento inútil para esos fines. Me interesa como pulsión que revela al cuerpo, que nos acerca a su realidad y nos lo impone como identidad. Me interesa la violencia en su relación con lo que precede a la norma, con lo que precede a las convenciones a través de las cuales configuramos al sujeto.
—La velocidad, la amenaza y la crueldad le dan un ritmo frenético a la novela. ¿Ese tono te ayudó a construir el verosímil de la historia?
—Más que el verosímil me interesa que el ritmo y el tono, las imágenes y todo lo que conllevan le proporcionen cierta materialidad a la novela, la vuelvan una especie de experiencia, más allá de si hagan o no referencia a una situación determinada o a un periodo histórico. La novela o el cuento no se miden en su capacidad de reproducir con fidelidad el mundo, creo que ya superamos esa consigna tan avejentada del realismo. Si algo me incomoda es cuando escucho a lectores, y más aún si estos lectores son también escritores, decir que una novela funciona porque es una crítica a la modernidad, o a la situación de clase, o al rol de género que se plantea en determinada sociedad. Es como si quisieran justificar la ficción desde una utilidad.
—A diferencia de muchas ficciones contemporáneas que indagan las formas del yo, esta narración expande los límites de la realidad a través de la imaginación. En ese sentido, recuerda un poco al "realismo delirante" de Alberto Laiseca: una manera de acercarse a lo real desde la exageración…
—A Laiseca lo he leído muy poco, y creo que nuestros libros circulan en dos universos distintos. Yo soy muy crítico con la forma en la que se suele pensar al realismo, es decir, como un dispositivo narrativo que se opone a lo fantástico. Hay narrativas fantásticas que se amoldan en consignas realistas. Creo que hay que pensarlo desde el lugar de cómo la narración construye el mundo y cómo trabaja con nuestra percepción del mismo. Cuando se producen quiebres a esa convención se sale de la fórmula. La narrativa debe aspirar a esos baches, a esos agujeros que nos permiten percibir de otro modo lo que no es sólo lenguaje.
—La novela se sirve de diversos géneros (road movie, policial, distopía) y, además, en varios momentos aparece un perro que se llama Renzi. ¿Se puede ver ahí un homenaje a Piglia?
—Sí, la novela se apropia de diversos géneros, coquetea con algunos de sus mecanismos narrativos, pero no se encasilla en ninguno. En cierta medida, ahora que pasó algo de tiempo y puedo pensarla desde cierta distancia, creo que es una novela fantástica, ya que además del tema de la venganza está el de la posesión. Es, creo, una novela sobre la invasión del cuerpo, y esto lo digo no como una metáfora. Me regalaron a Renzi cuando era un cachorro de semanas y yo, entonces, hace casi quince años, comenzaba a leer a Piglia. La novela es un homenaje a mi perro, no a Piglia. Sin embargo creo que es justo mencionar que le tengo mucho cariño al autor de Respiración artificial. No creo que me haya influenciado a la hora de hacer literatura, sino en cómo leer un texto de ficción.
—La muerte, el cuerpo y las voces que recuerdan el horror son, quizás, los pilares de esta novela que también incluye la respiración poética. ¿Cómo es tu relación con la poesía? ¿Encontrás ahí una materia para la narrativa?
—Hay muchos poetas con los que tengo una deuda enorme, pero en esta ocasión me gustaría mencionar a solo dos que espero que resuenen en las páginas de esta novela: el boliviano Jaime Sáenz y el argentino Viel Temperley.
Fuente: Télam.
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