Cada vez son menos las buenas novelas que llegan a las listas de bestsellers y es cada vez más difícil que una novela que entusiasma a los lectores de bestsellers entusiasme también a los que nunca leen los libros de las listas de los más vendidos. Pero son pocas, poquísimas, las novelas capaces de contentar a todos sus lectores y hasta quizás, arriesguemos, por los mismos motivos.
Y arriesguemos más: Toda una vida, la novela del escritor, actor y guionista austríaco Robert Seethaler (Viena, 1966) es uno de esos raros libros que lo consiguen, por lo que el comentario, para ir anticipando el entusiasmo, podría empezar con un imperativo: Lea este libro, lector. No deje que se le escape en medio de la hojarasca de los más vendidos.
Tampoco es que arriesguemos mucho. Desde la publicación en alemán en 2014, Toda una vida, la quinta novela de Seethaler, cosechó premios y elogios de la crítica en la edición original y en traducciones a más de treinta idiomas, vendió casi un millón de ejemplares en Alemania y, si no fuera porque al cine se le da muy mal contar toda una vida, ya algún director europeo la habría convertido en película.
Como otras novelas que llegaron también a muchos lectores y con las que guarda un cierto aire de familia (Stoner, de John Williams, Sueños de trenes, de Denis Johnson), Toda una vida no trae a la literatura un mundo nuevo ni renueva el género con audacias formales estridentes, pero revitaliza las formas conocidas, las reanima con destreza y sensibilidad narrativa, y nos recuerda que la literatura sigue siendo un arte mayor, empecinadamente diverso: hay quien escribe intentando abrir caminos en los bordes o incluso fuera de la literatura, y hay también quien todavía se obstina en la dirección contraria, afinando hasta el prodigio los mismos instrumentos. "Es posible todavía", concluía Roland Barthes en uno de sus últimos seminarios, "componer música en do mayor".
La vida del título es la de Andreas Egger, nacido y criado en la dureza de un pueblo de los Alpes, bajo la mano aún más dura de un tío lejano que lo condena al yugo de bueyes desde los ocho años y lo deja rengo en una sesión de azotes. La novela se abre en 1933 cuando, antes de cumplir los treinta, Egger deja las tareas del campo para sumarse a la cuadrilla de la empresa que construye los primeros teleféricos para turistas, pero Seethaler, con apenas algunos saltos temporales y prodigiosa economía, se las arregla para contar toda su vida.
En menos de ciento cincuenta páginas Egger se sacude el yugo del padre adoptivo, se hace fuerte en los trabajos rudos del campo, se construye su propia granja, tala infinidad de árboles y taladra la roca durante años al servicio de la constructora de teleféricos, se enamora, se casa, sobrevive a un alud, quiere ir a la guerra pero lo rechazan, lo reclutan más tarde en el 42, pasa dos meses en el frente y ocho años prisionero en la estepa rusa, vuelve al pueblo, se hace guía de turistas, se refugia viejo y cansado en un establo abandonado en la montaña, y muere solo por fin, recostado sobre una mesa, pensando en abrir una zanja para desviar el agua del deshielo, agradecido después de todo con su pierna, "ese palo de madera podrida que lo había llevado por el mundo durante tantos años".
Todo el siglo XX desfila por detrás de Egger -las dos guerras, el "progreso", la lenta destrucción de la naturaleza, la invasión grosera del turismo- pero no son ni el narrador ni Seethaler quienes lo ven pasar, sino -gran desafío narrativo- el propio Egger con su mirada azorada de rústico y sus respuestas lacónicas, sin el atajo mimético de la primera persona.
Cuando en la sala de la pensión del pueblo ve por primera vez las imágenes de un televisor, se ríe como un niño frente a un león que bosteza a cámara y una nena que le acaricia la melena, se embelesa frente Grace Kelly que baja por la escalerilla de un avión (su sonrisa y la tristeza de sus ojos "le habían agitado el alma") y se une a los gritos de júbilo del salón cuando dos jóvenes norteamericanos pisan la luna.
Tan compenetrados están el narrador y Seethaler en la vida de Egger, tan inmersos en su universo de olores, colores y silencios, que no hay comparación o metáfora que no abreve en su propio mundo. Cuando el cura del pueblo bendice el primer teleférico a los gritos para hacerse oír por encima del viento, la sotana revolotea alrededor del cuerpo "como el plumaje desgreñado de una grajilla"; los granjeros, reunidos frente al televisor de la pensión del pueblo, miran los pasos gráciles de los astronautas flotando en la luna, como si por unos instantes "se hubieran quitado una pesada carga de encima". Hay escenas toscas, casi burdas (azuzado por un perro, el caballo de un carruaje fúnebre trastabilla, se abre el cajón que lleva a la abuela de Egger, el brazo sale del cajón y se bambolea), pero así de tosca es la vida en la montaña fuera de las tarjetas postales.
El progreso va mancillando el silencio y la vastedad inmaculada de los Alpes pero no es nostalgia lo que embarga a Egger frente a los teleféricos sino más bien un sentimiento doble de plenitud y orgullo ("se sentía parte de algo grande, algo que superaba con creces sus propias capacidades"), que con el tiempo se va tiñendo de sarcasmo: "Y llegarían más teleféricos. La compañía había prolongado los contratos de casi todos los trabajadores y había presentado planes para la construcción de quince teleféricos en total, entre ellos uno insólito que tenía previsto transportar pasajeros con sus mochilas y esquís en unas sillas de madera suspendidas en el aire. A Egger le parecía una idea ridícula, pero en el fondo admiraba a los ingenieros, capaces de extraer de sus cabezas semejantes fantasías y de no dejar que las tormentas de nieve ni el calor veraniego enturbiaran su optimismo ni el brillo de sus zapatos siempre encerados".
La vida de Egger es despiadadamente dura y en el recuento no faltan catástrofes ni tragedias, pero el relato -parco, discreto y un poco distante como el propio Egger- nunca es sentimental ni melodramático.
El avance es lineal, a no ser por unos módicos saltos hacia atrás y hacia adelante que, se comprende después, quieren también restarle dramatismo al cierre natural, que llega a su tiempo, como las nevadas de invierno. El pasaje entero de la muerte de Egger es magistral pero anticipemos solo el final, antológico como el resto: "Oyó su corazón, y escuchó el silencio cuando dejó de latir. Esperó pacientemente el siguiente latido. Cuando no llegó ninguno más, se dejó ir y murió".
En la vida de Seethaler, queda claro, prima la aceptación de lo que llega, que no es resignación ni mansedumbre sino potencia vital frente a la naturaleza, la adversidad y la tragedia. También un sentido de pertenencia a algo más grande que el hombre, algo que lo rodea, lo excede y lo arranca del centro.
Ya viejo y recluido en su cabaña, Egger atiende a los ruidos de los animales y aprende incluso a hablar con las cosas, un cuchillo romo, la niebla. Ya no recuerda de dónde es y a dónde va, pero mira hacia atrás con una media sonrisa y algo de asombro: "A veces Egger se reía de sí mismo y de sus pensamientos. Luego se sentaba solo a la mesa, por la ventana miraba las montañas sobre las que se cernían las sombras de las nubes y se reía hasta que se le saltaban las lágrimas".
Una vida, ya verá, lector, también puede contarse en ciento cuarenta páginas y, Barthes tenía razón, todavía se pueden escribir novelas en do mayor.
*Fuente: Télam
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