Schopenhauer y esa extraña voluntad que llamamos amor

Un día como hoy pero de 1788, hace exactamente 230 años, nació Arthur Schopenhauer, el hombre que le dio un giro biologicista a la filosofía. En esta nota, un recorrido por sus ideas y sus romances

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Arthur Schopenhauer
Arthur Schopenhauer

El amor no es sólo un truco publicitario en la industria musical romántica, es también una presencia metafísica que invade el cuerpo de los enamorados. Se ha escrito mucho al respecto —quizás demasiado—, pero la pregunta sobre su manifestación es imposible formularla sin signos filosóficos.

Arthur Schopenhauer ha pensado el asunto de una forma original y avasallante para su época. "La intensidad del amor crece conforme se individualiza", escribió. Mientras más subjetivo, más único una pareja sienta su romance, más real parece volverse, pero: si todos nos enamoramos, ¿por qué creer que el propio es mejor, más especial, más verdadero?

"El fin de toda empresa amorosa, lo mismo si se inclina a lo trágico o a lo cómico, es (…) la composición de la próxima generación." ¿Amar para procrear? Este filósofo alemán, que construyó una densa obra filosófica durante la primera mitad del siglo XIX, sostuvo que detrás de la voluntad individual se esconde la voluntad de la especie, que es perpetuarse, no extinguirse e incluso mejorarse. Eso que llamamos amor no es otra cosa que el instinto natural de la especie, como un imán que nos lleva, apasionados, a relacionarnos sexualmente.

Lo que su planteo tejía era una verdad incómoda: al universo no le importan los pormenores de nuestros ínfimos romances, lo que le interesa es que la humanidad continúe su camino natural. Un camino que ya tiene —si miramos los restos más antiguos hallados en Marruecos— más de 315 mil años.

Metafísica del amor sexual

Toda la teoría que Schopenhauer escribió sobre este asunto está condensada en un capítulo titulado "Metafísica del amor sexual", el número 44 del segundo tomo de su obra cumbre, El mundo como voluntad y representación. Lo escribió en Dresde y le llevó cuatro años. Apareció en diciembre de 1818 y fue un fracaso editorial. La editorial Brockhaus imprimió una tirada de ochocientos ejemplares y para 1827, en su depósito, aún quedaban ciento cincuenta. En total, vendió setecientos cincuenta ejemplares en nueve años. A veces la explicación es ególatra: las buenas ideas suelen ser rechazadas por su época.

Primera edición de “El mundo
Primera edición de “El mundo como voluntad y representación”, publicada en diciembre de 1818 pero que salió con fecha de 1819. Vendió sólo 750 ejemplares en nueve años.

En las primeras páginas de ese libro, rompe con los esquemas teológicos. Lo hace de arranque, para cortar las cadenas del pensamiento, para marcar el terreno. "Innumerables bolas luminosas en el espacio infinito, alrededor de cada una de las cuales gira aproximadamente una docena de otras más pequeñas iluminadas por aquéllas, calientes en su interior y revestidas de una corteza endurecida y fría, sobre la cual una capa de humedad ha engendrado seres vivos y cognoscentes: ésta es la verdad empírica, lo real, el mundo". Es, entonces, el sol lo que calienta los planetas y estos, los que generan vida. Ya sin más, Schopenhauer se proclama ateo.

Volker Spierling es uno de los grandes especialistas en su obra. Nacido en Frankfurt, la ciudad donde Schopenhauer murió, se refirió en un artículo de 1984 a las múltiples provocaciones, empezando con la mayor, la total, la provocación cosmológica, que bien se explica en la cita anterior. Pero esta deriva y se ramifica en otras cuestiones, porque lo impregna todo. Por ejemplo, en la biología que, escribe Spierling, "en el año 1851, incluso antes que Darwin, formula que el hombre procede del mono, sin hacer las más mínimas concesiones a la teología". También la provocación psicológica que "se expresa en la nueva determinación de las relaciones entre la voluntad y el intelecto. La voluntad es el amo: el intelecto, el sirviente".

Pero si es como dice en el prólogo de El mundo como voluntad y representación, que "un sistema de pensamiento ha de tener una conexión arquitectónica", entonces hay que pensar su idea del amor dentro de su concepto de la especie. No se trata solamente de uno de los primeros filósofos en definirse como ateo, sino también en traer ideas de la filosofía oriental. Dice, por ejemplo, que "se puede afirmar con seguridad que quien es cruel con los animales no puede ser una buena persona" y que "el hombre no debe compasión a los animales, sino justicia". Para Schopenhauer el hombre es un animal y si algo lo diferencia es su capacidad para engendrar el mal, que no es otra cosa que un producto de su inteligencia. Sin ella, la maldad estaría ausente.

La belleza de la especie

El amor, entonces, es una trampa de la naturaleza, algo que percibimos como subjetivo pero tiene una objetividad: la voluntad de la especie. "En el entrecruzamiento de sus miradas preñadas de deseos enciéndese ya una vida nueva", dice sobre el romance, pero, ¿por qué, si el fin es reproducirse, algo que podría hacer casi con cualquiera, uno sólo se enamora de una persona? "Como no hay dos seres semejantes en absoluto, cada hombre debe buscar en cierta mujer las cualidades que mejor correspondan a sus cualidades propias, siempre desde el punto de vista de los hijos por nacer", explica.

Ese amor es el que nos lleva a elegir una pareja que contenga las características complementarias a las propias para, de ese modo, tener hijos más bellos, más fuertes, más sanos. "La apasionada búsqueda de la belleza —escribe—, el precio que se le concede, la selección que en ello se pone, no concierne, pues, al interés personal de quien elige, aun cuando así se lo figure él, sino evidentemente al interés del ser futuro, en el que importa mantener lo más posible íntegro y puro el tipo de la especie". Luego, para solidificar su argumentación, explica por qué la elección recae en la edad, la salud, el esqueleto, las carnes, la cara, etc.

Arthur Schopenhauer en 1859. Pintura
Arthur Schopenhauer en 1859. Pintura de Angilbert Göbel

¿Amar para procrear? Suena demasiado frío pero, para no hacer de esto una postura maximalista, vale esta respuesta: algo de lo que afirma Schopenhauer hay. Porque si bien uno podría pensar que deja afuera, por ejemplo, la homosexualidad o la infertilidad, hasta incluso los child free (los "sin hijos por elección"), lo que su planteo advierte es que esa voluntad de la especie funciona como una pulsión, más allá de que cada individuo logre (o quiera) reproducirse o no.

Casi dos siglos después, el personaje de Plataforma, la novela que el francés Michel Houellebecq publicó en 2001, se refiere al mercado sexual. Lo dice con firmeza: "Los criterios principales de la belleza física son la juventud, la ausencia de malformaciones y la conformidad general con las normas de la especie; y está claro que son universales". Ya no sería, aquí, en la ficción, una selección para procrear, pero sí valiéndose de ella.

Hoy, como cualquier producto, la belleza responde a las normas del consumo masivo. No hay dudas de que los estereotipos existen y que son construidos y reproducidos por los diferentes sectores de la sociedad. Umberto Eco sugería que es imposible pensar a la belleza como algo atemporal porque su valor es absoluto. Así como la Verdad y el Bien, los sistemas de valores se van modificando a lo largo de la historia. Pero, ¿existe algo que permanece invariable? Para Schopenhauer sí, y eso —nos guste o no— lo determina la especie y su permanencia.

La ceguera misógina

Arthur Schopenhauer era un misógino. Para él, la mujer ocupaba un rol secundario, de servidumbre. En Parerga y Paralipómena, uno de sus últimos libros, lo dice con todas las letras: "La mujer, por naturaleza, está destinada a obedecer (…) Ella necesita de un amo". ¿A qué se debe esta posición? Quizás su pensamiento crítico no pudo saltar la época y la naturalización de la opresión de la mujer. Quizás, pero también hay una anécdota familiar que puede echar algo de luz.

Cuando su padre se suicidó, su madre pudo liberarse de las cadenas conyugales que le quedaban. Johanna Henriette Schopenhauer era una escritora que formaba parte de las tertulias intelectuales de Weimar y fundó un conocido salón literario al que asistía, entre otros, Goethe. Un día, llevó a su casa a un tal Friedrich Müller von Gerstemberg, su amante. Cuando su hijo lo vio —Arthur rondaba los 18—, se ofendió y a partir de ahí su relación fue tirante, inestable, conflictiva. Se ve en sus cartas, parecían odiarse mutuamente: él no aceptaba la nueva vida de su madre, ella no pensaba perder las libertades que había conseguido.

Un joven Schopenahuer. Pintura de
Un joven Schopenahuer. Pintura de Ludwig Sigismund Ruhl, realizada entre 1815 y 1818

Algo de esto confirma El arte de tratar a las mujeres, un libro a cargo del filósofo italiano Franco Volpi que compila textos de Schopenhauer sobre la feminidad. En su introducción, Volpi dice: "Su difícil relación con la figura materna es probablemente el origen de su exacerbada misoginia y de la indefendible y casi caricaturesca imagen de la mujer que Schopenhauer pretende asentara sobre las bases metafísicas en su obra".

Tan enamorado

Hubo un momento que Gdansk era otra cosa. Antes de que fuera anexada a Polonia por el régimen nazi, incluso antes de que fuera un estado libre, esta ciudad hoy polaca alguna vez se llamó Danzig y perteneció al Reino de Prusia. En ese momento, un 22 de febrero de 1788, hace exactamente 230 años, nació Arthur Schopenhauer, un hombre que, pese a escribir tanto sobre amor, nunca se casó.

Nunca se casó, pero sí se enamoró, es decir, sintió en carne viva la pasión romántica, el influjo de la voluntad de la especie recorriéndole las venas. Su primer amor fue Caroline Jaggemann, una actriz del teatro de Weimar. La diferencia de edad —ella, mucho mayor— no era el único motivo que volvía imposible su relación, también sucedía que era la amante del Duque Carlos Augusto. Hubo también algunos amores fugaces, en Alemania y en Italia —uno de ellos le dio un hijo que murió al año de vida—, hasta que conoció a una bailarina berlinesa llamada Caroline Richter. Estuvieron varios años juntos, se quisieron mucho y estuvieron a punto de casarse. No lo hicieron porque, aparentemente, quedaron en el medio los hijos que ella tuvo con otro hombre, ya grandes. ¿Celos? ¿Indiferencia? ¿Apatía? ¿O habrá recibido de Carl, uno de los chicos de Caroline, el mismo odio que él le dio al amante de su madre?

Foto de Jacob Seib, en
Foto de Jacob Seib, en 1852

Lo cierto es que Schopenhauer, que se oponía al idealismo de Hegel —por ese entonces el gran filósofo oficial, además de muy popular—, debió partir a Frankfurt, solo y con el compromiso anulado. Y así se mantuvo hasta su muerte, sin otro amor que el de los romances furtivos y los encuentros recurrentes con sus amadas prostitutas. Disfrutó del sexo hasta sus últimos días —"Las relaciones sexuales son siempre el punto central y fundamental en toda la vida y la conducta del hombre", escribió— y en 1860 murió de un paro cardiorrespiratorio.

Un año antes, al escribir su testimonio, pensó en aquella mujer que tanto amó y ahora, con los años pesados sobre el cuerpo, sentía el arrepentimiento. Le dejó a Caroline Richter cinco mil táleros prusianos, una parte considerable de su fortuna, pero con una única condición: ese dinero era sólo para ella; no para su hijo Carl. Si ella decidió compartirla, eso nunca lo sabremos.

Las hojas muertas del árbol vivo

Hace algunos años, en las librerías de la calle Corrientes era frecuente encontrar un pequeño librito rosa de tapa dura —editado por Obelisco en 2005 y reeditado por Folio dos años después— de Schopenhauer titulado Metafísica del amor / Metafísica de la muerte. Allí estaba enarbolada toda la teoría del autor en torno al amor sexual, ese famoso capítulo de El mundo como voluntad y representación. Allí se agregaba la contracara de la vida y su lado más pesimista: si es en la voluntad de la especie donde reside la inmortalidad del ser, ¿qué sucede con la muerte individual de cada uno de nosotros, pequeños, ignotos e intercambiables ejemplares de la humanidad?

"Exigir la inmortalidad del individuo es querer perpetuar un error hasta el infinito. Porque, en el fondo, toda individualidad es un error especial, una equivocación, algo que no debiera existir; y el verdadero objetivo de la vida es librarnos de él", comienza en la primera página de su Metafísica de la muerte. Con la prosa poética y profunda que lo caracteriza —pocos filósofos les dan tanta importancia a las palabras como Schopenhauer—, le pregunta al lector: "¿Dónde se halla el amplio seno de la nada, preñado del mundo, que aún guarda las generaciones venideras? (…) ¿Dónde está esa nada, cuyo abismo temes?".

La respuesta que construye es breve y guarda analogía con, desde luego, la naturaleza. La humanidad como un gran árbol, cada vida como una hoja. "Reconoce, pues —le habla al lector, en las últimas líneas—, tu mismo ser en esa fuerza íntima, oculta, siempre activa, del árbol, que a través de todas sus generaciones de hojas no es atacado ni por el nacimiento ni por la muerte. ¿No sucede con las generaciones humanas como con las de las hojas?".

Caigamos todos en la trampa del amor

Quizás su misoginia, su pesimismo, su falta de fe, su eterna apatía con la sociedad y su biologicismo filosófico pongan a Schopenhauer del lado de los malos. Es posible que una época como la nuestra, tan habituada a los reduccionismos, prefiera olvidarlo. Sería un error imperdonable.

Foto de J. Schäfer, 1859
Foto de J. Schäfer, 1859

Para el filósofo Rüdiger Safranski, la virtud de su obra es enorme porque, "en contra de lo que era corriente en su época, su imagen del hombre no se esbozaba desde el espíritu, sino desde el cuerpo y las pulsiones, desde la biología. Con Schopenhauer se produce un giro biológico en la filosofía, una auténtica provocación para aquel tiempo".

Por su parte, el investigador español Mario Fernández Iglesias analizó en profundidad (y con densidad) la propuesta sobre el amor del filósofo alemán. Lo hizo para su tesis doctoral bajo el título Metafísica del amor sexual. De la verdad de Schopenhauer y la mentira del amor platónico. "Lo único que podemos explicar, o dar cuenta a través de la autoconciencia —escribe Fernández Iglesias—, es el impulso que gobierna el mundo y a nosotros mismos. Una pulsión ciega dirigida a la procreación, a la vida de la especie; una pulsión a la que no le importan las individualidades, sino la mera permanencia de la especie. Una pulsión que Schopenhauer denomina Voluntad y (…) que mantiene el orden o caos del universo; que es la esencia interior de todas las cosas; y que es una y siempre la misma".

¿Y entonces? ¿Vale la pena enamorarse, caer en las garras del amor, esa ficción que el universo nos propone? En el libro de 1991, Cómo leer a Schopenhauer, su autora, Alicia Puleo, lo rectifica. La persona enamorada que, pese a los caprichos sociales de la tradición, se juega por su amor, "sacrifica su bienestar a la perfección de la especie". El amor en Schopenhauer es lo más importante de la vida y, por consiguiente, de la humanidad, de la especie. Es lo que le da sentido a todo. Un sacrificio necesario y redentor. Es una trampa en la que debemos caer.

 

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