Madrid, enviado especial. A los cinco años, Rosa Montero enfermó de tuberculosis. La enfermedad supuso un quiebre en su infancia. Debió pasar mucho tiempo luchando contra un mal que, con frecuencia, tenía un desenlace mortal. La condenó a una niñez de reclusión y soledad; recién pudo ir a la escuela a los nueve años. Pero ya sabía leer —había aprendido con la madre cuando tenía tres— y los libros, entonces, se volvieron, a la vez, su compañía y su refugio.
"Los primeros cuentos de los que me acuerdo venían en una caja: uno era El gigante egoísta, de Oscar Wilde, había otro de Selma Lagerlöf y otros dos más que ya no recuerdo". Dice, ahora, en su casa de Madrid, con toda una vida de escritora a cuestas, con más de 30 libros publicados y miles de ejemplares vendidos. Está tirada cómodamente en un sillón y acaricia con descuido amoroso a una de sus dos perritas. Y cuando trae aquel recuerdo, por un instante brevísimo, deja que se asome la nena que jugaba con las palabras. Por ese tiempo también había empezado a inventar sus propias historias, que eran sobre unas ratitas que hablaban. "No sé vivir sin escribir", dice.
Autora de novelas, libros infantiles, recopilaciones periodísticas, se pueden mencionar, entre otros títulos: Bella y oscura, La loca de la casa, La ridícula idea de no volver a verte, Instrucciones para salvar el mundo, El corazón del Tártaro y La carne, que es su novela más reciente. En noviembre del año pasado, el Ministerio de Cultura de España le entregó el Premio Nacional de las Letras. Es un premio dotado de 40.000 euros, pero, antes que la importancia del dinero, representa la coronación de una gran trayectoria. Han recibido el Premio Nacional, por ejemplo, Juan Goytisolo, Ana María Matute y Rafael Sánchez Ferlosio; años después, todos ellos recibirían el Premio Cervantes.
El jurado destacó que en la obra de Montero se reconoce "la creación de un universo personal, cuya temática refleja sus compromisos vitales y existenciales, que ha sido calificado como la ética de la esperanza".
—¿Un premio de esta magnitud la llevó a preguntarse cómo seguir?
—Lo tengo clarísimo. Quiero seguir teniendo la emoción de la escritura. Madurar como novelista es muy curioso, porque vas siendo cada vez más libre. Hay dos cosas esenciales que se alcanzan con la madurez: la distancia con el objeto narrado y la libertad interior. Es muy difícil librarse de ideas como qué pensarán ciertas personas empezando por tu familia y tus editores; es muy difícil librarse de montones de represiones internas. Cuando era joven, con cada novela pensaba: "Bueno, esta novela es infinitamente mucho peor que cuando la imaginé —siempre salen peor, sobre todo cuando eres joven—, pero algún día escribiré la mejor novela jamás escrita". Esa ambición te permite ir subiendo. Pero, a medida que vas envejeciendo y te vas liberando, tienes que liberarte hasta del deseo de escribir un día la mejor novela jamás escrita. Tienes que llegar a dejarte atravesar por la historia, dejarte fluir. Tienes que borrar el yo, tienes que borrar los deseos del yo, borrar las ganas de vender, de recibir premios, de que te llame Fulanito, de escribir la gran novela. Tienes, simplemente, que bailar con la historia y volver a recuperar el fluir que tenías cuando empezabas a escribir cuentos de ratitas a los cinco años.
El tiempo no para
La casa de Rosa Montero mira al parque del Retiro, un gran pulmón verde en medio de la ciudad. Pero es de noche y todo el paisaje se ha vuelto un ojo oscuro. El hotel queda justo del otro lado y los conserjes recomiendan ir en taxi porque a esta hora el parque se llena de yonquis y rateros. Es la única vez que alguien hará referencia a la inseguridad en Madrid. Y será dicha así, como al pasar. De todas formas, llueve. Cae una llovizna helada que satura los colores de autos y paraguas.
Es imposible evitar la tentación de describir la casa de Montero: un living muy abierto que se conecta sin divisiones a la cocina, luces cálidas y muchísimas —da la impresión de que son más de un centenar— figuritas de salamandras. Las hay de todos colores y por todos lados: en la mesita de café, en un brazo del sillón, en una viga donde antes había una pared que tiró para que el ambiente fuera más amplio, en el piso, entre los estantes de la biblioteca. "Me las empezaron a regalar cuando me hice el tatuaje", dice, señalando la salamandra que tiene en el brazo derecho. Montero se hizo varios tatuajes: tiene la frase Ni pena ni miedo en la nuca, unos pajaritos en el brazo izquierdo, la ecuación de la teoría de la relatividad de Einstein E=MC2. "El tatuaje", dijo alguna vez, "es la única manera que tienes de hacer tuyo el cuerpo". Son marcas en la piel —en la carne— pero también son marcas en el tiempo.
El paso del tiempo es una de las grandes obsesiones de Rosa Montero —"Vivir es deshacerse en el tiempo", dice, "el tiempo es fugitivo y demoledor"—, al igual que la muerte y la memoria como construcción de la identidad. "Todos los escritores hablamos siempre de nuestras obsesiones, nuestras angustias, nuestros fantasmas", dice. "En cada novela intentas encontrar una nueva manera de contarte eso a tí mismo —porque, además, no escribes para enseñar nada, escribes para aprender. En cada novela intento encontrar una manera nueva de contar esos fantasmas y contármelos de la manera más profunda, más exacta y más bella".
—¿Tiene confianza en las palabras?
—Las palabras son poderosísimas, pero los malentendidos son infinitos. ¿Has leído Sapiens? Es un libro de Yuval Harari descomunal. Tiene una teoría sobre cómo nos ha hecho humanos el narrar historias. Es una tesis muy bonita. Yo creo que sí, somos lo que nos contamos. Lo que afecta al ser humano no es lo que le sucede sino lo que se dice a sí mismo sobre lo que le sucede. De ahí que todas las disciplinas terapéuticas utilicen la palabra: cambias el discurso y cambias tu vida, es así de simple. Luego, hay una cantidad de malentendidos constante. Creemos que nos entendemos, pero no nos entendemos un puto carajo.
Se han inventado las religiones para intentar explicar la muerte. Es inexplicable, es inadmisible, es insoportable
—¿Para qué escribir o leer, entonces?
—Primero, porque no puedes hacer otra cosa. Eres escritor si realmente necesitas escribir para soportar la vida. Segundo, como decía Pessoa, la literatura es la prueba inequívoca de que la vida no basta. Venimos a esta vida con millones de deseos, pero luego queda reducida a otra cosa. La vida, hasta la del hombre más grande y la mujer más grande, es infinitamente más pequeña que sus sueños. No podemos soportar el encierro de la vida sin el arte y sin la literatura, que nos permite vivir otras vidas aunque sean imaginarias. Necesitamos el consuelo de la belleza para sobrellevar el mal, el dolor y la muerte. Se han inventado las religiones para intentar explicar la muerte. Es inexplicable, es inadmisible, es insoportable.
Inconsciente colectivo
Por momentos, la entrevista se plantea casi como una clase de literatura. Montero dice: "Hay que conocer bien los límites de los géneros para transgredirlos. Gracias a nuestros padres y nuestras madres literarias ahora, en el siglo XXI, podemos escribir con una libertad enorme, entonces no nos vamos a encerrar en los malditos géneros".
Y dice: "Como narrador, tienes que llegar a ser un dios compasivo pero con un punto de indiferencia; tienes que dejar que los personajes pululen como los bichos en una gota de agua y ver qué pasa". Y también: "Hay dos vías principales para narrar: partir de tu propia vida pero alejarte tanto que la terminas viendo como si fuera la vida de otro —esto sería Proust y En busca del tiempo perdido— o partir de personajes y seres y situaciones que no tienen nada que ver contigo y llegar a sentirlas como tuyas —eso sería Flaubert con su Madame Bovary. Para la mayoría de los autores jóvenes, la mejor vía es la de Flaubert porque partir de la propia vida siendo muy joven es muy arriesgado, es difícil que tu pequeña vida no empequeñezca la novela".
A mediados del año pasado, Alfaguara publicó en España un libro —un cuaderno, en realidad— con breves consejos de escritura de Rosa Montero e ilustraciones de la artista plástica Paula Bonet. En uno de ellos dice: "El autor no es el narrador. Cuando menos presente esté el autor en un libro de ficción, mejor. Julio Ramón Ribeyro decía que una novela madura exige la muerte del autor. Una muerte metafórica, claro está. Tienes que borrar tu yo consciente y dejarte atravesar por el relato".
La escritura como el proceso de una voz inconsciente es una de las ideas rectoras de Montero: "en la novela", dice, "hablas de lo que no sabes que sabes, porque la novela sale del inconsciente, del mismo lugar donde nacen los sueños. Escribes novelas sin saber muy bien lo que estás escribiendo".
—¿Pasa lo mismo cuando uno lee?
—Pasa lo mismo, claro… [Se queda pensando] Es una gran pregunta que no me habían hecho antes. Lees de manera muy distinta cada género. El ensayo habla a tu cerebro, el periodismo a tu ser ciudadano que quiere informarse. La novela se lee con el inconsciente, por eso hay novelas que te prenden como los amores. A veces te enrollas con alguien a primera vista. Con una novela pasa lo mismo: te prende, te emociona, te irrita, y a lo mejor no sabes ni por qué. Son niveles muy distintos.
A medida que la gente envejece, por lo general, le va dejando de gustar leer novela. Quieren ver datos reales, que les parezca que han invertido el tiempo
—¿La novela no es racional?
—Pasa por otro lado; por eso el embeleso. Por eso, además, a medida que la gente envejece, por lo general, le va dejando de gustar leer novela. De alguna manera, su parte más niña, más inconsciente, más lúdica, se va petrificando. No tiene que ser así para todos y yo lucharé para que no sea para mí, pero le pasa a una gran mayoría de personas. Pierden la capacidad de meterse en la novela porque pierden la capacidad de dejarse herir en el inconsciente. "Para qué perder el tiempo con la novela". Quieren ver datos reales, que les parezca que han invertido el tiempo.
—Algunas veces, escritores ya grandes me han dicho que no leen a los jóvenes.
—Esa es una gran señal de envejecimiento. No todos los escritores siguen escribiendo bien hasta el final de sus días ni mucho menos. Muchos se van repitiendo. Como decía Bioy: la peor influencia es la de uno mismo. Y hay muchos que dicen: "No leo a los jóvenes, no hago más que leer clásicos". Bueno, me dice muy poco de ese escritor y de esa persona. Le pierdo el respeto al que dice eso.
No hay futuro
Dice que se siente más cerca de Bruna Husky —la protagonista de la saga de sus novelas Lágrimas en la lluvia y El peso del corazón, de la que está escribiendo una tercera entrega— que de la misantrópica Soledad de La carne. Dice que se dio cuenta de que todas sus novelas, pese a lo diferentes que son entre sí, mantienen una estructura similar en la que el protagonista atraviesa una prueba, una suerte de ordalía medieval, y alcanza una epifanía en la que, de alguna manera, se redime. Dice que la ciencia ficción es una herramienta metafórica poderosísima para hablar del aquí y del ahora y de lo que somos. Dice que su gran maestra Ursula K. Le Guin, que murió algunas semanas, merecía un lugar más preponderante en la historia de la literatura: "Ha sido veinte veces finalista del Nobel, pero nunca se lo iban a dar por la etiqueta de 'ciencia ficción'. Y yo creo que Los desposeídos es una de las grandes novelas del siglo XX. He tenido la suerte de conocerla y de tratarla durante 25 años. Era una mujer maravillosa y una escritora monumental".
Dice, también, que no es responsable de allanar el camino para otras escritoras. "Estoy feliz del empujón que está teniendo la deconstrucción del sexismo", dice, "y me parece maravilloso que en mi generación seamos muchas las modelos de gente más joven. Pero no me siento responsable. Me siento responsable de vivir mi vida lo más plena posible, lo más feliz posible y lo menos sexista posible. El sexismo, el machismo, es una ideología en la que se nos educa a todos y a todas. Las mujeres también caemos en ella. La deconstrucción del sexismo no es solo un tema de chicas y no es algo que nos importe solo a nosotras. Es un cambio radical de la sociedad. A principios del siglo XX, muchísimas universidades no dejaban estudiar a mujeres. Fue hace cien años, nada más. Y hasta mediados del siglo XX, no han podido votar en muchos sitios: en Francia fue recién en 1946, por ejemplo. Hemos hechos unos avances increíbles, pero son avances que también han hecho los hombres. Si no, esta sociedad sería imposible. Estamos hablando de algo que nos acepta a todos. Y cada vez más hombres lo tienen clarísimo.
—¿Se puede pensar en el futuro con optimismo?
—Yo creo que las cosas van hacia adelante, pero el progreso no es obligatorio. Las cosas van hacia adelante en lucha con las que van hacia atrás. Estamos en un momento peligrosísimo de regresión y retroceso de muchos valores, no solamente del sexismo, sino de valores democráticos que han tardado siglos en conquistarse. La historia avanza así: con dos pasos hacia adelante y uno atrás.
Yo creo que no me va a recordar nadie. Nos morimos y no hay posteridad. Ganar una posteridad es más difícil que ganarse la lotería
—¿Cómo le gustaría ser recordada?
—Yo creo que no me va a recordar nadie. Nos morimos y no hay posteridad. Ganar una posteridad es más difícil que ganarse la lotería. En un abrir y cerrar de ojos te mueres, y en otro abrir y cerrar de ojos se muere la generación siguiente y te mueres otra vez. Me gustaría que la gente que haya tenido relación conmigo me recuerde como buena persona, vital y honesta.
—¿No piensa en el lector futuro?
—Eso no existe. La posteridad es inalcanzable y está bien, además. Las novelas son sueños de la humanidad y los escritores somos los mediums que soñamos esos sueños. Y morimos cuando muere nuestra generación.
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