Fernando Aramburu, autor de la monumental novela 'Patria': "Matar por un ideal es un asesinato, es un crimen"

De visita en Argentina, el premiado novelista español habló con Infobae sobre su exitoso libro, que cuenta en clave de ficción el conflicto vasco en una trama plena de matices y sensibilidad. Sobre el presente de ese conflicto, aseguró: "Hay un dolor que no terminó, pero se dan las condiciones para ir creando de una manera razonable y serena lo que podemos llamar la convivencia"

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Resulta tímido y hasta casi parco. Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) se pone feliz cuando le digo que vengo del País Vasco y, claro, terminamos hablando de la maravilla de la comida de allí. "Un buen bacalao, si se esmera el cocinero con su salsa, es inolvidable", me dice. Todo el tiempo resalta que es lindo caminar por su San Sebastián, linda, ordenada y hoy "libre de pintadas agresivas". Aramburu vive hace años en Hannover, Alemania.

Patria (Tusquets) es una novela magistral, que en más de seiscientas páginas cuenta el conflicto vasco a través de la historia de dos familias amigas que en cierto momento se vuelven enemigas, siguiendo la ley de una grieta inevitable entre los vascos: en una de ellas hay una víctima del terrorismo, en la otra, un terrorista. Los personajes principales son seres complejos e inolvidables y quienes sostienen la trama son Miren y Bittori, las madres de ambas familias, amigas históricas y enfrentadas desde que el terror y la muerte se cruzaron en sus vidas.

Cuando terminamos la nota, dice que le fascina que me haya detenido en Gorka, un personaje entrañable de su impresionante novela en el que no todos reparan, asegura. Parece meticuloso. No hay un solo ejemplar de Patria a su alrededor.

Salvo el mío.

“Patria”, la gran novela de
“Patria”, la gran novela de Aramburu

— ¿Cómo se lleva con el éxito?

— Procuro llevarlo con serenidad. No tengo quince años, Patria no es la primera novela que escribo. El éxito me ha sacado del escritorio, no paro de viajar, pero no me gustaría que me cambiase o que interfiriera de manera negativa en mis proyectos literarios que, por supuesto, continúan.

— ¿Qué es el éxito?

— El éxito es algo que deciden los demás. Y que no tiene una explicación exclusivamente literaria, por eso creo que hay que precaverse un poco contra él. Es también un riesgo, el riesgo que uno termine no reconociéndose delante del espejo. El éxito es un malentendido, es un viento que un día sopla y que otro día dejará de soplar. Y en ningún caso me parece que sea o deba ser un horizonte, no es un lugar al que uno deba encaminarse. Y por supuesto que la vida no se detiene en el momento del éxito.

— ¿Usted siente que ya con tantas ediciones y con tanto éxito su novela describe o explica el conflicto vasco?

— No creo que mi libro explique el conflicto vasco. Yo no creo que un período histórico se pueda conservar, retener, plasmar en un libro. Mi libro simplemente describe vidas privadas de personajes sencillos en un paisaje cotidiano. Y es el lector el que con su capacidad interpretativa puede llegar a convencerse de que se le ha explicado algo. Mi libro es una novela, ni más ni menos.

— Siento que con sus personajes no pretende juzgar, no pretende hacer juicios de valores.

— Bueno, mi objetivo principal era escribir una buena novela –dicho sea esto con la modestia que debería caracterizarme–, y entonces yo me juego la carta literaria. Yo sé que si intervengo con mis opiniones voy a estropear mi novela porque voy a hacer que los personajes sean recipientes de ideas, de opiniones, de pareceres, o voy a hacer que su comportamiento esté determinado por algún tipo de tesis, y esto no lo quería, yo quería simplemente mostrar y contar.

También tuve trece, catorce, quince años y estuve expuesto con otros compañeros de colegio o del barrio al adoctrinamiento, que era perceptible, que estaba en la calle, que estaba combinado con la presión grupal.

— En alguna entrevista leí que usted decía que, siendo contemporáneo con el clímax del conflicto vasco, usted mismo podría haber formado parte de ETA.

— Sí. También tuve trece, catorce, quince años y estuve expuesto con otros compañeros de colegio o del barrio al adoctrinamiento, que era perceptible, que estaba en la calle, que estaba combinado con la presión grupal. Afortunadamente la opción de la violencia nunca me sedujo por razones diversas. Entiendo que la afición que le tomé a los libros a edad muy temprana me vacunó contra la sacralización del espacio de los afectos, lo que otros llaman la patria. Yo fui educado además en el afecto, en mi casa había cariño, nunca me dijeron que tuviera que absolutizar mis convicciones ni tratar de imponérselas a los demás. Mi padre era un hombre con un continuo sentido del humor, y el sentido del humor es incompatible con la solemnidad y con el fanatismo. Es decir, me crié en este clima que francamente no era favorecedor de posturas fanáticas.

— Me detengo un segundo en esto: ni el sentido del humor ni la duda pueden ser amigos del fanatismo.

— No, el fanático no duda, el fanático tiene una vía y va por la vía, pase lo que pase, y los demás se supone que también tienen que ir por la vía. Éste es el fanático; el fanático no relativiza, no admite la duda, no admite el matiz, no admite la pérdida de tiempo que pueda suponer el humor, el chiste, lo que desvía de su idea fija, ¿no? No me gusta para nada eso. Además, es muy poco productivo el fanatismo; el fanatismo ya soluciona una cuestión determinada desde el principio.

(Martín Rosenzveig)
(Martín Rosenzveig)

— ¿Cómo vive como hombre, como vasco, como español, como europeo, el fanatismo religioso que se instala día a día?

— Bueno, me preocupa mucho vivir rodeado de personas fanáticas, de hecho las evito. Por fortuna vivo en un país muy tolerante, liberal, como Alemania. De hecho es un país que tuvo una historia atroz de discriminación, de persecución, y ahora el péndulo está en el otro extremo, un país que se ha abierto, que ha acogido en el espacio de los años a 1.200.000 refugiados, lo cual no deja de ser problemático para la vida cotidiana, como se puede demostrar cuando uno está allá. Yo prefiero naturalmente esta postura que humaniza al otro, que lo respeta en su dignidad humana, ¿no? Me parece además que en un ambiente de este tipo es más fácil el desarrollo de la calidad de la persona. Se puede respirar en estos momentos en un país como Alemania.

— Me contaba recién que recorrió el País Vasco hace muy poco. ¿Cómo sintió caminar por las calles de San Sebastián sin aquel temor de un ómnibus con una molotov o de un atentado?

— La diferencia es enorme y, desde luego, es aliviador caminar por mi ciudad natal y comprobar que las paredes están limpias, que no están pintarrajeadas con eslóganes, con amenazas. Es agradable que la tarde decline y no ardan dos, tres autobuses. Bueno, entiendo que estamos en una democracia, infinitamente mejor que los niños se desarrollen en un clima de normalidad. Esto es muy agradable verdaderamente. No me precipitaría a tildarlo de paz puesto que todavía hay heridas abiertas; hay un dolor que no terminó, pero se dan, vamos a decir, las condiciones para ir creando de una manera razonable y serena lo que podemos llamar la convivencia. Es decir, para crear una sociedad donde los ciudadanos puedan estar juntos aunque no opinen igual, aunque tengan distintas sensibilidades o creencias.

— Siento que en su novela los personajes, y particularmente los hijos de las dos familias, transitan por el dilema de la reconciliación. ¿Existe la posibilidad de reconciliación frente a los fanáticos?

— Bueno, si siguen siendo fanáticos es prácticamente imposible que exista la posibilidad de la convivencia. No me gusta el término reconciliación puesto que presupone que con anterioridad hubo lazos afectivos que se rompieron. Yo no creo que hubieran esos lazos, salvo en niveles personales o individuales. En esos niveles sí es posible la reconciliación, para lo cual quien tuvo el papel de víctima ha de mostrar generosidad o capacidad de perdón y el agresor ha de mostrar que se ha humanizado, que es capaz de solicitar humildemente que se le perdone. Es el mayor rasgo de reparación posible. En un ámbito estrictamente individual, creo que es posible y se ha dado. Lo que ocurre es que no tiene por qué ocurrir esto en medio de la plaza pública, ante fotógrafos y cámaras de televisión. Creo que esto desvirtuaría la posible reconciliación de las personas.

— Antes de que usted llegara a nuestro país, hubo aquí, en Argentina, una discusión sobre este tema y un dirigente político planteó una suerte de reconciliación por los 70 a la sudafricana, donde sí hubo exposiciones públicas de reconocimiento de homicidios y de víctimas y victimarios. ¿Se imagina que eso puede funcionar como un modo de saldar la historia?

— Lo dudo, lo dudo. Yo creo que la historia es irreparable, lo que ocurre ocurrió. Si a una familia le arrebataron al padre en un tiroteo o con una bomba no lo van a recuperar jamás. La historia no se puede corregir, lo que se puede es cambiar el futuro o crear un futuro más apacible en el cual las personas puedan vivir de una manera más sosegada y desarrollarse más positivamente. Tengo una desconfianza instintiva cada vez que oigo a un político tratar asuntos morales o emocionales porque dudo mucho que no hable desde el interés político. Entonces, cuando un político se llena la boca de palabras amables, imita al predicador de turno y habla de perdón y de reconciliación tengo cierta desconfianza. Aunque no niego que tenga la capacidad de opinar sobre esta cuestión. Postulo desde hace largo tiempo otro tipo de discurso. A mí me gusta cuando los escritores, o los músicos, o los filósofos, también intervienen con sus criterios y sus puntos de vista en las cuestiones sociales y lo hacen no con la esperanza de obtener votos o de sacar réditos electorales sino simplemente porque tienen un punto de vista y tienen cierta capacidad de reflexión y ofrecen un determinado discurso. Esto me gusta bastante. En todo caso, me merecen mayor confianza que cuando el político profesional intenta dictar nuestros modos de vida. Y nuestras maneras de pensamiento.

— Y cómo no sucumbir al riesgo de politizar a los artistas o politizar a los filósofos. Digamos, que no tomen los vicios que usted marcaba en los políticos.  

— Bueno, creo que el artista o el intelectual, el escritor, el pintor, el cineasta, hacen bien cuando opinan libremente. En todo caso, si se equivocan, se equivocan de una manera personal, no tienen responsabilidad legislativa, no hacen daño a nadie. En ocasiones he leído opiniones de algún intelectual con las que no coincido pero noto que me ayudan a situarme en un determinado problema o ante un asunto que yo no había terminado de comprender. Entonces escucho lo que afirman, no me convencen pero me sitúan ante el problema y entonces noto que me están ayudando. A mí eso me parece muy valioso, de hecho no es extraño que la clase política intente tomar el control de los medios de comunicación para apoderarse del relato, naturalmente. Creo que contra esto seguimos teniendo la esperanza de lo que tradicionalmente se llamó el librepensador, el pensador que va por su cuenta. El que dice lo que piensa en sus libros, en sus intervenciones públicas.

Imagen de una conferencia de
Imagen de una conferencia de prensa de ETA (Getty)

— Me parece muy interesante, la palabra "relato" en la Argentina tiene un peso muy particular porque ha sido de una discusión en los últimos doce años. ¿Mira con atención la política argentina? ¿Tiene posición?

— No soy un especialista en la política argentina. Claro, ahora estoy en la Argentina y me estoy interesando de una manera intensa por la vida política argentina. Pero no estoy en condiciones de dar lecciones a nadie y mucho menos a argentinos. O sea, mi curiosidad no tiene límites, mi deseo de aprender tampoco. Pero yo sé la historia reciente que han tenido ustedes, soy consciente de que hay una grieta social. Nosotros la llamamos fractura, ustedes la llaman grieta, pero creo que la idea es la misma, es el hecho de que se establece una convicción general sobre la cual las ideas, las abstracciones, están por delante de la dignidad humana. Y allá donde se produce eso hay discrepancia social o se acumulan tensiones. Y esto es contraproducente, es muy negativo para la vida social. De hecho también lo aprendí de joven, a juzgar las ideas, las filosofías, las convicciones post resultados. No por el hecho de que sean atractivas o convincentes sino por la circunstancia de si aportan bienestar a los seres humanos concretos.

— ¿La grieta se salda o es inevitable la intolerancia del pensar?

— No, bueno, la grieta se salda porque nosotros también nos saldamos desde que somos pasajeros y dentro de ochenta años no estaremos acá y habrá otros argentinos con otras grietas probablemente, ¿no? El tiempo hace su labor. Es que hace falta mucha valentía y mucha humildad para cerrar las grietas, las heridas sociales. Y el político, salvo excepciones, pues está en el poder un segmento de años y después desaparece, viene otro con otros intereses y otros discursos. Es imposible que donde haya seres humanos no haya conflictos, grietas, problemas, fracturas. Hay antídotos naturalmente, pongamos por ejemplo la cultura o la educación, y todas aquellas actividades que serenan a la persona, que la hacen más compleja, más sosegada y más pensativa.

— Retomo algo que usted había dicho. Los librepensadores, como la expresión de la duda y la curiosidad: eso combate la grieta. Digamos, el pensar libremente y el pensar que el otro puede tener una parte de la razón es un modo.

— Naturalmente, puesto que aquellos que están en condiciones de pensar y de establecer sus propios criterios son ciudadanos independientes. Yo recuerdo que al principio de mi estancia en Alemania, cuando ingresé en el sistema educativo alemán, el inspector nos insistía en que nuestra tarea era ayudar a los niños a ser alguna vez ciudadanos independientes, insistían en esta idea. ¿Qué es un ciudadano independiente? Uno que piensa por su cuenta, que establece sus propios criterios, que tiene nociones para entender e interpretar la realidad. No un ciudadano manejable, engañable fácilmente. No un borrego o una oveja del rebaño. Y esto es posible si el ciudadano logra el dominio del discurso, si domina las palabras. Y, por tanto, hacen bien aquellos que difunden la afición por la lectura o la visita a los museos, el gusto por las artes o por las humanidades. Es mi principal preocupación la difusión de las humanidades, de todas aquellas actividades que nos enriquecen por dentro, que nos conceden una mirada, que nos dan criterios, que nos incentivan a nosotros el gusto estético, y que nos hacen críticos frente al discurso del político profesional.

Aramburu solo cree en la
Aramburu solo cree en la reconciliación personal. Desconfía de los políticos que hablan del tema (Martín Rosenzveig)

— ¿Qué es la cuestión vasca hoy, en 2018?

— Bueno, la cuestión vasca es antigua y perdura, y perdurará. Yo la comparo con una llama que es regulable; es una llama que podríamos denominar nacionalismo y que tiene diversas intensidades. En décadas pasadas la llama estaba muy fuerte, muy intensa; ahora está más bien baja y entonces da lugar a un tipo de sociedad en la cual los ciudadanos pues están más o menos de acuerdo en que las cuestiones sociales o políticas se deben resolver en las instituciones o en los parlamentos, a donde van los representantes elegidos por el pueblo para que, se supone, mejoren la vida de los ciudadanos. Entonces, el hecho que la llama nacionalismo, que nunca se apagará, esté en un grado bajo hace que la vida social también sea más tranquila, más sosegada. Y, de hecho, el País Vasco ha capeado la crisis económica en la que todavía está inmersa España de una manera bastante aceptable.

— ¿Se enamoró de alguno de sus personajes?

— Bueno, mi relación con los personajes es la relación del escritor con sus figuras de ficción. Entonces, hay un personaje que a mí me generaba mucha novela, de manera que es mi personaje favorito. Al cual le estoy agradecido porque cada vez que intervenía me generaba episodios, daba lugar a escenas que a mí me parecían interesantes. Este personaje es Arantxa, una mujer joven a la que un ictus condena a la silla de ruedas y la pobre no tiene capacidad de expresión, se comunica con un iPad, pero es un personaje que no se derrumba, que además actúa de puente entre las dos familias enemistadas, y, sobre todo, entre las dos madres, tan tozudas ellas, ¿no? Es un personaje por el que yo sentí una especial predilección, hasta el punto de que cuando me tocaba escribir sobre ella, notaba una vibración de gusto en los dedos.  

Patria es una novela de mujeres, claramente por estas dos madres, por Arantxa, hasta por la misma mujer que asiste a Arantxa, que me parece que es un personaje delicioso. Pero, sin embargo, yo encuentro que hay un personaje especialmente sutil y conmovedor que es Gorka, este joven lector, ávido por conocer, defensor de su tradición pero no violento, segregado o discriminado por ser gay. ¿Qué quiso contar con ese personaje?

— Bueno, tengo que decir que yo no ideé a los personajes para que cumplan una función determinada. Gorka está ahí y es como es. Está sometido a las mismas condiciones familiares y sociales que su hermano Joxe Mari, que ingresa en ETA. Pero Gorka no ingresa en ETA, Gorka toma otro camino que casualmente es el camino que yo tomé también a la misma edad, es el camino de los libros, de la literatura, del gusto por los bienes culturales. Gorka, como yo en su día, también se va del pueblo. Creo que intuye, no creo porque yo lo narro explicando, en mi novela no hay notas a pie de página donde se explique por qué el personaje dice esto o hace lo otro. Pero yo también me alejé a una edad parecida de mi tierra natal. Me parecía que mi tierra era como una cárcel de algún modo, como un lugar que me constreñía, tenía la sensación –con dieciocho años– de que ya lo había visto todo y que en adelante todo sería una repetición de lo que ya había visto. Quizás puse en Gorka algo de mí en este sentido, ¿no? En esta esperanza que tengo en que la cultura puede realmente liberar a las personas, hacerlas libres. O por lo menos libres en su intimidad. Si tuvieron la mala suerte de vivir en una dictadura pues claro, qué van a hacer los pobres, ¿no? Pero ahora vi que se crean un espacio, un espacio mental propio y una sensibilidad también propia que les hace la vida más tolerable. Y si hay un personaje entre los nueve protagonistas de mi libro que realmente logra chupar un poco de felicidad es Gorka.

— Sin la menor duda. ¿Y qué siente usted desde la perspectiva de Gorka por aquel Joxe Mari que sigue defendiendo, hasta donde sea, que matar era un modo de defender el País Vasco?

— Bueno, el editor me tiene prohibido develar la trama (risas), pero es inevitable hacerlo, de hecho lo voy a hacer a continuación (risas). Bien, Gorka visita no con muchas ganas a su hermano en la cárcel y tiene un desencuentro muy grande con él. Gorka teme a su hermano, toda su vida ha estado temiéndolo. Además, los dos compartían dormitorio. La presencia de Joxe Mari era muy potente, muy grande, muy invasiva.

— Hasta físicamente, ¿no?

— Sí, incluso físicamente para Gorka, Joxe Mari se mofaba de sus inquietudes literarias, aunque después, por medio de otros amigos, Joxe Mari empieza a reconocer en él algunos valores. Yo creo que Gorka tuvo buen olfato, supo interpretar la realidad mejor que su hermano. En un momento determinado, como es débil de carácter, pues cede y participa en algunas acciones, manifestaciones, en algunos actos de quemas de banderas, etcétera, pero no lo hace con pleno convencimiento, lo hace porque no le queda más remedio. No le queda más remedio que dejarse ver con las organizaciones del pueblo. Pero tan pronto como es posible, se marcha y va a lo suyo, a los libros, a aquello que realmente le causa deleite. No todo el mundo ha sabido interpretar el personaje de Gorka. Yo le tengo una particular simpatía.   

— Yo estoy especialmente enamorado de ese personaje, probablemente sea el que más me ha impactado. Para que el editor no se enoje, salgamos de Patria, salgamos del pueblo, salgamos de las dos familias, salgamos de las dos mujeres. ¿Matar por un ideal es…?

— Matar por un ideal es un asesinato, es un crimen. O sea, no se puede, no se puede hacer nada bueno en esta vida haciendo daño a los demás. Esto es imposible. Además ¿qué es un ideal? ¿Por qué un ideal es valioso? ¿Por qué hay que imponer un ideal? A mí nunca nadie me ha sabido responder esto. ¿Acaso nacemos con un ideal? ¿Nacemos con una pistola? No nacemos con nada, nacemos desnudos. Y todo, empezando por el idioma o las creencias religiosas, todo nos lo han inducido. No hay otra posibilidad, uno va al colegio, le transmiten una serie de valores, lo adoctrinan. Y un ideal también se inocula. El fanático en realidad es una persona que tiene un cerebro conquistado, le han inoculado una verdad a tal punto que puede cometer los mayores crímenes pensando que está haciendo algo bueno. Como el terrorista de ISIS que se inmola en la plaza pública convencido de que cinco minutos después va a ir al cielo y va a poder disfrutar de veinticinco vírgenes, que no sé de qué le van a servir pero en fin. Es decir, es una locura inducida y que a mí no me parece realmente que contribuya para nada a que nuestro paso por la vida sea grato ni mínimamente grato.

El fanático en realidad es una persona que tiene un cerebro conquistado, le han inoculado una verdad a tal punto que puede cometer los mayores crímenes pensando que está haciendo algo bueno.

— Casi para ir cerrando y antes de hablar de algunas cuestiones personales, si me admite el sobreentendido entendería que no me contestara, pero para los que hemos leído la novela y sin decir nada, ¿fue él?

— No, no fue él. Creo que está explícito. No se atrevió. Lo derrumbó la mirada del otro. No es su objetivo. Cometió un error de militante que fue mirar a los ojos de su víctima.

— "En aquella tarde lluviosa y…"

— "Entonces, al mirar a los ojos de su víctima no le quedó más remedio que ver su humanidad y ya no era un enemigo, ya era una persona. Y no se atrevió".

— ¿Por qué hay que leer?

— No soy partidario de que haya que leer obligatoriamente. Aunque creo que soy un hipócrita al decir esto porque a mí me obligaron a leer, yo ingresé en la literatura porque en el colegio me obligaron a leer. De hecho el primer libro que tuve que leer, El lazarillo de Tormes, me supuso una bofetada del profesor. Yo agradezco ahora esta bofetada pero no la puedo justificar pedagógicamente. Creo que hay que leer porque creo que es mejor pasar la vida siendo mínimamente libre, siendo dueño de las propias palabras que uno usa, ¿no? Y porque la vida de todos modos nos va a dar unos palos seguros y la lectura, pues, es un deleite, es un placer.

— Siempre tengo la impresión de que en estos tiempos de la híper conexión alguien pasa por YouTube y encuentra esta entrevista y por algún motivo que no sabremos jamás explicar se quedó hasta este momento y jamás ha leído nada. Sedúzcalo para que lea algo: ¿qué debería leer?

— Bueno, si esta persona, vamos a decir, tuviera más de treinta años francamente creo que desistiría del intento de convencerla para que leyese. Es que a mí me parece que la lectura es tan claramente positiva para el desarrollo de la persona que no me explico que realmente una persona que haya probado la lectura no continúe en ella. Quien dice la lectura dice la visión de películas, es decir, todos aquellos bienes culturales que amplían nuestro mundo, que nos permiten adoptar otras perspectivas, que nos ponen en contacto con la belleza, con la armonía, con la profundidad del pensamiento. Los libros son cajas que están llenas precisamente de todo esto que estoy diciendo.

— Bueno, yo le voy a recomendar a ese lector, aunque sea mayor de treinta años, que lea su libro porque cuenta con la bendición poco frecuente de ser un libro interesante, atractivo, y que nos ayuda a ser más libres. Gracias por habernos recibido.

 

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