Durante décadas, la mayoría de los críticos elegían El Ciudadano como la mejor película de la historia. Si bien la opera prima de Orson Welles es muchas cosas, tensa la cuerda de la relación entre dos fuerzas centrales del siglo XX: el periodismo y el cine. Esa relación fue central en las dos primeras décadas del sonoro en Hollywood: el periodista era el hombre moderno, el aventurero en tierra civil por definición. El periodista era -es- el hombre del presente en constante movimiento, y el cine es el arte del movimiento. Ambos se complementan.
De allí que haya muchas comedias sobre y con periodistas en los años treinta. Sucedió una noche, de Frank Capra; Pecadora equivocada (horrendo título argentino para The Philadelphia Story, de George Cukor); o Ayuno de amor, de Howard Hawks -segunda adaptación de esa gran obra de Ben Hetch y Charles McArthur que tuvo al menos cuatro versiones en la pantalla-, son ejemplos. En todas, el periodista es vivaz, irónico, un poco inescrupuloso en sus métodos pero siempre noble y del lado de la verdad y la justicia. Eran las épocas en las que no se dudaba de los periodistas porque no se podían falsear los hechos: existía el cine y las imágenes eran incontrovertibles.
Vean el falso noticiero cinematográfico "News on the March" al principio de El Ciudadano. Allí la imagen mostraba contradicciones, torpezas, pecados y errores -también aciertos- del magnate de la prensa Charles Foster Kane. El cine en directo (falso) resumía lo que luego es la película: alguien tan desesperado por conseguir el amor de todo el mundo que usa sus medios para manipular opiniones. Pero no lo logra. Esta ficción demuestra algo que era sencillo: la imagen-documento, al mostrar lo real, contrapesa al Poder. El Ciudadano es una síntesis de cómo ha vivido ese matrimonio de la información y la imagen durante el siglo XX. La película, al mismo tiempo, es quizás la primera obra del cine moderno: le dice al espectador "miren, soy una cosa falsa, no es necesario que crean que la pantalla es una ventana, soy puro artificio". Otra manera de cuestionar el poder, en este caso el de las imágenes.
La revolución digital es un quiebre gigantesco en la Historia porque ya no existe documento que no pueda manipularse. Cuando Forrest Gump le dio la mano a John F. Kennedy y lo creímos, se acabó la idea de la imagen realista e indiscutible. Se podía falsear el más inmediato de los documentos. La realidad empezó a tornarse, pixels mediante, la de Matrix. Así, todo se ha vuelto opinable. Quizás sea bueno pensar la crisis del periodismo desde allí: es la realidad la que está en crisis. Sin embargo, el verdadero periodismo sigue funcionando con las mismas herramientas del principio: paciencia, preguntas, desprejuicio y datos concretos.
Las verdaderas películas sobre periodismo, justamente, giran alrededor del problema básico: el del poder del Cuarto Poder. Esta semana se estrena The Post, el film de Steven Spielberg nominado al Oscar que cuenta cómo The Washington Post dio a conocer los llamados Papeles del Pentágono, una investigación encargada por Robert McNamara, secretario de Defensa de los EE.UU. bajo Kennedy y Lyndon Johnson. Esos papeles decían que el gobierno norteamericano siempre supo que no podía ganar la guerra de Vietnam y que le mintió al público durante años, enviando a la muerte a miles de jóvenes. El dilema consiste en si los periodistas debían desobedecer una orden judicial y dar a conocer algo que el público debe saber o callar en pos de sostener el negocio periodístico. Ese dilema es, en tiempos donde la información se vuelve lábil y los medios no entienden aún cómo sostenerse, sustancial. La respuesta de Spielberg es optimista: el pueblo tiene derecho a saber y el periodismo, la obligación de informar, sin importar a quién afecta la información, especialmente si el afectado es el poder.
A la hora de revisar el vínculo, van algunos títulos que permiten comprender los dilemas derivados de la profesión. No es fácil elegir, pero las que siguen son las que, además, incluyen una verdadera teoría del periodismo, incluso una deontología. Además son buenas películas.
Una lista de imperdibles del género
Violación en primera plana (Marco Bellocchio, 1972)
Un caso policial -la violación y asesinato de una chica-, es utilizado por un diario de derecha de Milán. Colocan la noticia en primera plana y acusan del crimen a un joven de izquierda. El fin consiste en aprovechar el caso para direccionar, una semana antes de las elecciones, el voto hacia la derecha. Más allá del contexto político, Bellocchio trabaja sobre el ocultamiento de la verdad y la construcción de una sospecha que ocupa el lugar de una certeza. Es un film sanguíneo, un exponente típico del cine político italiano de esos años. Pero muestra algo que va más allá de su época: el poder del discurso, de la manipulación a través de la palabra.
Todos los hombres del presidente (Alan Pakula, 1976)
Lo bueno de este clásico donde Robert Redoford y Dustin Hoffman interpretan a Bob Woodward y Carl Bernstein -los periodistas del Washington Post que descubrieron y revelaron el caso Watergate- es que carece de todo sentimentalismo, de todo efecto dramático, de todo subrayado. Lo que hace el director Alan Pakula (lejos es su mejor película) es poner a dos actores a quienes siempre es un gusto ver a hacer el trabajo que debe hacer un periodista. Y entonces entendemos de qué se trata el asunto, cuáles son los riesgos y las responsabilidades de publicar noticias. Lo más parecido a una crónica que hizo el cine de ficción en los setenta.
El año en que vivimos en peligro (Peter Weir, 1982)
Me incluyo entre los críticos que consideran esta película como una de las obras maestras del australiano Peter Weir por muchas razones. Pero respecto del periodismo, es interesante cómo muestra el mundo de los corresponsales o enviados especiales (aquí el protagonista, Mel Gibson, es un recién llegado sin demasiada experiencia a la Indonesia del golpe contra Sukarno) sin ningún glamour, incluso como un sálvese quien pueda. En un punto del film, Guy Hamilton -el personaje de Gibson- tiene una información que puede salvar vidas o darle gloria periodística, pero no ambas cosas a la vez. En ese punto, es un film sobre otro dato que solemos soslayar: el periodismo lo hacen personas con vicios y virtudes.
Bajo fuego (Roger Spottiswoode, 1983)
Se la recuerda poco, pero es otro gran film sobre corresponsales, en este caso en la Nicaragua de la caída de Somoza. Nick Nolte es un fotorreportero y los rebeldes lo contactan para que fotografíe a su líder, de quien el Gobierno dice que está muerto. En ese sentido, es una película simétrica a la anterior: aquí registrar como verdadero algo falso (efectivamente el revolucionario ha muerto, pero se pide que se lo fotografíe como si estuviera vivo) puede ser un acto de justicia. De paso, pone también en entredicho la validez de la imagen como documento. Vista hoy, no dejaría de ser polémica la decisión "militante" del protagonista.
El árbol, el alcalde y la mediateca (Eric Rohmer, 1993)
Eric Rohmer ha tocado la política muchas veces, aunque en general lo ha hecho de modo más sutil que desde la declamación: lo que le interesa siempre es el dilema moral. Aquí el alcalde de un pueblo francés quiere construir una mediateca. Habla con una amiga periodista para que instale la necesidad de hacerla pero ella hace su trabajo demasiado bien: consulta a quien se opone al proyecto, lo que genera un conflicto. Rohmer recuerda algo que solemos olvidar: como cualquier persona, un periodista no es objetivo, pero tiene la obligación de ser ecuánime. Y es el receptor de la información el que decide.
El diario (Ron Howard 1994)
Esta comedia pasó un poco inadvertida. Hay un editor (Michael Keaton) que quiere dejar el diario más bien amarillo en el que trabaja justo cuando aparece un notición: dos blancos asesinados por dos jóvenes negros. Su jefa (una terrible y genial Glenn Close) quiere publicar esa nota, pero hay dudas. Aparecen datos nuevos: los blancos son banqueros vinculados a la mafia y los pibes detenidos son inocentes. El tironeo en esas horas entre editor, cronistas y dueña del medio es terrible, pero lo que destaca es por qué se dedican a ese trabajo: es noble y también es divertido. Claro que nuestro héroe se queda en el diario chico.
El informante (Michael Mann, 1999)
El film se basa en un hecho real: cómo el productor periodístico de 60 Minutos -el gran programa de investigación periodística americano-, Lowell Bergman (Al Pacino) logra que el químico Jeffrey Wigand (Russell Crowe) diga que las tabacaleras mintieron en el juicio que se hizo en su contra: sabían que el cigarrillo causaba cáncer. Lo más importante aquí es la idea de la confianza de la fuente y cómo no debe ser traicionada jamás, incluso cuando hay interferencias económicas terribles. Probablemente sea el mejor film sobre la tarea real de difundir noticias.
Crimen verdadero (Clint Eastwood, 1999)
La película transcurre en menos de un día. Hay un tipo a punto de ser ejecutado, le encargan la crónica a un periodista bastante poco empático (el propio Clint) y de a poco descubre que quizás el condenado sea inocente. Hay algo interesante: Clint es pésimo ex marido, padre desaprensivo, un poco pedante y un poco antipático. Y es a propósito: tenemos que ponernos de parte de un tipo más bien desagradable cuando la verdad es un imperativo. Una gran película contra el ad hominem.
Breaking News (Johnnie To, 2004)
Después de un virtuoso y genial plano secuencia de siete minutos, la policía en Hong Kong se ve superada por la mafia. A la par de buscar a los criminales, se contrata a un grupo de TV para que difunda el accionar policial y lave su imagen. Problema: el jefe mafioso difunde al mismo tiempo imágenes de errores y fracasos policiales. To habla del cine -las imágenes valen en el relato por su relación con las demás, no por sí mismas- y de la comunicación -un mismo hecho, según cómo se mire, tiene muchas interpretaciones. Pero deja claro algo: la línea moral queda clara y toda manipulación de la información tiene un límite.
Buenas noches, y buena suerte (George Clooney, 2005)
Esta es la historia de cómo el periodista Edward R. Murrow (David Strathairn) enfrenta en TV al poderoso senador McCarthy, el propagador de la caza de brujas en los cincuenta. Con mucha precisión, sin tiempos muertos, se ve la producción del programa y la discusión de las preguntas. Nueva lección: el periodista no debe temer cuando entrevista y hay preguntas que no se deben eludir, sin importar el riesgo. Sobre todo ante alguien poderoso.
En primera plana (Tom McCarthy, 2015)
Esta película ganadora del Oscar a la mejor película de 2016 está en la tradición de Todos los hombres del presidente: sin sentimentalismos, sin tiempos muertos, simplemente muestra cómo un grupo de personas del periódico Boston Globe investiga y consigue datos. El caso -real- es el de los abusos sexuales de los curas católicos en Boston, punta del iceberg de un asunto que hoy sigue sacudiendo a todo el mundo. Los actores -salvo un desborde "histriónico" de Mark Ruffalo- dejan de lado todo ego para simplemente ser tipos que preguntan, correlacionan datos, confirman y publican. Esa transparencia de la acción que solo es posible en el cine.
LEA MÁS:
……………………………………
Vea más notas de Cultura