Rufino Fontana se levanta hace setenta y tres años exactamente a la misma hora, en invierno es noche cerrada y en verano la raya de la aurora es un hilo rosado entre dos mitades negras del mundo. Al viejo le gusta pensar que no necesita nada, en absoluto. Se ha independizado del mundo. Ni siquiera necesita pensar. Al dejar la cama, su cuerpo ya sabe lo que tiene que hacer. La rutina ha marcado los pasos hasta la cocinita donde la noche anterior dejó el jarro con leche. El cajón de madera que alcanza con sólo estirar el brazo izquierdo para tomar el bollo de pan medio duro. Los rescoldos que cubren un último tizón rojo se encienden con el soplo de la boca desdentada.
Con el mate cocido con leche en la mano, un generoso jarro de cerámica azul saltado en los bordes, Fontana se recuesta en el sitio de todos los amaneceres: en el vaho de la puerta de entrada en los veranos; o en la petaca de cuero de fondo hundido junto al pie de la cocina de leña, en las estaciones frías. Una de las ventanas que ventilan el ambiente mira en la misma dirección que la puerta. Por eso, invierno o verano, el desayuno de Fontana tiene el mismo escenario: ese tajo insinuado en la negrura, que se va ensanchando despacio, que descubre primero los contornos de los árboles, luego el corcoveo de los cerros en el horizonte. En algún momento, cuando ya el tazón cachado hace rato que está vacío, el naranja se revienta en un amarillo dorado.
Esclavo de sus movimientos pautados hasta el milímetro en ese escampado sin alma, Fontana enjuaga el cacharro en el fuentón de lata y lo acomoda, preciso, en el rincón donde su mano lo buscará la próxima mañana. En esa misma agua se lava, acomoda las duras cerdas de la melena blanca, se afeita sin jabón y de memoria, sin espejo ni nada. Al abrir la puerta, "Cañón", el único perro que duerme bajo su techo, se le adelanta. El viejo siente un cosquilleo menudo cuando sale de la casa: no hay un alma en diez leguas a la redonda, pero ese cielo tan límpido, el aire traspasado, el silencio que aplasta, le inflan el pecho. Rufino endereza algo la joroba de la espalda, separa las piernas, pone los brazos en jarra. Se diría que está a punto de cantar una nota inflamada, un do de pecho. Pero el viejo no canta, va soltando, despacito, el aire. Con el fuelle vacío se vuelve a doblar el torso y la joroba reaparece al final del cuello largo.
En su juventud ("años mozos" decía él, cuando todavía hablaba con la gente) Rufino no se llamaba Fontana y aprendió a ser arriero. La suya no fue una elección de ningún tipo, salvo que contásemos la racional inteligencia del hambre. Delgado por necesidad y huesos largos, integraba una pobrísima jauría de medios hermanos en una ranchada del sur de Santiago
del Estero. Que los críos tenían padres diversos lo atestiguaban sus ojos, que iban desde el valor más negro de la paleta hasta el celeste agua de Rufino.
Fibroso a pesar de una alimentación basada en tortillas, guisos de cabra y sopas lavadas, mucho antes de llegar a la adolescencia lo subió a su camioncito un pastor inglés de misa itinerante, borrachín, hereje y putañero, que tal vez era su padre. Y ahí estaban los ojos de agua transparente para comprobarlo. Daniel Daniels lo levantó del rancho porque se lo exigió su madre, pero la vida errante del pastor, que más que de acreedores y de algún marido traicionado en Gales parecía huir de la ira de Dios, o de Su justicia, no casaba muy bien con un chiquillo huesudo y de rasgos notoriamente familiares. A los pocos días y a los pocos kilómetros de la ranchada natal, el pastor Daniels entregó a Rufino –con la excusa de que le enseñaran el oficio– a una tropilla de arrieros que movían ganado entre Quimilí y Ojo de Agua, por el borde de las Salinas Grandes. Esa tarde Rufino se subió por primera vez a un caballo. Casi no se bajaría de una montura en el próximo medio siglo.
Con los Saravia, su nueva familia, el niño aprendió el oficio, como había pedido el reverendo Daniels, y con creces. Primero, claro, aprendió a manejar sobradamente las lides del caballo. El animal es una extensión
del cuerpo del arriero. No se lo deja ni para comer y hasta se duerme a su grupa mientras avanza, al paso, por las rutas y las picadas reconocidas por la memoria equina. Adquirió, también, las mañas para mantener unidos esos ríos de vacas malhumoradas, guampudas y flacas, que a la menor distracción tiraban para el monte. Pero además de las facetas tradicionales
del arreo, los Saravia tenían una parte sumergida, que, como un iceberg santiagueño, era la porción gruesa del negocio. Al número de cabezas propias, los Saravia acostumbraban a sumar rebaños ajenos.
En unos años donde todavía los campos delimitados con hilos de alambre eran cosa rara, y donde la mayor parte de la hacienda permanecía sin marcar, una vaca suelta era un bien apetecido para el cuatreraje. Y este, bien hecho, se acercaba a la categoría de arte. Don Eleuterio Saravia, "Lito", el jefe del clan, era, a su manera, un talentoso artista. El patriarca tenía una edad indefinida, que podría ir desde los 60 largos hasta los bordes de la centena, nadie se atrevía a hacer cálculos finos, pero las leyendas llevaban su origen hasta los tiempos de los últimos malones en el Norte. Sus tres hijos varones ya eran, también, gente grande, y para cuando Rufino se sumó a la familia, la gestión del negocio estaba pasando a la tercera generación. Por desidia o por chochera, don Lito se encariñó con el lánguido recién llegado de ojos claros, de la misma edad, más o menos, que el último de sus nietos, el benjamín de los Saravia, al que le habían puesto el nombre del abuelo y a quien llamaban, disminuyendo el diminutivo, "Lito Chico". El viejo les regaló un caballo y un rebenque de madera dura a cada uno, Lito Chico y Rufino quedaron bajo su tutela directa y esa decisión marcaría la vida de ambos, en más de un sentido.
Los chicos crecieron juntos, como uno solo. Dominaban sus caballos como dos indios. Rufino no usaba el talero: lo había colgado sobre el catre, como
un certificado de nacimiento o un título de nobleza; para Lito Chico, en cambio, era una parte de su cuerpo, y cuando montaba colocaba la punta del palo que sostenía el látigo de cuero sobre el muslo y dejaba descansar el antebrazo en la otra punta, con la mano colgada, como sin vida, acompañando los movimientos del animal. Mostraron, ambos, talento en
el aprendizaje de una vida que suponía una audacia siempre a prueba, un valor que debía ser usado como combustible natural, junto a las habilidades en el manejo del cuchillo y la fuerza en el brazo para el golpe del machete. Bajo la instrucción y la mirada del viejo Lito, el largo listado de saberes de la vida semiclandestina, del cuatreraje y la delincuencia en medio del desierto blanco de las salinas, fue torneando el cuerpo y la mente de los nuevos hermanos. Eran inseparables, pasaban juntos cada momento del día: dormían en el mismo catre, cabalgaban a unos centímetros uno del otro, se entendían casi sin hablar. Pero la unión más férrea llegó, ya abandonada la adolescencia, con una orden del abuelo, que los seguía teniendo a su lado con una deferencia que no pasaba desapercibida para nadie. El viejo los llamó y, en pocas palabras, los puso al tanto de las actividades del comisario Cano, que no se había querido dar por enterado que los Saravia tenían un "trato especial" en la zona, y tampoco había recibido de buen grado los "presentes" que don Lito le había hecho llegar de distintas maneras. Sus investigaciones sobre algunos socios de la familia habían terminado por envalentonar a antiguos enemigos, que veían en Cano la posibilidad de cobrarse deudas añosas. El tema había que terminarlo de raíz, y el viejo Saravia se lo encomendaba a ellos. Un rito de iniciación, también, para recibir la plena adultez en el manejo de los asuntos de la familia. Rufino y Lito Chico se enfrascaron durante semanas: idearon la emboscada, la planearon meticulosamente, la ensayaron una docena de veces. Cuando llegó el momento, a ninguno de los dos le tembló el cuchillo en la mano.
Esa primera sangre –y habría otras luego– los unió más todavía, si es que eso era posible. Las chiquilinadas fueron dejando lugar a rostros más duros, serios, que calculaban a dúo cada paso.
Juntos también llegaron aquella tarde de sábado al baile en el almacén de los Assef. La casa larga con chapas de cinc y paredes blanqueadas oficiaba de centro social en la zona. Desde los Ramos Generales que proveían telas, puntillas y bombachas; pasando por los aperos y herramientas para el campo; para terminar, en la otra punta del salón, en el mostrador donde se servía la caña. En el alisado patio trasero de don Assef se organizaban los bailes, con algún motivo difuso, cada cierto tiempo. Nada más llegar al patio, los ojos de Lito Chico se cruzaron con los negros tizones de la Olinda Acuña: delgada, no muy alta, la piel de aceituna y el pelo suelto, largo. Rufino percibió el temblor en la piel de su hermano, y siguiendo la línea de la mirada dio con el reflejo de las pupilas de la muchacha. Y por primera vez en su corta vida, Rufino tuvo miedo.
Para quien observara la vida desde afuera, nada o casi nada cambió en el caserío de los Saravia. Lito Chico estaba menos en casa, salía más y, quizá lo único inédito, salía solo. La comunicación con Rufino seguía siendo la misma de siempre, más con los ojos que con las palabras. Habría que haber estado muy adentro de esas complejas tramas de acuerdos y silencios para
percibir que algo se estaba rompiendo. Una tarde, el mayor de los tíos, que estaba asumiendo las funciones de jefe del clan ante la visible decrepitud del
viejo don Lito, les dijo que habían visto unas cabezas de ganado sueltas en una picada cerca de Sumampa. Adentro del montecito solía haber una pequeña laguna, y los animales –seguro– se habrían acercado a
beber. Que se llegaran con la noche, les dijo, y que se los arrimaran a los compadres Ybarra, socios de los Saravia en la zona. Un trabajo liviano. "Salimos después de cenar", le dijo Rufino a su hermano. "Un poco más tarde –respondió el Lito Chico–, antes voy a salir un rato".
Con la obsesión rutinaria que marcaría su vida hasta el final, Rufino se levantó del catre cada media hora, y salió una y otra vez a comprobar que su hermano aún no había regresado. El sol ya estaba alto cuando vio entrar al caballo en el segundo patio de la casa y a Lito Chico, el rebenque apoyado en el muslo y el brazo en el rebenque, descabalgar. "Estoy muy cansado –le dijo, al entrar en la pieza– esas vacas estarán allá también mañana. Ya iremos. Me voy a tirar un rato". Rufino aspiró el liviano olor de la piel de Olinda, una mezcla de naranja y ceniza, impregnado en el cuerpo acostado
a su lado. Se levantó despacio. Ensilló el ruano, atado junto al sudoroso bayo de Lito Chico, al que habían hecho correr en el camino de vuelta a la casa.
Salió sin ruido, trotó hasta el algarrobo grande de la esquina del camino, cruzó la pierna derecha sobre la montura y esperó. Cerca del mediodía, vio venir a la Olinda por el camino de Dorila, el pelo largo suelto al viento norte y un vestido simple y floreado que le marcaba las caderas. Bajó del caballo.
La muchacha, cuando lo vio, tuvo un momento de duda, un paso a medio detenerse, pero sonrió y se acercó. Rufino tenía la cabeza baja, mirando al suelo. La levantó cuando la chica estaba a un par de pasos, y se encontró con la mirada risueña de la Olinda. Una mirada pacífica y húmeda. Una mirada que quizá podría haberlo detenido, pero su brazo ya había cargado el envión. El cuchillo atravesó el pecho de la muchacha, que no atinó ni a borrar la sonrisa de los ojos.
Nadie lo había visto salir y nadie lo vio volver. Se tendió junto al cuerpo dormido de su hermano, y también él se durmió. Los meses que siguieron a la muerte de la Olinda fueron extraños en la vida del clan de los Saravia. La
ancianidad extrema del viejo Lito obligaba a un cambio en la estructura de dirección de la familia. Pero también los tiempos estaban cambiando. Los campos se alambraban, las yerras marcaban la hacienda. Los controles policiales no se limitaban al envío de un comisario del partido gobernante como antes, sino que los agentes patrullaban los pueblos y también los
caminos rurales. Nadie sabía muy bien hacia dónde, pero era claro que los negocios de los Saravia tendrían que ajustar su dirección. Lito Chico no había dado muestras de que la desaparición y la muerte de la Olinda (encontraron su cuerpo unos días después, los perros y los animales del monte lo habían hallado antes) lo hubieran transformado demasiado. Siempre había sido de pocas palabras, y ahora quizá estaba un poco más retraído, pero todo el mundo juzgaba que era una reacción normal. Todos, menos Rufino. Las veces que había intentado recomponer la relación con su hermano, había fracasado. Lito Chico parecía esperar algo. No decía nada, pero en sus ojos había algo oscuro.
La primera noche de ese invierno murió don Eleuterio Saravia, largamente cruzado el siglo de vida, y con él terminó una era. Lo habían arropado bien con un quillango de lana, pero cuando fueron a despertarlo, por la mañana, estaba tan frío como si hubiera quedado al sereno. La familia se reunió al completo para el velorio, llegaron deudos y socios desde los cuatro puntos de Santiago, y también fue notoria la presencia de los policías uniformados en las veredas de alrededor de la casa. Eleuterio –nadie más volvió a decirle Lito Chico– y Rufino, los nietos dilectos, se ubicaron juntos, como habían vivido, a los pies de la fosa donde bajaron el cajón. Allí se quedaron, juntos
y quietos, hasta que la última persona abandonó el cementerio.
Ya caía la tarde, hacía frío y un airecito helado movía las puntas de los altos cipreses, flora mortuoria de todos los cementerios del norte. Eleuterio se giró con una lentitud eterna, y miró a su hermano de frente. "No te dije nada, porque decidí respetar al abuelo mientras viviera. Ahora que él no está, te lo digo: yo sé que fuiste vos. Esta es la última vez que nos vemos. Andate. Te doy tres días. En tres días salgo a buscarte. Cuando te vuelva a ver, será para matarte". Y lo besó.
En todos los años que siguieron a aquella primera tarde de invierno a Rufino no se le fue el frío. No se sentía escapando de nadie; sentía, en cambio, que
se iba independizando del mundo. Pero se mentía. La fuerza con la que escapaba de Eleuterio Saravia era aún más grande que la que lo empujaba a dejarse alcanzar, a volver a ver a su hermano aunque tuviera que pagar el precio de su vida por ello. Había salido, aquella misma noche del entierro, en el ruano, al paso primero, luego al galope largo, y a la carrera desesperada a medida que se daba cuenta de lo que dejaba y de que el terror le iba ganando los huesos. Pero el ruano era un animal muy vistoso, y la
fama de ser uno de los chicos Saravia iba pegada al caballo. Lo dejó en un puesto. Siguió en sulky, luego en tren.
Pasó algunas temporadas recogiendo melones y sandías en la zona de Fernández; una tarde, a lo lejos, le pareció reconocer un caballo bayo. Se ocultó y se fue esa misma noche. Después de un par de campañas cosechando algodón en el Chaco, cerca de Gancedo, un chacarero le avisó que se necesitaba un encargado en un obraje de quebrachos colorados, monte adentro. Fueron sus años más tranquilos: los hacheros son gente de poco hablar y de fácil manejo, excepto los correntinos. Pero un par de veces lo vieron manejar el cuchillo, y ya no hubo correntino que volviera a
cuestionarle nada. Un domingo bajó al almacén de Gancedo en el carro del obraje, llevando al pagador. En el almacén le dijeron que esa semana, o la
anterior, había pasado un santiagueño, hombre serio y curtido, preguntando por él: ni siquiera volvió al obraje, se subió al tren carguero del Ferrocarril Belgrano, que estaba estacionado en las vías.
Unos años más tarde –quién sabe cuántos, en algún momento fue perdiendo la cuenta– huyó de una estancia de Santa Fe, donde criaban chanchos. Llegó a intentar fundirse en el anonimato de la ciudad, y posiblemente le hubiera resultado. Pero el bullicio, la aglomeración y el gentío del conurbano bonaerense fueron demasiado para él, que había crecido en las inmensas oquedades calladas del salitral sin límites.
Otro tren lo devolvió a Córdoba, y un humilde colectivo serrano lo dejó en San José de la Dormida. A pie se internó sierras adentro. Trabajó algunas temporadas de peón en las estancias, hasta que, de pronto, se dio cuenta de que se había hecho viejo. Un mediero de San Pedro Norte, más por lástima que por otra cosa, le ofreció la casita de un puesto perdido en la sierra, para cuidar unos rebaños de chivas que pastaban en los mezquinos pedregales del norte cordobés. Rufino –que desde hacía un par de décadas se presentaba como Fontana– aceptó agradecido: su independencia del mundo y de la gente estaba, finalmente, por cumplirse.
Pasó esos inviernos, que intuía serían los últimos, cuidando a dos carneros y a unas veinte chivas, ordeñando algunas. Cada dos o tres meses, subía el mediero, le dejaba unos paquetes de yerba, unos kilos de harina, algo de arroz, y se llevaba los cabritos ya carneados. Rufino se sentía en paz, aunque todas las noches soñara, con la fidelidad de algo que pasó ayer por la tarde, con aquel beso al pie de una tumba.
Era un sueño que llegaba puntual, como todo en su vida, hacia el final de la noche. Rufino quería contestar, iba a contestar algo, pero ese era el momento en que se despertaba. Siempre a la misma hora: unos minutos antes de que raye el alba. Se sentaba en el catre, preparaba el mate cocido con leche de cabra, abría la puerta, Cañón siempre se le adelantaba. Salía
al patio, inspiraba, llenaba el fuelle de aire como para cantar un do de pecho, pero lo soltaba en silencio, suavecito y relajado. Siempre. Salvo esa mañana, en que el primer claro del alba descubrió al jinete que bajaba la sierra, el caballo al paso, un rebenque largo apoyado en el muslo y el brazo descansando en la otra punta. La mano suelta, moviéndose al compás
de la cabalgadura. Moviéndose a un costado y al otro. Suave. Como si saludara.
LEA MÁS
#CuentosEnInfobae: “El almohadón de plumas”, de Horacio Quiroga
_____________
Vea más notas de Cultura