Por alguna razón que aún no alcanzo a determinar la muerte de Pedro Lemebel (1952-2015), cronista y artista visual chileno, coincidió con el fin de la crónica y el inicio, ya sin resistencia alguna, del mentado periodismo narrativo. Hasta antes creo que las distinciones entre crónica y periodismo narrativo eran bien claras: la primera era más literaria y libre, el segundo más periodístico y atado a ciertas reglas. Quiero decir con esto que con Lemebel se murió un tipo de cronista: aquel que usaba yo fuerte, singular, donde la exuberancia narrativa –por no decir barroco– primaba y donde cierto impresionismo urbano daba lugar a epifanías sociales, políticas y hasta existenciales. Esta casta de cronistas integrada, entre otros, por el mexicano Carlos Monsiváis, el portorriqueño Edgardo Rodríguez Juliá, la argentina María Moreno, dejó su lugar a los periodistas narrativos, que por ser muchos nombrarlos sería un despropósito, pero a grandes rasgos se caracterizan por la baja intensidad de su prosa. No son malos periodistas, son excelentes, pero al lado de la casta de cronistas que les dejó su lugar, para mí no hay comparación. Para decirlo con otras palabras, hoy cualquier periodista que escriba más o menos es cronista, pero eso no quiere decir que tengan escritura propia ni menos una mirada. Eso ya no importa, lo singular en periodismo –porque la crónica, al menos desde hace cien años, circuló y se desarrolló en los medios– dejó de ser un valor.
No siempre se tuvo un único concepto de crónica, Lemebel eso lo sabía, había crónicas más contenidas, descriptivas, impresionistas, basadas en detalles, y las que apelaban a la exuberancia. Aquí quiero personificar en Lemebel la crónica que murió con él aquel 23 de enero de 2015. Sospecho que mucho antes que escribir crónicas él ya era un cronista. En otras palabras, no tuvo que poner a prueba su mirada, ni construir ese yo fuerte, ni dar rienda suelta a su exuberancia narrativa, porque eso estaba en su oralidad y, como toda oralidad, fue previa a la escritura. A diferencia de él, hoy los cronistas se construyen, se van haciendo lentamente hasta que tienen un nombre, un prestigio y entonces… Con Lemebel eso no sucedió: con su primer libro, La esquina es mi corazón (1995), llegó inmediatamente a la cima de una montaña y desde ese lugar miró el panorama no sólo de la crónica en el país trasandino, sino en toda Latinoamérica. Y no sólo eso, se convirtió en un escritor popular, no bestseller, sino popular entendido como aquel que encarna los ideales de un sector de la población: los más postergados, aquellos que tuvieron un gran sueño con Salvador Allende de salir de esa postergación. Pero también era popular en tanto que todo lo que recorrían sus textos –música, cine, televisión– estaba íntimamente unido a manifestaciones de la cultura popular: Chavela Vargas, Sandro, Serrat, programas antiguos de la televisión. Lemebel hablaba del presente escribiendo de un pasado que ya no existía.
Pero cuando conocí a Lemebel en un verano de 1992 en Chile no era Lemebel, o al menos estaba en tránsito entre el Mardones, apellido de su padre, y el Lemebel, apellido de su madre inventado por su abuela. En el medio del arte en el que se movía (había creado junto a Francisco Casas el colectivo Las Yeguas del Apocalipsis, con quien entraron a fines de los 80 al patio de una universidad arriba de una yegua, desnudos), algunos le decían Pedro, otros Pedrito, pero también estaba el Pedro Mardones, y para los que lo venían conociendo era Pedro Lemebel, o simplemente Lemebel. Recuerdo que el pintor Hugo Cárdenas, con quien se conocían desde los 80, lo trataba de Mardones y más de una vez le preguntó por qué estaba intentando cambiarse el apellido.
Aquella calurosa tarde en la que conocí a Pedro yo estaba en la redacción de una revista de política y cultura, que se había hecho conocida por su sección de cultura en dictadura, por lo que muchos artistas y escritores tenían como parte de su itinerario de difusión ir hasta allá. Llegó acompañando a Francisco Casas, quien en la recepción preguntó si había alguien de cultura y, como la editora estaba con permiso y yo era el único que quedaba en la ciudad, bajé y me encontré con este par de yeguas, que comenzaron a hablar muy rápido, tan rápido que no les entendía nada, hasta que Pancho le dijo a Pedro que lo dejara hablar. Me explicó que había publicado su primer libro de poesía, Sodoma mía, y que alguien lo tenía que leer y comentar. Le respondí que eso lo podía hacer yo. Es verano y la jefa está de vacaciones, le dije aún con una sonrisa dibujada en mi rostro. ¿Eso es todo?, concluí. Y en ese momento avanzó Pedro y se presentó y me pidió que hiciera lo mismo. León, dije. Y él entonces puso su mano en mi nalga derecha y me dijo con esa voz ronca que tenía: Leoncito, así te voy a decir. Ese verano yo tenía veintidós años, por lo que el diminutivo me cabía, pero sólo el diminutivo. La mano de Pedro siguió en mi nalga hasta que se dio cuenta de que la podría tener ahí eternamente y no pasaría nada.
Al tiempo escribí la reseña del libro de Pancho y, como no fui muy entusiasta, el dúo volvió a aparecer en la redacción: Pancho se quejó por mi falta de entusiasmo y Pedro lo trató de convencer hasta el último que no valía la pena, que si no era capaz de leerlo de determinada manera el problema era mío. La situación fue incómoda, porque comencé a dar explicaciones del por qué mi falta de entusiasmo, en ese momento Pedro dijo: Ya, chao, yo me voy. ¿Vamos, Pancho? El aludido agregó antes de irse que tenía que volver a leer el libro y escribir otra reseña. Eso me causó gracia. La buena onda que hubo entre los tres volvió a reinar. No sé por qué pensaba que Pancho y Pedro eran como un dúo cómico. Y aunque suena increíble, volví a leer el libro, y Pancho tenía razón, pero no pude escribir otra reseña. Esta escena sirve para demostrar que Lemebel era un amigo muy leal, fiel, que los que se metían con sus amigos se metían con él. Eso me quedó claro ese verano.
El tercer encuentro, que en realidad fue el cuarto, ya que antes nos habíamos bebido unas cervezas con ese amigo pintor en un bar de cuarta en plena Alameda y que tenía el nombre de 777 porque quedaba sobre Alameda 777, fue bien distinto: observé en él una dimensión distinta, habló de su familia, de dónde vivía, del arte, de la situación política, e incluso planteó que si mi amigo no lo hospedaba aquella noche podía dormir en alguna plaza. Esto último no sonó como amenaza, sino como diciendo que ya lo había hecho y que no tenía problema con eso.
El que me empeño en decir que fue el tercer encuentro ocurrió en el Festival de Cine de Viña del Mar, mi ciudad, donde pasé buena parte de mi infancia y adolescencia. En verdad no sé qué hacía Pedro en el marco de ese festival, porque no mostraba una película ni nada en particular, era un espectador más, o más bien era el acompañante de Tevo, uno de sus amores imposibles que tuvo en esos años. Tevo era viñamarino como yo y estudiaba cine en Santiago, por lo que ir a ese festival de cine, reactivado en democracia, era para él un deber. Con la distancia que dan los años, lo que sucedió aquella primavera fue divertido, porque en esas típicas jornadas post festival muchos de los que veíamos y no veíamos pelis llegábamos a un emblemático bar de Valparaíso, y pedíamos cerveza, vino o whisky. Aquella noche yo conversaba con el director de la peli, de la cual era encargado de prensa, cuando de pronto él se fue a la barra. Quedé solo y, como la aglomeración era grande y muchos estábamos de pie, nos íbamos moviendo de un lado a otro como si fuésemos una marea, lo que nos hacía charlar con desconocidos. Así llegué a estar frente a una chica que me cayó muy bien y diría que hasta me gustó, charlamos de esto y lo otro, me contó de sus proyectos cinematográficos, etcétera. En un momento salió a fumar un porro y me quedé nuevamente solo, como la aglomeración seguía empujando llegué hasta donde estaba Tevo, con quien Pedro haría varios videos instalaciones. Sin saber que lo conocía de la adolescencia, porque entre otras cosas estaba muy cambiado, charlamos una palabra y de inmediato empezó el incordio: yo no entendía lo que pasaba, a qué se debía esa mala onda. De pronto apareció mi amigo director y preguntó medio borracho y con la autoridad que le daba, según él, estar invitado por la organización qué pasaba. Y cuando estaba a punto de decir nada apareció Pedro tirando puteadas a diestra y siniestra, tomó a Tevo y se lo llevó a su lado. Fue como un rescate.
Estos encuentros fueron antes de que Pedro sacara su primer libro de crónicas, porque claro a finales de los 80 había sacado un libro de cuentos, del que no volvió a hablar, porque supongo que no le gustaba. Pasaron los años y Pedro fue publicando sus libros y convirtiéndose en el escritor que hoy se recuerda, aunque como dije en un comienzo, él no tenía necesidad de escribir, porque era un cronista cuando lo conocí y quizá antes. Sergio Chejfec en su último libro, Teoría del ascensor, habla a propósito de un cineasta de la construcción de la mirada, yo creo que Pedro no tuvo nada que construir, porque era como él decía, ojo de loca no se equivoca, expresión que por años llevaron sus columnas en el diario La Nación de Chile. Lo que sí hizo fue refinar la mirada y para eso le sirvieron múltiples lecturas y algunos encuentros decisivos en su vida literaria. El poeta y traductor Jorge Fondebrider me contó hace no mucho que a comienzos de los 90 hubo en Valparaíso un encuentro de poesía chileno-argentino, al que él y otros poetas argentinos asistieron, entre ellos Néstor Perlongher, quien ya estaba enfermo. Fondebrider recordó que en un momento de ese encuentro Perlongher fue abordado por Lemebel. Sería injusto pasar por alto que ese encuentro fue decisivo para el autor trasandino, ya que tanto su prosa como algo de lo que Perlongher fue, sobre todo en su modo de vestir (aquellos tacos) y en su interés por la política (durante la Guerra de Malvinas no dejó de estar atento a los avatares de ese conflicto), se vieron permeados por él.
La segunda mitad de los 90 no sólo fue consagratoria para Pedro Lemebel, tanto nacional como internacionalmente, sino que además fue vertiginosa: programas de televisión lo requerían, en la calle lo saludaba la gente, se convirtió en un escritor leído popularmente tanto por personas sin mayor instrucción como por sus pares escritores. Lo que en artes visuales se le había vedado en literatura se le dio instantáneamente, quizá porque sus incursiones performáticas estaban dirigidas a un público más selecto y porque carecían de la reproducción en serie de los libros. A diferencia de otros escritores más secretos, Lemebel no construyó un lector, sino que su mirada sobre las cosas –el presente a través del pasado– interpretaron a muchos: a homosexuales (maricones como él decía en sintonía con la palabra puto que ocupaba Perlongher), a ese imaginario de izquierda que había quedado trunco con Allende, pero también ese país que aspiraba a algo diferente. Lemebel hizo algo que muy pocos escritores y artistas: en democracia siguió siendo contracultural cuando las circunstancias externas y las que él vivía le ofrecían otra cosa. Para él, el Chile de la dictadura era prácticamente el mismo del Chile de esa joven democracia que pactaba acuerdos, amnistías y un sistema económico que le daría una irritante estabilidad al país vecino. Y todo eso estaba reflejado en sus crónicas. Quizá por eso Roberto Bolaño lo escogió como interlocutor y lo elevó a una categoría cuasi canónica. La operación de Bolaño era intervenir en la literatura chilena y qué mejor que escogiendo a un homosexual feo, pobre y de izquierda, como el mismo Lemebel se definía. La Feria Internacional del Libro de Santiago de 1999 fue la ocasión para que la dupla Lemebel-Bolaño se viera públicamente, de hecho hay una entrevista que le hizo Lemebel a Bolaño en la radio feminista Tierra, donde tenía un programa diario.
Los 2000 comenzaron haciéndome vecino de Pedro. Vivíamos a dos cuadras en el barrio Bellavista, él ocupaba lo que vendría siendo un PH. Recuerdo que una vez le presenté a un autor joven que terminó siendo su amante por muy poco tiempo, y que después siempre que me veía con alguien lo imaginaba como proyecto de novio. No me molestaba eso, me daba risa, porque en quienes se fijaba sentían no sólo admiración por él, sino también cierta atracción. Ojo de loca no se equivoca. Pudo haber sido el 2002, un año antes que me mudara del barrio, cuando por primera vez, casi solos, nos sentamos en una terraza y bebimos cerveza con el artista Antonio Becerro. Recuerdo que Pedro estaba preocupado porque tenía que ir a la Feria del Libro, pero Antonio le decía y para qué vas a ir a eso. Son cosas a las que una se compromete, ¡tonteras!, respondió. Seguimos bebiendo rápido como si las cervezas del mundo se fueran acabar: charlamos de cuestiones que no recuerdo por razones obvias y terminamos en su casa fumando. Hasta ese momento no conocía su casa y la encontré linda y modesta, no era –por decirlo así– una casa de escritor, con bibliotecas y un sinfín de libros. No, era diferente. De hecho hubo dos cosas que llamaron la atención: la primera fue que apenas entramos puso música –pudo ser un bolero o una canción de Sandro– y la segunda el altar de la Virgen de Montserrat, la virgen negra a la que él le rendía un culto casi pagano. Ya chicos, anunció de pronto, me tengo que ir a esa cosa, si quieren se quedan, pero no me rompan nada. Ese mismo año volví a su casa para su fiesta de cumple, de la cual recuerdo muy pocas cosas, salvo charlas con Víctor Hugo Robles y Héctor, dos de sus mejores amigos.
Los años que siguieron fueron extraños, me mudé de barrio, pero producto de un lío originado por terceras personas nuestro trato se limitó, con mucha suerte, al saludo. Era raro pasar a su lado como si no existiera. Suena raro incluso escribirlo, porque Pedro no pasaba inadvertido, yo podía pasar inadvertido, pero no él. Y esto pasó en la época en que ambos escribíamos en el mismo diario, él publicaba todos los domingos una hermosa crónica –nueva o que sacaba de alguno de sus libros (podía darse esos lujos)– en la contratapa y yo otra crónica en las páginas centrales, pero la mía tenía más trabajo periodístico, las de Pedro eran pura literatura, un suspiro exuberante de poesía de principio a fin. De eso han pasado siete u ocho años, porque en 2011 me vine a Buenos Aires y desde ese momento sólo una vez lo vi y de lejos. Cuando me enteré que estaba enfermo sinceramente creí que iba a reponerse.
Nunca he entendido por qué no se lo pone a Pedro Lemebel en el lugar que de verdad tiene en la narrativa chilena de los últimos años. Se le ha dicho cronista, artista, pero era más que eso, fue junto con Alberto Fuguet –todo lo contrario a él, pero como todos los opuestos se complementan en un punto– el escritor más influyente sobre las generaciones que vinieron. Con esto no digo que hay un montón de escritores que escriben como él; lejos de eso, pero como dijo Hemingway de Joyce (él fue como un faro para nosotros), podría decir lo mismo de Pedro. En suma, con Lemebel la narrativa chilena tuvo otro techo y también otro piso. No creo que haya nadie, ni siquiera Bolaño, que haya conjugado de modo tan coherente y natural vida y obra, arte y política, intención y resultado.
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