Durante muchos años, desde cuarto hasta séptimo grado, estuve enamorado de una chica de pelo muy largo. Se llamaba Silvina y se sentaba siempre en la primera fila de bancos, lo más cerca posible del pizarrón, porque era un poco corta de vista. No era la chica más inteligente del curso, ni la más aplicada; tampoco era la más linda, esa chica de la que todos los otros varones estaban enamorados y que se llamaba Anahí Mara Olinda Rodríguez (las siglas de su nombre formaban la palabra "amor"). Silvina era rara, un tanto extraña y muy rubia. Tan rubia que, a veces, en los veranos, el cloro de la pileta del club le decoloraba mechones enteros de pelo y se los teñía de un blanco verdoso parecido al color de las algas secas.
Silvina siempre usaba el pelo suelto, partido al medio. Lo tenía tan largo que casi le llegaba a la cintura. Las mañanas de viento lo llevaba recogido, pero el resto del tiempo su cabellera caía lisa sobre sus hombros y terminaba con un corte neto a la altura del cinto del guardapolvo, como si para guiar la tijera la peluquera que lo emparejaba hubiera usado una regla. El pelo de
Silvina era perfecto y en el curso nadie más que yo estaba enamorado de ella y yo la amaba en secreto.
Hasta que un día Silvina llegó a clase rapada a cero. Una pelusa dura, de no más de medio centímetro de alto, se erizaba sobre su cuero cabelludo. Silvina entró a la escuela con la cabeza descubierta y recién se calzó un sombrero cuando estuvo segura de que todos ya la habíamos visto y de que el comentario ya había recorrido los dos patios, el de varones y el de nenas, y los pasillos y las aulas y la cocina donde las maestras y las porteras tomaban café o fumaban en los recreos. Solo entonces, Silvina se puso sobre la cabeza un sombrero de hilo blanco y ala ancha, tejido al crochet, que a un costado llevaba pegada una flor de color celeste, también tejida al crochet.
No parecía estar avergonzada de haber perdido su pelo. Al contrario, Silvina parecía orgullosa de ya no tenerlo. Mantenía la frente alta y miraba directamente a los ojos, desafiante, a quien se animara a enfrentarla.
Eso sirvió para que nadie le hiciera preguntas y para que yo me enamorara aún más de ella.
A partir de ese día empecé a soñar que la cabeza pinchuda de Silvina me recorría bruscamente la piel y me refregaba el pecho como un cepillo friega una mancha en la ropa sucia. Oleadas de vibraciones me recorrían y el cuerpo se me llenaba de calores. Soñaba que un montón de cabellos rubios y desordenados se colaban por entre mis sábanas, que me atrapaban y me aturdían. Yo los mordía sin decir una palabra, disfrutándolo. Lo mascaba como se masca el pelo, con picazón y con enredo.
Todavía no entendía qué era lo que me pasaba y me despertaba mojado y con las sábanas hechas un lío. Lleno de vergüenza, tenía que correr a limpiarme cuidando de no despertar a mi hermana, que estaba a unos pocos metros, en la cama junto a la mía, o a mi papá y mi mamá, que dormían en la pieza de al lado.
Por esos días, en la escuela corrió el rumor de que Silvina se había cortado el pelo para ofrendarlo a una Virgen milagrosa. Se decía que Silvina tenía un hermanito enfermo y que le había regalado el pelo a la Virgen para que lo sanara y lo protegiera. Yo tomé el rumor como verdadero y me desesperé. En algún lugar me esperaban sus cabellos. Necesitaba por lo menos uno, para prenderlo a mi pecho, para recordarla por siempre. Así que me armé una lista de capillas e iglesias de la zona que podrían contener Vírgenes capaces de salvar hermanos moribundos y empecé por recorrer las más cercanas. Encontré figuras de yeso sólidas, altas y que por ningún costado hubieran aceptado apliques de pelo humano. Al otro lado de las vías, en una ermita donde el culto principal era un San Roque inmenso custodiado por un perro gris de ojos mal pintados, descubrí una Virgen pequeña escondida en un altarcito lateral. Tenía cabello humano, pero negro y envejecido: ese no era el pelo de Silvina.
A pesar de que se volvía infructuosa, no desistí en mi búsqueda. Amplié mi radio de acción, agregué altares a la lista, hice más averiguaciones. Después de un tiempo y bajo secreto de confesión, le pregunté por la Virgen a un cura viejo, que había venido a ayudar al padre Porto con la novena de San José, y él me contó que mucha gente había comenzado a creer que una imagen
muy antigua, en la capilla de una estancia cercana, hacía grandes cosas si uno pedía con devoción. Me dio el nombre de la estancia y me indicó cómo llegar. Antes de absolverme por mis pecados, el cura me regaló un rosario y una estampita y me deseó buena suerte. Yo agaché la cabeza y dejé que me bendijera sin decir una palabra. La búsqueda había finalizado.
Llegar hasta la capilla donde Silvina había dejado su pelo no era cosa fácil, había que organizar la excursión con muchísimo cuidado. Iba a tener que recorrer quince kilómetros de camino de tierra, cruzar un arroyo en el que no había puente y guiarme por mí mismo en una maraña de potreros y alambrados semiderruídos. El único modo de locomoción con que contaba era una bicicleta vieja, heredada de un primo y que tenía las dos gomas pinchadas. La tuve que llevar al bicicletero y pagar la compostura.
Partí un sábado a la mañana, temprano. Había pasado bastante tiempo desde la última lluvia y los caminos estaban llenos de tierra. Las ruedas de la bicicleta se hundían en el guadal, pedalear se hacía pesado, y en algunos lugares era mejor bajarse y avanzar a pie. Cada vez que pasaba una chata o un camión, se formaban nubes de tierra que tapaban el camino y que durante minutos enteros me hacían perder en una neblina densa y seca. El guadal se me pegaba a la piel transpirada y yo emergía de las nubes con la ropa, las orejas y el pelo cubiertos de barro.
Al llegar al arroyo paré a descansar y me comí un sándwich de milanesa que había llevado en la mochila. La correntada lenta me salpicaba los tobillos y, en el agua, un cardumen de mojarritas grises esperaba por las migas que de tanto en tanto dejaba caer. Ahí, entre el barro fresco de la orilla, me toqué sin hacer ruido, pensando en el pelo ya cercano y bendito. "Silvina", dejó mi boca escapar su nombre, al quebrarme. Salpiqué el agua con dos o tres gotitas débiles que al contacto con el líquido se solidificaron y se volvieron blancas. Antes de que precipitaran hacia el fondo, las mojarritas las engulleron una a una y escaparon veloces.
Después seguí pedaleando. En el último tramo del camino me encontré con una vaca suelta y su ternero y, un poco más allá, con un gato marrón y negro, de cola muy larga. El gato me miró un rato desde la cuneta polvorienta y se escabulló entre los yuyos altos y secos que crecían junto al alambrado. Supuse que se trataba de un gato perdido, o de un gato ermitaño.
La capilla apareció poco a poco, escondida detrás de una curva. Era muy vieja y parecía abandonada. Frente a ella, un recuadro tapiado y lleno de malezas delimitaba el cementerio: por entre los yuyos se alzaban las puntas herrumbradas de las cruces más altas. Una hilera de cipreses cimbraba en el viento. Uno o dos se habían secado y otro, partido por la mitad, seguía creciendo inclinado sobre un panteón.
La puerta de la capilla estaba cerrada con candado. Justo al lado de la cerradura, metido en un folio transparente pegado a la madera con chinches, un papel informaba que las misas eran domingo de por medio, a la una de la tarde. Hacia un costado, por una escalera de piedra, se subía al campanario. A la campana le faltaba el badajo. Estaba atada con alambre al crucero del cual se sostenía. Sobre uno de los últimos escalones encontré un pedazo de hierro y di dos golpes fuertes en el canto mellado. Seis o siete palomas aletearon entre los cipreses del cementerio, lo sobrevolaron armando un círculo en el cielo y después de un rato volvieron a posarse sobre las tumbas. Dentro de la capilla se escuchó un rumor de ratas corriendo por las vigas. El alambre que ataba la campana al madero gruñó como si estuviera a punto de cortarse. Después, regresó el eco y, después, todo volvió al silencio.
Bajé y rodeé la capilla sin encontrar otra puerta más que la del atrio. Dos de las paredes tenían ventanas, pero cerradas a cal y canto, o clausuradas desde hacía ya muchos años. Estaba a punto de robar una cruz del cementerio para forzar con ella la puerta cuando por el camino apareció una vieja secándose las manos con el delantal.
¿Usted tocó la campana?, me preguntó.
Respondí que sí y que venía a ver la Virgen. La vieja sonrió.
Linda la devoción de alguien tan niño, susurró mientras hurgaba los bolsillos de su vestido. Encontró una llave, sacó el candado y abrió las puertas de la capilla de par en par.
Cuando se vaya toque de nuevo y yo vengo a cerrar, dijo antes de dejarme solo frente a la oscuridad fresca.
La Virgencita estaba al fondo, en una casilla de vidrio. A cada lado, hileras de bancos apolillados armaban un pasillo que encaminaba hacia ella. Era una Virgen morena, bajita, de cara muy dulce. En los brazos tenía un Niño Jesús sin corona, caído un poco hacia atrás. La cabeza de la Virgen estaba cubierta con una mantilla blanca. Esquivé un reclinatorio y me acerqué. Abrí con cuidado la puerta de la casilla, que chirrió. Encasquetada sobre el velo, fijándolo, descansaba una pequeña corona plateada. Miré hacia atrás y encontré la resolana de la siesta reflejándose sobre las baldosas rojas y, más allá, el campo vacío y el cementerio en silencio. Saqué la corona y la dejé a los pies de la Virgen. Después, lento, muy lento, levanté el velo.
Alguien había hecho un nudo con un piolín en medio del manojo de pelo rubio. El nudo formaba la raya en el peinado de la Virgen. Cada mitad del pelo caía hacia uno de los costados, como un manto suave, que enmarcaba la cara de arcilla y se extendía sobre el vestido de tafetán celeste. Una tachuela escondida aseguraba el cabello a la cabeza de la Virgen. Acaricié temblando ese pelo brillante. Lo acaricié de nuevo. Sentí que iba a morir de placer. El cabello que por las noches me rodeaba, atrapándome y haciéndome gemir en sueños, ahora estaba en mis manos, para siempre.
Un ruido leve me arrancó del éxtasis. Me volví; la capilla seguía vacía. Desde el púlpito, adosados a la pared, dos angelitos cachetudos me miraron con ojos ciegos. Me quedé muy quieto. Esperé un minuto largo y el sonido no se repitió.
Habrá sido una rata, pensé y, rápido, de mi bolsillo, saqué la tijera. Corté el cabello al ras, junto al nudo y la tachuela, y la Virgen quedó pelada. Volví a acomodar la mantilla sobre su cabeza. La dejé caída un poco hacia delante, para que nadie notara la falta y apoyé la corona diminuta tal como la había encontrado.
Al retirar la mano rocé sin querer la cabeza del Niñito Jesús y la Virgen se tambaleó. Intenté sostenerla por la base del vestido. Mi mano se aferró a la tela pero debajo de ella no había más que aire y la Virgen bailó sobre sí misma, como un trompo ya sin fuerzas y a punto de caerse. Fue apenas un segundo pero se me hizo eterno. Después, enseguida, la Virgen se aquietó y quedó parada. Di gracias a Dios. Con intriga, levanté hasta la cintura el vestido celeste y pude ver que el cuerpo de la Virgen no era más que un palo sin barnizar clavado sobre una base de madera. Arriba, el tronco se incrustaba en la cabeza de arcilla pintada y hacía las veces de cuello. Más abajo, los frunces del vestido imitaban una figura rolliza y maternal, disimulando con bombés de tela celeste el esqueleto pobre.
Todavía sorprendido dejé caer la falda y acomodé el manto. Tenía en mi bolsillo el manojo de pelos y nada más me importaba.
Cerré la casilla de vidrio, me persigné y corrí hacia afuera. Antes de montar la bicicleta hice sonar un par de veces la campana y desaparecí a toda velocidad por el camino. Llegué a casa a la tardecita, justo cuando mi mamá empezaba a preocuparse. Esa noche, en mi cama, me metí el montón de pelos adentro del calzoncillo. Sentí como me cosquilleaban en la entrepierna y como se escurrían hacia mi ingle. La cara de la Virgen se dibujó en mi memoria, y con una mano repetí el gesto lento de levantarle el vestido. Entonces el pelo terminó de rodearme y me dormí así, humedecido y perfecto.
Pasó el domingo y no veía la hora de que llegara el lunes para ir a la escuela y ver a Silvina. Pero el lunes Silvina faltó a clases. Cuando la maestra entró al aula, su banco, bien adelante, seguía sin ocupar.
Silvina no ha venido a la escuela, dijo la maestra con cara apesadumbrada, porque ayer falleció su hermanito. El grado la miró en silencio. Yo bajé la cabeza.
No tienen de qué preocuparse, siguió. Era un bebé y se ha ido derecho al cielo. Ahora nos cuida desde allá.
¿Por qué se murió el hermanito de Silvina?, preguntó alguien desde el fondo del aula.
Nació muy enfermo, pero ustedes no piensen en eso. Ustedes son chicos sanos e inteligentes y ahora me van a mostrar los deberes que hicieron para hoy, contestó la maestra.
¿Pero la Virgen no iba a salvarlo?, preguntó alguien más, también desde el fondo.
¿Silvina no le había llevado el pelo de regalo para que la Virgen lo salvara?, se sumó otro de mis compañeros. La maestra, esta vez, no supo qué contestar.
Más manos se levantaron. Todos, menos yo, tenían preguntas para hacer. La maestra respondió algunas. Al final, nos pusimos de pie, nos tomamos de las manos y rezamos un Padre Nuestro.
Cuando terminamos yo estaba llorando.
Me sequé las lágrimas en secreto, con el borde del guardapolvo.
Ni bien arriaron la bandera y la señorita directora nos dejó partir, corrí a casa. Había escondido el pelo en el fondo de mi mesa de luz, envuelto en una bolsa de nylon. Agarré el atado y lo puse en mi mochila. Pedaleé a toda velocidad hasta llegar a la plaza. La iglesia tenía las puertas entreabiertas. Me metí en silencio y caminé entre los bancos, rumbo al sagrario, donde una lamparita eléctrica con forma de cirio titilaba continuamente. A un costado, en un altar lateral, había una Virgen de manto blanco y dorado. A sus pies, entre cabitos de velas
y un ramillete de flores plásticas, dejé la bolsa de pelo.
El sol quemaba cuando salí de la iglesia y su resplandor me encegueció por un momento. Cabrera emergía de la siesta. Frente a la casa velatoria, del otro lado de la plaza desierta, se había organizado una procesión de autos. La encabezaba un coche largo que cargaba el cajoncito rodeado de coronas y palmas. Detrás, en otro auto negro, iban los padres de Silvina y una de sus abuelas. Más autos, camionetas y un Rastrojero los seguían en fila india. La caravana rodeó lentamente la plaza. Al pasar frente a mí, pude entrever, detrás del vidrio del segundo de los coches, la cara de Silvina. No lloraba. Miraba hacia delante con ojos duros. Parecía enojada.
Yo no supe qué hacer y levanté la mano para saludarla.
Ella no me vio y el cortejo siguió de largo, camino al cementerio.
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