Por Leonardo M. D'Espósito
En las primeras dos décadas de este siglo, algo pasó con el cine. Cada vez resulta más difícil sostener el negocio de la exhibición sin "tanques", esas inmensas películas diseñadas para un público amplísimo, con costos que crecen mes a mes, y basados en material previamente conocido por los potenciales espectadores. Podríamos instalar aquí una queja, pero sería demasiado repetida: Hollywood ha apostado desde su inicio por el gran espectáculo inclusivo. "Inclusivo", aclaremos, en dos sentidos: que incluya a todo tipo de espectadores y que los sumerja en el mundo que plantea la pantalla. No es novedad que los "tanques" existan: la película más vista de la historia sigue siendo Lo que el viento se llevó, una producción gigantesca que hoy sería imposible sin gastar millones en trucos digitales, lo que la hermana al menos en ese sentido con la última reencarnación de Star Wars. Cada año nos enteramos de que un nuevo tanque se ha convertido en "la película más cara de la historia" (dejemos de lado el detalle de la depreciación de la moneda desde 1895 a la fecha) y cada vez más esas películas son el único sostén del negocio de filmar para la pantalla grande. En Hollywood se usa el término tentpole, el poste que sostiene la carpa. Si el poste se cae, la carpa también: si el tentpole no hace dinero, el negocio sufre. Los medios estadounidenses dedicados a la actividad cinematográfica -que no al arte- han visto 2017 como un año donde se ha perdido más de lo que se ha ganado, donde muchos de esos tentpoles funcionaron por debajo de las expectativas o, directamente, no funcionaron.
La explicación es engorrosa. Nunca se vieron tantas películas como hoy, nunca hubo mayor variedad para el entetenimiento audiovisual. Y salvo en China -donde el crecimiento de la audiencia de un 10% anual durante cinco años hoy da señales de lentitud-, el público de las salas decrece, aunque crece la cantidad de salas dedicadas al estreno de un solo film. Ejemplo: el 14 de diciembre se estrenó en la Argentina el Episodio VIII de Star Wars en casi 500 pantallas. Es decir, mucho más de la mitad de las que dispone el país. ¿Por qué? Para capturar rápido y casi monopólicamente al público. Hoy, si una película de alto (altísimo) presupuesto no recupera su inversión en los primeros quince días, es considerada un fracaso. Cuestan más, salen en más pantallas, se queman más rápido y casi no tienen competencia. Pero los públicos por un lado se saturan y, por otro y como paliativo a la saturación, viran a Internet, al video on demand, al celular o la PC.
Esta nota no quiere hablar del negocio en sí, sino de estética cinematográfica. La situación que describimos no implica que las películas deban ser malas. Tampoco que puedan, por intervención de una fórmula mágica, ser siempre exitosas. O que una película mala no pueda ser un éxito, o viceversa. El problema inflacionario del tanque ha generado no una falta de originalidad (cuando la civilización llegó a Shakespeare y Cervantes ya tenía todo inventado ¿O acaso Madame Bovary no parte de una idea similar a la del Quijote? Sin contar con que el Bardo "robaba" argumentos donde los encontrase) sino una falta de respeto por la inteligencia del espectador. Hay excepciones, por supuesto: todavía en esa categoría se encuentran films notables (la comicidad anárquica de Thor-Ragnarok, por ejemplo, es bastante original para el género "superhéroes"). Pero son eso, excepciones.
Lo que ha pasado es que el cine de gran espectáculo se ha vuelto conservador al punto de temer cualquier invención o desborde. O, peor, a temer cualquier reflexión. Los films pueden ser entretenidos, vibrantes; pueden proveernos de una dosis de adrenalina de esas que solo pueden causar una intimación de la Afip o una carta documento del consorcio. Pero terminado el viaje, se acabó y, como en una montaña rusa, para recuperar la emoción (casi puramente física) hay que pagar otra entrada. El arte forja memoria y muchas de estas películas, no.
La cantidad de "tanques" de 2017 es enorme. Ganó el cine de superhéroes (nueve estrenos, entre ellos Logan, Guardianes de la Galaxia Vol. 2, Mujer Maravilla, El Hombre Araña: regreso a casa, Liga de la Justicia), hubo varios relanzamientos (les llaman reboots) como Kong: la isla Calavera, La Momia o El Rey Arturo; mucha animación familiar "de marca" (Sing, Moana, Mi villano favorito 3, Los Pitufos y la Aldea Perdida, Cars 3), inclasificables como Blade Runner 2049 y tradicionales como Episodio VIII. En casi todos los casos, el olvido inmediato gana por encima de la memoria de una escena, un diálogo, un personaje, una situación. Eso de que, como decía Cabrera Infante, el cine es la Arcadia del siglo XX (o XXI, para el caso) que forja todos los mitos modernos ya no es así. Sin memoria, no hay mitos.
No hace mucho, cuando un verdadero cineasta se ocupaba de un tanque, había memoria, había mitología y había metáfora que permitía pensar el mundo cotidiano (Afip y consorcio incluidos) desde la fantasía para volver renovados a él. La fantasía es siempre el territorio del cuento de hadas, y hasta el más macabro de los films de horror es en el fondo pariente de La Cenicienta. Películas como Misión: Imposible-Nación secreta (Christopher McQuarrie, 2015), Star Wars Episodio VII El despertar de la fuerza (J.J. Abrams, 2015), Guardianes de la Galaxia (James Gunn, 2014), Iron-Man 3 (Shane Black, 2013); o, más atrás pero central, Avatar (James Cameron, 2009), Ratatouille (Brad Bird, 2007), o Guerra de los Mundos (Steven Spielberg 2005) no solo son grandes tanques, sino que además incluían ciertas dudas. En todos los casos se trataba de presentar un ejemplo de género establecido y trabajar sobre una franquicia o un nombre conocido para, además, reflexionar sobre el propio hecho cinematográfico.
Del cine como arte a la industria del merchandising
El término "barroco" suele usarse para hablar de lo complicado, de lo demasiado adornado. Pero "barroco" es otra cosa: es el estadio en el que un arte llega a contemplarse a sí mismo en forma de pregunta. Es Velázquez mostrando cómo pinta Las Meninas en el cuadro Las Meninas, esa travesura genial. Es Don Quijote encontrándose en la Segunda Parte con el manuscrito de la Primera Parte. Es Hamlet montando una obra teatral que narra el asesinato de su padre ante los propios asesinos. El cine, un arte que se basa absolutamente en la reflexión (la cámara es un espejo que guarda lo que refleja para luego volverlo a mostrar), estaba destinado a ser naturalmente barroco. Pero su verdadero "período barroco" comenzó en los años setenta, cuando una nueva generación de cineastas (Scorsese, Coppola, Spielberg, De Palma, Friedkin) se preguntó cómo reconstruir el encanto onírico y metafórico del gran Hollywood clásico en un mundo donde el Sueño Americano había terminado en Vietnam y Watergate. Apelaron a la cita de los maestros y a utilizar fragmentos de la memoria cinematográfica como herramienta crítica. ¿Para Hitchcock Vértigo era una tragedia sobre la fascinación (erótica) por la muerte? Para De Palma, este mundo ya no puede soportar ese sentimiento trágico y entonces Doble de cuerpo es pura parodia desesperada de Vértigo. Spielberg, el gran optimista, hizo algo similar al dar vuelta la idea de un invasor extraterrestre asesino en Encuentros cercanos del tercer tipo, que además incluía citas a Pinocho y a John Ford.
Casi toda la década de los ochenta, la que siguió a la explosión del "neo Hollywood", fue pura reflexión barroca donde los géneros se mezclaban y la corrección política o el temor no habían herido las tramas familiares. Hoy sería impensable la secuencia incestuosa de Volver al futuro, las muertes crueles y cómicas de Gremlins, el aspecto hipersexuado de Jessica en ¿Quién engañó a Rogert Rabbbit?. Si quieren saber cómo el miedo por la pérdida de un centavo en una producción hipertrófica acabó con este barroco lleno de preguntas, comparen La Bella y la Bestia, animada, de 1991 (donde la masa se equivoca y hay momentos de oscuridad política bastante interesantes) con la versión "con actores", políticamente correcta y pasada por lavandina de 2017. Si aquel film reflexionaba sobre los lugares comunes del musical, el cuento de hadas y el propio estilo Disney y los curaba para un nuevo público sin dejar respuestas fáciles (puro gesto barroco), la nueva versión inflaciona la trama con elementos inútiles y solo presenta un puro decorado.
Es decir, el período barroco parece terminado. En parte, por la desesperación de los grandes estudios por cuidar sus franquicias. El cine no es el negocio principal sino la venta de productos derivados: la pura repetición cambiando el estilo de un personaje genera un muñequito nuevo. Pero el film debe ser exitoso para eso; una película que no vende tampoco vende juguetitos (vean lo mal que le fue en ese aspecto a Steven Spielberg con su versión de Tintín, una película también reflexiva sobre la aventura y muy buena a pesar de su magro resultado comercial). El estreno en salas no solo debe hacer dinero, sino que además es aquello que instala una película en el mundo (aunque, seamos claros, hoy hay series-evento como Stranger Things o Game of Thrones, que están desplazando, redes sociales mediante, el impacto que solían tener las alfombras rojas de las premieres fílmicas). Toda innovación, toda pregunta genera miedo en los productores, especialmente si cada uno de estos espectáculos cuesta hoy por encima de los u$ 250 millones, sin contar el lanzamiento global. Hay que recaudar el triple para que rinda y cada vez es más difícil. Lo que abre la puerta a un realizador cada vez más efectivo en lo técnico y menos cuestionador en lo estético. Dicho de otro modo, no hay cineastas.
Gracias a las nuevas tecnologías, nunca ha sido más fácil crear las imágenes que pasan por nuestra cabeza. Paradójicamente, la imaginación no es lo que prima en el cine a pesar de eso. Quizás, justamente, porque el espectador también comprende la facilidad y eso destruye la necesidad del tropo poético y de la pregunta por su empleo. ¿Qué representaba el tiranosaurio de Jurassic Park en 1993? El poder atávico, la fuerza de la Naturaleza que no podía ser reducida a la razón, algo esencial y primitivo. ¿Qué representa el (mismo) tiranosaurio en Jurassic World, de 2015? Que el bicho de Jurassic Park va a reventar al malo de la película nueva. La referencia que era campo de discusión y de conversación con el espectador hoy es adorno.
Vean, por ejemplo, uno de los pocos tanques interesantes del año, Kong: la Isla Calavera. Es la "precuela" de King Kong, y narra cómo un soldado de fortuna y unos marines que han perdido en Vietnam y acaban de ser desmovilizados, invaden la Isla del simio rey. Hay alusiones directas a Vietnam y, sobre todo, a Apocalypse Now. Hay un personaje cómico (John C. Reilly), un villano (Samuel Jackson), un montón de criaturas gigantes, algunas bellas (un buey monumental) y otras terroríficas (los ciegos lagartos blancos), hay un discurso ecológico, hay un héroe a lo Indiana Jones (Tom Hiddleston) y una heroína que además es una ganadora del Oscar (Brie Larson). No falta ningún elemento de la fórmula, ni siquiera la escena post-créditos que anuncia más capítulos y más monstruos. Pero la mayor parte de estos elementos están porque el esquema del negocio lo exige, no porque sean necesarios. El film en sí puede reducirse, de sus más de dos horas de duración, a apenas una y media (con mucho). Todo lo demás es decoración, y eso que hablamos de una película "buena", una que tiene al menos dos secuencias de acción memorables en más de un sentido. Pero no hay más ideas que las gráficas, aunque eso es mucho más de lo que pueden ofrecer films como Transformers: El último caballero, Liga de la Justicia, Cars 3, La Momia o El Rey Arturo. Cuando una película no cuestiona o se cuestiona -y esto no implica hacer discursos políticos, otra forma cosmética de "cuestionar" sin que eso suceda realmente-, cuando no deja preguntas -sea del presupuesto o del género que fuere-, no dialoga con el espectador ni queda en su memoria. Como el teselado complejo de un patio viejo, no es más que una sucesión de adornos. El cine de gran espectáculo, pues, ha dejado de ser barroco para ser ocasionalmente bello pero en general inútil. Es decir, rococó. O, para decirlo con más propiedad, rocokong.
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