Hay una sala dentro del Museo Nacional de Bellas Artes que carga con una potencia simbólica arrolladora. Hay que subir las escalinatas que dan a la Avenida Libertador, atravesar la puerta principal del museo, introducirse en ese mejunje que mezcla cosas como vasijas de Asia, retratos del siglo XVI y esculturas de Miró y doblar a la derecha. Sobre las paredes oscuras de la sala 23, nueve cuadros (de los 17 óleos que tiene en su patrimonio) apaisados y horizontales muestran escenas panorámicas de la Guerra de la Triple Alianza —entre la miniatura de los soldados y la coloración del paisaje— con un despojo y una virtud que conmueven. Se trata de la obra de Cándido López, "el manco de Curupaytí", un hombre que podía transformar la atrocidad de la guerra, la mueca turbia de la muerte cuerpo a cuerpo en un manifiesto a la belleza. Quizás sea porque la única forma de superar el terror es atravesándolo, lanzarse de lleno hacia él, vivirlo, más nunca negarlo, y luego sí, narrar una experiencia genuina e intransferible. Hacer del pavoroso horror bélico, una nueva belleza. Eso hizo Cándido López: del horror, belleza.
Algo pasó en la cabeza de este pintor nacido en la lejana Buenos Aires de 1840 cuando estalló la Guerra del Paraguay. Porque el destino parecía estar firme, recto. Empezó trabajando con la fotografía, el daguerrotipo y sin embargo no lo convencía. En cambio la pintura sí, era más maleable y expresiva. Como retratista, era uno de los pocos, entonces se volvió su trabajo. Recorrió ciudades de la provincia de Buenos Aires y Santa Fe, todos querían retratos. En Mercedes, por ejemplo, retrató al flamante presidente recién asumido Bartolomé Mitre. Algo pasó por su cabeza, porque estaba aprendiendo muchas cosas del muralista Ignacio Manzoni y del pintor italiano Baldassare Verazzi, de hecho tenía pensado ir a Europa a seguir mejorando su técnica, pero algo, de repente, apareció y le hizo click: en 1864 la guerra era innegable y quizás un poco por el fulgor nacionalista o por la inocente defensa de un pueblo recientemente delimitado o por la necesidad de tener una experiencia trascendente decidió enrolarse en el Batallón de Guardias Nacionales de San Nicolás. Sabía leer y escribir entonces lo pusieron como Teniente 1° y le asignaron un pelotón, pero como aún no sabía manejar un arma prefirió el cargo de Teniente 2°.
Allí estaba Cándido López, un pintor en expansión y lleno de inquietudes, con una técnica que se mejoraba día a día pero que aún le quedaba mucho por aprender, con una bayoneta en la mano, traje militar, a las órdenes del coronel Juan Carlos Boerr, de la división del general Wenceslao Paunero, marchando hacia la muerte. Algo habrá pasado en su cabeza. Así lo decidió.
Cuando Cándido López volvió de la Guerra del Paraguay lo hizo en condiciones lamentables. Una granada había estallado a su lado y con la explosión perdió el brazo derecho —aunque hay historiadores que dicen que fueron las esquirlas de una metralla y, tras estar vendado en vano, debieron amputarlo—. Era derecho, justo esa mano.
Estando en combate, en sus tiempos libres, se dedicaba a pintar paisajes de campamentos militares. Elegía un lugar alto y hacía bocetos. En la película Cándido López y los campos de batalla (2006), el director y narrador José Luis García visitó esos lugares, puso una escalera alta e imitó su perspectiva. "Todas sus pinturas —dice García en el film— tienen un punto de vista de altura desde el cual se pueden ver muchas acciones al mismo tiempo: todos los hombres son igual de pequeños frente a la naturaleza". Pero ahora ya no podría hacerlo: estaba herido de la peor manera, la que imposibilita la alegre cotidianidad de hacer lo que a uno le gusta. No es difícil imaginarlo en la trinchera envuelto en un clima húmedo, los cientos de soldados muertos alrededor, los otros tantos siendo atendidos por los médicos, con el calor del Paraguay mezclado con el dolor insoportable, sosteniendo su muñón vendado, agonizando, mirando al cielo anaranjado, sabiéndose ahora un hombre común ya sin posibilidad de producir arte, pero además temiendo por su vida.
En 1866, tras dos años de estar en el frente de batalla, pasó a retiro como inválido de guerra. Su convalecencia fue agónica, su tristeza seguramente mayor.
La novela de Germán Padinger publicada en 2016, Retrato de Marte. Una historia de soldados en la Guerra del Paraguay, da ese pantallazo: un soldado común y corriente, un tal Daneri, vive sin demasiada empatía ni fanatismos nacionalistas la desazón de una masacre cruenta y asfixiante; el día a día en convivencia con el calor, los tiros, la sangre, la muerte. Detrás de los coloridos cuadros de Cándido López, de sus horizontes chispeantes, esa desesperación se percibe.
Al volver de la guerra, su suerte no podía ser otra: la miseria. Pero tenía optimismo, puso un atril y, con su mano izquierda, improvisó algunos trazos. ¿Cuán difícil?, si los conocimientos y la sensibilidad estaban en su cabeza, sólo era cuestión de entrenar su brazo menos hábil, ahora el único. Tenía 26 años y una voluntad de hierro. Sabía que lo mejor aún no lo había pintado. Tenía una nueva obsesión: la guerra, eso que había empezado a bocetar en el campo de batalla. Pintó y pintó pero sin lograr ganar dinero. La pobreza le golpeaba los talones. Entonces le escribió a Mitre —quien mostraba orgulloso el retrato que Cándido López le había hecho— pidiéndole ayuda. Finalmente recibió un subsidio a cambio de una serie de cuadros que documenten la Guerra del Paraguay. Ese era el trato, inmejorable.
"Antes de hacer esto no era un pintor interesante y era fotógrafo, —dice el artista Lux Lindner en el cortometraje Cándido López, episodios de la guerra— así que posiblemente si no le hubiera pasado nada, si hubiera vuelto de la guerra incólume, quizás se hubiera dedicado a hacer cuadros olvidables, como retratos chupamedias de las jerarquías del momento y nos hubiéramos olvidado de él".
Para el historiador de arte Roberto Amigo, Cándido López "siempre se ubica en las líneas del mercado". No era un pintor cerrado únicamente a su obsesión, sino que se amoldaba a lo que la época exigía y, sobre todo, se adaptaba con tal de sobrevivir, con tal de ganar con su arte el dinero que le permitiera vivir. Hizo daguerrotipos, retratos de niños, de políticos, naturalezas muertas muy de moda en esos tiempos. Sin embargo, para que una obra salte como un resorte de entre la aburrida manifestación de lo predecible que construye toda época es necesario contar algo más. Y en ese algo más se esconde una llama de fuego que pronto, cuando la distancia histórica de los que saben mirar lo evalúe, trascenderá ese mercado de lo olvidable. Por eso, cuando alguien ve un cuadro de Cándido López, jamás lo olvida.
Tras el sangriento conflicto que duró siete años donde la Triple Alianza (Argentina, Uruguay y el Imperio del Brasil) mató alrededor de 300 mil paraguayos, Cándido López no trató de olvidar ese horror, sino que lo canalizó en sus obras. Ya con su mano izquierda entrenada y la voracidad pictórica renovada, pintó y pintó, sin parar. Entre 1888 y 1901 hizo los principales cuadros, esos que hoy están en el Museo Nacional de Bellas Artes. Al año siguiente, en un campo que había alquilado en la ciudad bonaerense de Baradero, dejó este mundo y se fue para siempre. Murió el 31 de diciembre de 1902. El último día del año. Al igual que hoy. Hace 115 años. Su trabajo ya estaba hecho.
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