Hasta el Papa de Roma ha suspendido sus viajes por un mes. Por un mes, mientras dure el Mundial de Italia, estaré yo también cerrado por fútbol, al igual que muchos otros millones de simples mortales.
Nada tiene de raro. Como todos los uruguayos, de niño quise ser jugador de fútbol. Por mi absoluta falta de talento, no tuve más remedio que hacerme escritor. Y ojalá pudiera yo, en algún imposible día de gloria, escribir con el coraje de Obdulio, la gracia de Garrincha, la belleza de Pelé y la penetración de Maradona.
En mi país, el fútbol es la única religión sin ateos; y me consta que también la profesan, en secreto, a escondidas, cuando nadie los ve, los raros uruguayos que públicamente desprecian al fútbol o lo acusan de todo. La furia de los fiscales enmascara un amor inconfesable. El fútbol tiene la culpa, toda la culpa, y si el fútbol no existiera, seguramente los pobres harían la revolución social y todos los analfabetos serían doctores; pero en el fondo de su alma, todo uruguayo que se respete termina sucumbiendo, tarde o temprano, a la irresistible tentación del opio de los pueblos.
Y la verdad sea dicha: este hermoso espectáculo, esta fiesta de los ojos, es también un cochino negocio. No hay droga que mueva fortunas tan inmensas en los cuatro puntos cardinales del mundo. Un buen jugador es una muy valiosa mercancía, que se cotiza y se compra y se vende y se presta, según la ley del mercado y la voluntad de los mercaderes.
Ley del mercado, ley del éxito. Hay cada vez menos espacio para la improvisación y la espontaneidad crea- dora. Importa el resultado, cada vez más, y cada vez menos el arte, y el resultado es enemigo del riesgo y la aventura. Se juega para ganar, o para no perder, y no para gozar la alegría de dar alegría. Año tras año, el fútbol se va enfriando; y el agua en las venas garantiza la eficacia. La pasión de jugar por jugar, la libertad de divertirse y divertir, la diablura inútil y genial, se van convirtiendo en temas de evocación nostalgiosa.
El fútbol sudamericano, el que más comete todavía estos pecados de lesa eficiencia, parece condenado por las reglas universales del cálculo económico. Ley del mercado, ley del más fuerte. En la organización desigual del mundo, el fútbol sudamericano es una industria de exportación: produce para otros. Nuestra región cumple funciones de sirvienta del mercado internacional. En el fútbol, como en todo lo demás, nuestros países han perdido el derecho de desarrollarse hacia adentro. No hay más que ver los seleccionados de Argentina, Brasil y Uruguay en este mundial del 90. Los jugadores se conocen en el avión. Solamente un tercio juega en el propio país; los dos tercios restantes han emigrado y pertenecen, casi todos, a los equipos europeos. El Sur no sólo vende brazos, sino también piernas, piernas de oro, a los grandes centros extranjeros de la sociedad de consumo; y al fin y al cabo, los buenos jugadores son los únicos inmigrantes que Europa acoge sin tormentos burocráticos ni fobias racistas.
Parece que muy pronto cambiará la reglamentación internacional. Los clubes europeos podrían, de aquí a poco, contratar a cuatro, o quizá cinco, jugadores extranjeros. En ese caso, me pregunto qué será del fútbol sudamericano. No nos van a quedar ni los masajistas.
En estos tiempos de tanta duda, uno sigue creyendo que la tierra es redonda por lo mucho que se parece al balón que gira, mágicamente, sobre el césped de los estadios. Pero también el fútbol demuestra que esta tierra no es muy redonda que digamos.
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