El 20 de junio de 1811, poco más de un año después del inicio de la Revolución de Mayo en el Río de la Plata y contra el dominio español, el Ejército Auxiliar del Perú, enviado al norte para expandir la revuelta, se preparaba para presentar batalla contra los realistas en las cercanías de Huaqui (Guaqui), actual Bolivia.
Pero se les adelantaron.
El general José Manuel Goyeneche, avisado de los movimientos de los revolucionarios por una superior red de inteligencia, organizó a sus tropas en dos columnas y marchó hacia el campamento enemigo flanqueado por el lago Titicaca y el río Desaguadero, en el Alto Perú y a casi 3.900 metros sobre el nivel del mar.
Tenía unos 6.000 hombres a su mando y la iniciativa.
El Ejército Auxiliar del Perú, al mando del abogado rioplatense Juan José Castelli, no tuvo más opción que abandonar sus planes de ataque y montar un dispositivo improvisado de defensa con su contingente de otros 6.000 hombres, uno de los más grandes reunidos durante las guerras de independencia hispanoamericanas.
Algunas de estas tropas venían del victoria en la Batalla de Suipacha, en noviembre de 1810, y el ejército completo era el resultado de una orden de la Primea Junta surgida en Buenos Aires tras la Revolución. El objetivo era nada más, ni nada menos, que enfrentar la contrarrevolución y liberar al Perú.
Más allá de la sorpresa y las malas decisiones de parte de Castelli, un hombre sin formación militar, la batalla enfrentaba a dos ejércitos de similares proporciones y se anticipaban combates duros.
Pero lejos de una simple victoria y o una derrota, Huaqui derivó en un desastre total cuando Juan José Viamonte, que comandaba el regimiento n°6 de infantería en el centro, destacó a cuatro compañías (unos 400 hombres) en la quebrada de Yuraicoragua para hacer frente a una avanzada enemiga muy superior y evitar quedar cortados.
Los hombres se enfrentaron a una columna realista que sumaba entre 1.500 y 2.500 hombres, fueron barridas por el fuego en una pelea que no podían ganar, ni siquiera pelear, y desbandaron en pánico.
En la carrera por su vidas, en todas las direcciones, llevaron gritos desesperados de derrota, desastre y masacre, y ese mismo pánico infectó de tal manera en todas las unidades que de a poco el Ejército Auxiliar se fue desbandando ante el avance realista, y cesó de existir, dando paso a una turba de dispersos que intentaba volver a sus tierras a cualquier costo.
Este es el tema central del último libro del historiador argentino Alejandro Rabinovich, Anatomía del Pánico, que acaba de ser publicado por la Editorial Sudamericana tras una larga investigación. La composición de los ejércitos, la historia del combate "una vez que empiezan los tiros y los sablazos", y el fenómeno del pánico en soldados que se encontraban a miles de kilómetros de sus hogares, en una tierra lejana y sin aire por la altura, son parte de la reconstrucción en base a documentos que llevó adelante Rabinovich.
Infobae pudo dialogar con el autor, doctor en Historia y Civilizaciones por la Escuela en Altos Estudios Sociales de París y profesor de historia en la Universidad Nacional de La Pampa, acerca del efecto del pánico en la guerras del siglo XIX y la importancia de Huaqui en una revolución que, tras largos y sangrientos años, terminó con el poder español en casi toda Sudamérica.
-En el libro se define al pánico, en el ámbito de la guerra, como "un repentino brote de terror que recorre las filas de un ejército y lo pone en fuga, precipitando su derrota". Es interesante pensar que en toda batalla y en toda guerra hay peligro de una desbandada fruto del pánico. ¿Tenía este fenómeno una preponderancia mayor en las batallas del siglo XIX, y si es así, por qué?
Efectivamente, en el período que estudia el libro los pánicos se vuelven un problema mayor para las conducciones de los ejércitos (en nuestra región, al de Huaqui siguieron el de Vilcapugio y el de Cancha Rayada). Tenemos que pensar que en el siglo XIX, la forma de hacer la guerra adoptada por los militares europeos (y copiada transitoriamente por los sudamericanos) le impone al soldado un desafío terrible. Se supone que el soldado de infantería avance hacia el fuego de pie, erguido, al paso, sin bajar la cabeza ni tirarse al piso ni ocultarse tras una piedra.
En ciertas ocasiones los soldados van a tener que pasar largos minutos y hasta horas parados así, sin mover un dedo, recibiendo fusilazos y cañonazos, viendo como los camaradas van cayendo y son destrozados por el fuego enemigo.
En culturas anteriores los hombres se afrontaban al enemigo cubiertos de hierro, con escudos enormes que les permitían defenderse. En cambio, en el siglo XVIII y XIX hay una especie de fatalismo que impone afrontar la muerte sin ninguna defensa, pero esa idea de "poner el pecho a las balas" es una exigencia inhumana e irracional, que va generando una presión tremenda sobre la tropa, que se rebela o entra en pánico.
El problema es que las armas de fuego se van volviendo cada vez más potentes y la carnicería se vuelve más espantosa. Esto es lo que hace crisis en la primera guerra mundial e impone cambiar la forma de combatir.
-Considerando el chispazo inicial del pánico en Huaqui derivado del envío por parte de Viamonte de 400 hombres a batirse con 2.000 en la quebrada, que tras ser derrotados infectaron de miedo al resto de la tropa, ¿puede entenderse que hay un error central que derivó en el terror y que tiene bases racionales, es decir el envío de soldados en condiciones extremadamente vulnerables a lo que, parecía, una muerte segura?
-En el libro concluyo que efectivamente se detectan varias tendencias preocupantes en la forma de comandar de los generales rioplatenses del Ejército Auxiliar del Perú. La de destacar divisiones muy pequeñas a cumplir misiones peligrosas, sin coordinar el apoyo con otras divisiones, es una de ellas, y por eso los realistas los pueden batir en detalle. Pero el problema en realidad es más profundo: la revolución de mayo de 1810 implicó que Buenos Aires iba a tener que hacer la guerra a una escala enorme, en varios frentes situados a miles de kilómetros de la capital. Se le exigió entonces, a los pocos comandantes disponibles, que asumieran responsabilidades para las que no necesariamente estaban capacitados. ¿Qué experiencia de guerra de montaña podía tener un oficial como Viamonte? ¿Cuándo había comandado en jefe una batalla campal? ¿Qué conocimiento tenía del terreno y la región donde se batía si no tenían ni mapas y habían llegado allí por primera vez la víspera? Entonces estos oficiales fracasan, pero cuando los enjuician en Buenos Aires su descargo es conmovedor: no se consideraban a sí mismos generales y estaban haciendo lo que hacían porque la revolución se los pedía. Y si esto es así para un militar de carrera como Viamonte, imaginemos lo que podían saber de estrategia abogados como Castelli y Belgrano.
-¿Qué se jugaba exactamente la revolución en Huaqui y cómo logró recuperarse de un desbande de esta magnitud?
-En Huaqui la revolución se juega mucho. Ante todo, la posibilidad de darle un cierre rápido y económico a la guerra revolucionaria y ahorrarse los 15 años de destrucción que siguieron y que dejaron a toda la región devastada, retrasando por décadas su desarrollo. No es por hacer historia contrafáctica, pero si Goyeneche era derrotado en 1811 el virrey del Perú no tenía mucho más para oponerles a los revolucionarios y lo más probable es que el sur del Perú se hubiera plegado inmediatamente a ellos. La ola de arrastre hubiera forzado a Lima a negociar y es imaginable una Hispanoamérica sin virreyes, lo que abría desde ya perspectivas de largo plazo diferentes.
La derrota total en Huaqui (el "desastre", como lo llamaron los contemporáneos) implicó en cambio la separación del Alto Perú, la ruina económica por perder los recursos de Potosí, el repliegue del ala morenista de la revolución, la prolongación indefinida del conflicto y el desmembramiento del viejo virreinato rioplatense. Es por eso que Huaqui no se estudia en las escuelas, a pesar de haber sido una batalla mucho más grande que Chacabuco o Maipú: es una derrota tremenda, inapelable, de la que (por culpa del pánico) no se salva casi nada de un ejército de 6.000 hombres. Si la historia de la revolución no terminó allí es porque Belgrano desobedece al gobierno y, contra toda probabilidad, frena a los realistas que ya habían avanzado hasta Tucumán, y porque en 1812 va llegando de Europa una camada de militares más profesional (entre ellos José de San Martín) que le van a dar a los ejércitos un nuevo despliegue.
-¿Cómo era la cultura de guerra del Río de la Plata en tiempos de la revolución?
-Al iniciarse la guerra todas las fuerzas existentes tienen una fuerte impronta miliciana, con un componente voluntario y un entusiasmo que vienen de la lucha contra las invasiones británicas.
El gobierno revolucionario va a intentar transformar esas milicias en ejércitos de línea que peleen a la europea y Huaqui es el primer gran fracaso de esta estrategia. Luego en el Ejército de los Andes San Martín va a ensayar una versión más moderna del modelo europeo, inspirada en las novedades de los ejércitos napoleónicos. Pero en definitiva estos esfuerzos dejan exhaustas las arcas estatales y generan una tremenda resistencia entre los paisanos que son arrancados de sus casas para ir a pelear a miles de kilómetros bajo una disciplina de hierro. En paralelo se va gestando un modelo alternativo que se va a terminar por imponer: el de las milicias de a caballo que ensayan primero Artigas y Güemes y que, tras el colapso del Estado en 1820, van a adoptar todas las provincias. Es lo que me gustaría analizar en mi próximo libro.
-¿Qué interés existe entre los investigadores actualmente por las batallas y guerras del siglo XIX, y por el enfoque conocido como de la historia-batalla?
-En Argentina, teniendo en cuenta nuestra traumática historia política durante el siglo XX, la historia de la guerra y de lo militar en general estuvo vedada de las universidades durante mucho tiempo. La historia militar, con ciertas excepciones, la hacían historiadores castrenses que se mantenían mayormente aislados de los desarrollos que ocurrían en el resto de la academia.
Por otro lado, y con la excepción de Halperín Donghi, los historiadores profesionales trataban al siglo XIX como si la guerra no hubiese ocurrido. Esto empezó a cambiar en los últimos 15 años y hoy ya contamos con una historiografía pujante en todo lo referido al impacto social, económico y sobre todo político de los durísimos conflictos que forjaron a la región. Me parece, sin embargo, que el combate propiamente dicho (como digo en el libro, "lo que pasa una vez que empiezan los tiros y los sablazos") había quedado totalmente relegado, como si fuera algo irrelevante o anecdótico. Lo que propongo en el libro es subsanar esto aplicando metodologías que se están usando con mucho éxito en otros países (y que recurren a aportes multidisciplinarios como los de la antropología, la sociología, la psiquiatría militar) y que nos permiten, a partir del estudio de las batallas, articular toda una historia social de la guerra en nuestro país y en la región.
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