Por Analía Páez
El desconcierto, la obsesión y los recuerdos son las constantes de La respiración cavernaria, el nuevo trabajo de la escritora argentina Samanta Schweblin, donde la protagonista, una mujer que padece Alzheimer, guarda en cajas todas sus pertenencias esperando el momento de la muerte mientras el mundo circula de manera extraña.
"La lista era parte de un plan: Lola sospechaba que su vida había sido demasiado larga, tan simple y liviana que ahora carecía del peso suficiente para desaparecer. Había concluido, al analizar la experiencia de algunos conocidos, que incluso en la vejez la muerte necesitaba un golpe final", escribe Schweblin al comienzo del relato.
La respiración cavernaria forma parte del libro de cuentos Siete casas vacías, ganador del premio Narrativa Breve Ribera del Duero en 2015; esta es una edición especial de aquel relato, en formato apaisado y con ilustraciones de Duna Rolando.
Schweblin (Buenos Aires, 1978) estudió cine y televisión y sus primeros libros de cuentos (El núcleo del disturbio" y "Pájaros en la boca") obtuvieron los premios del Fondo Nacional de las Artes y Casa de las Américas. Distancia de rescate, su primera novela, obtuvo el premio Tigre Juan y fue nominada al Man Booker Prize 2017.
La autora se fue a vivir a Berlín hace algunos años con una beca, y decidió quedarse. En este relato, que tematiza la enfermedad de Alzheimer, se describe cómo Lola, una mujer mayor que hace muchos años perdió un hijo, trabaja todo el día en el armado de cajas y la confección de listas para no olvidar cosas de la vida cotidiana. "Él", su marido que no posee nombre, la ayuda cargando las cajas rotuladas hasta el galpón.
Al lado del hogar del matrimonio hay una casa tomada con una familia que tiene un hijo adolescente que entabla una rara relación con "él"; eso a ella la mantiene atenta pero a la vez con miedo, porque no sabe qué interés tiene ese chico que se me mete todos los días en el galpón. Hasta que un día la muerte se hace presente en la historia.
– ¿De dónde salió La respiración cavernaria?
– Después de muchos años sin verlo, visité a mi abuelo paterno, que vivía en Bariloche. Estaba casado con una mujer que apenas conocí, Nora. Y tenía un problema respiratorio muy serio, que ella además exageraba silbando cada vez que exhalaba, incluso en medio de una conversación. Era algo insólito y extraño. La historia no tiene nada que ver con ellos, pero la casa en la que sucede, y algunos detalles de la personalidad de Lola, mi personaje, vienen de esta extraña abuela política. También estaba el Alzheimer, otro tema de este relato, que es una sombra oscura en la línea femenina materna de mi familia, y tuvo mucha influencia durante la escritura.
– En el caso del Alzheimer, ¿la literatura es una forma de exorcizar temores?
– Estoy convencida de que la literatura exorciza. Nos exorciza escribir sobre nuestros miedos, pero también leer sobre ellos. Y no se trata de ninguna fe mística ni optimista. La literatura nos permite probarnos a nosotros mismos en escenarios que tememos, nos ayuda a entender, y por tanto muchas veces ayuda también a desarmar prejuicios, terrores, cegueras, tantas cosas.
– Lola es el personaje femenino de tu libro… pero su marido no tiene nombre, ¿fue a propósito o hay un trasfondo de no recordar o ignorar al otro que está implícito?
– Él no tiene nombre porque ella no quiere dárselo. Porque está furiosa con ese hombre que es su marido. Porque ella hace años viene preparando su muerte, para morirse dejándole a él todo listo y ordenado, para que él vea que, incluso después de la muerte, ella sigue ocupándose de todo en la casa.
– ¿Hay una mirada crítica sobre el hecho de envejecer en el relato?
– Bueno, no hay ninguna intención crítica particular. Pero supongo que sí es espejo del gran problema de la longevidad. Ahora vivimos mucho más, pero no son años buenos. Pareciera ser que, en la mayoría de los casos, esos diez años extra que hemos ganado los usamos solo para morir lentamente, lo cual me parece aterrador.
– ¿Cómo fue la experiencia de trabajar con la ilustradora Duna Rolando?
– Preciosa. Somos vecinas acá en Berlín. La conocí porque hace años ella está pintando retratos en unos lienzos enormes de artistas argentinos radicados en Berlín, y como me hizo uno me invitó a pasar por su atelier. Cuando vi su obra me gustó tanto que de inmediato le propuse hacer algo juntas. Fue muy interesante pensar las imágenes del libro con ella, porque no queríamos que se tratara de un libro ilustrado, sino que queríamos intentar usar sus imágenes para contar más de lo que ya contaba en el relato, e incluso contradecirlo a veces. Así que fue una linda manera de revisitar esta historia.
– ¿Qué te provoca ser un referente de la literatura argentina?
– Extrañeza. ¿Soy realmente un referente? Hace cinco años que no estoy en la Argentina, así que es algo que percibo muy de refilón. Como sea, me siento muy bien acompañada por otros escritores de mi generación, tanto argentinos como latinoamericanos. Estuve en Londres y en Nueva York este año, y es maravilloso ver la cantidad de traducciones que uno puede encontrar en las mesas de novedades de las librerías. Es una alegría ser parte de todo eso.
– ¿De qué autores te nutrís para crear tus obras? ¿Leés literatura argentina contemporánea?
– Me nutro de todo lo que leo. A veces los malos libros son los más disparadores. A veces las ideas vienen de libros de otros campos, de una nota en el diario, de una poesía. Leo literatura argentina contemporánea, trato de estar al tanto. Pero es mucho lo que se publica, siento que siempre voy un paso atrás. Lo bueno es que acá en Berlín tengo la biblioteca iberoamericana, que es una maravilla. Consigo todo lo que se publica. Si no lo tienen, lo pido y lo compran. Consigo cosas que incluso no conseguía en Buenos Aires. Tienen hasta ejemplares de las cartoneras, y de editoriales independientes novísimas.
– ¿Qué recomendaciones le harías a los jóvenes que quieren lanzarse a la aventura de escribir y publicar?
– Leer mucho, y escribir mucho. Si tengo que pensar en mi propia experiencia, los talleres literarios fueron mi gran herramienta. Un taller puede darse en su forma más convencional, pero también puede ser la lectura comprometida de alguien en particular a quien admiramos, o de un par. Creo que lo más difícil a la hora de escribir es aprender a leer lo que el texto que escribimos realmente está diciendo, y no lo que nosotros quisiéramos que diga. Para esto hay que tener distancia y desapego, y creo que ese es el entrenamiento más sabio en el que puede ejercitarte un buen taller.
* Fuente: Télam
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