(Fragmento de La flauta mágica, ópera estrenada en 1791)
En sus últimos días, cuando la fiebre y la tos de una enfermedad aún desconocida lo consumía lentamente, Wolfgang Amadeus Mozart, el genial compositor austríaco que revolucionó la música y el arte de Occidente, seguía ensayando melodías y puliendo acordes.
Tenía 35 años y para finales de 1791 ya estaba encerrado en su casa de Viena, tras haber contraído una enfermedad en Praga durante el estreno de una de sus últimas óperas, La Clemenza di Tito.
Como la de tantos otros genios de las artes, la vida de Mozart ha sido fabulada y es difícil separar la verdad del mito. Mucho se ha dicho de su enemistad con el compositor italiano Antonio Salieri, que podría no haber sido tal. Y mucho se ha creado en torno a la imagen de un Mozart moribundo aún trabajando en su misa de Réquiem en Re menor, una de sus obras maestras dejadas sin terminar, tal y como fue representado en la obra teatral Amadeus, de Peter Shaffer, llevada al cine por Milos Forman en 1984.
De hecho, Mozart murió sin completar su obra final, quizás la mecha que terminó encendiendo la leyenda prerromántica en torno a su vida.
Después de todo, parecía el corolario final, el calderón, para una corta pero intensa vida de niño prodigio que, como se suele repetir, escribió sus primeras piezas para piano a los cinco años, sinfonías a los siete y hasta una ópera a los doce.
Durante buena parte de su infancia su padre lo paseó, a la manera de una criatura de circo, por toda Europa para el deleite de las aristocracias y los campesinos por igual que buscaban un respiro tras la devastadora Guerra de los Siete Años (1756-1763) y el comienzo del conflicto de poder entre el Imperio Austríaco y Prusia, que moldearía la Europa de los siglos próximos.
(Una escena de la película Amadeus, dirigida por Milos Forman y estrenada en 1984)
Mozart llegó en el momento preciso para convertirse en, quizás, el primer artista moderno. Como señaló Nicholas Till, investigador experto en ópera de la Universidad de Sussex, en su ensayo de conmemoración de los 200 años de su muerte, al austríaco le tocó vivir un momento en la historia de Occidente en la que el arte comenzaba a asumir su rol moderno como un sustituto secular para la religión.
Considerando también la inapelable abstracción de la música, la forma de arte más alejada, al menos en ese momento, de la realidad material y considerada el último reducto de la espiritualidad en pleno Siglo de las Luces, llegamos entonces al Mozart convertido en un dios secular; el modelo de artista moderno cuya música desafía los moldes y rompe tradiciones sin dejar de gustar a todo el mundo.
El joven prodigio nació en 1756 en Salzburgo, una pequeña ciudad rodeada de montañas ubicada casi en la actual frontera con Bavaria. Su padre era músico y, luego de mostrar aptitudes, Mozart abrazó, o fue llevado a abrazar, una carrera como ejecutante y compositor.
Durante sus primeros años siguió el molde de los grandes maestros barrocos que, como el gigante Johann Sebastian Bach, aspiraban a conseguir un mecenas que solventara su arte, casi siempre entre los aristócratas o el clero.
En 1781, a sus 25 años, un Mozart ya plenamente al mando de su talento logró que el arzobispo de Salzburgo lo despidiera y avanzó en otra revolución en las artes: se convirtió en un músico independiente, freelance, que ya no dependía de la Iglesia o de la nobleza, y se instaló definitivamente en Viena, entonces una capital imperial.
Y como todo trabajador freelance comenzó a experimentar la falta de un benefactor y un salario en sus ajustadas cuentas domésticas, pero aun así nunca lamentó la decisión de liberar su arte, a pesar de haber sido la semilla del quiebre de la relación con su padre, uno de los conflictos que arrastró hasta la tumba.
"No hay nada perfecto en este mundo excepto, quizá, la música de Mozart", escribió el célebre Johann Wolfgang von Goethe, una frase siempre recordada en estas fechas.
En 35 años el compositor estrenó 41 sinfonías, 27 conciertos para piano y orquesta, numerosos conciertos para instrumentos de cuerda y de viento, decenas de sonatas para violín y cuartetos de cuerda, misas y 22 óperas, entre muchas otras obras.
Siempre le faltó el dinero, que gastaba en diversiones y en sostener la escritura de obras en las que creía pero que no generaban la atención suficiente, y la sombra de las aspiraciones que su padre había tenido sobre él nunca lo abandonaron, como evidencian las cartas a Nannerl, su hermana.
Mozart compuso numerosas piezas para el clero austríaco, aún sin realmente apreciarlos, pero nunca perdió una espiritualidad que fue virando hacia una particular interpretación esotérica de la masonería.
Junto a su amigo libretista Emanuel Schikaneder, compuso la ópera que mejor ilustra la influencia masónica en su obra, tanto en trama como en la simbología de su primera presentación: Die Zauberflöte (La flauta mágica). La historia de amor entre Tamino y Pamina, las diferentes pruebas de iniciación que deben pasar y el conflicto latente entre Sarastro, el sacerdote de un misterioso ordenamiento benevolente, y la Reina de la Noche, que busca destruirlo, la han convertido en una de las obras clásicas del repertorio operístico.
La flauta mágica, estrenada en septiembre de 1791, aún se presentaba a sala llena cuando Mozart finalmente sucumbió a la fiebre el 5 de diciembre. El mito dice que su cuerpo fue lanzado a una fosa común, ya que su esposa Constanze y sus dos hijos ya casi no tenían dinero. Hoy los historiadores lo dudan, pero la imagen sigue teniendo un valor en sí misma.
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