Es enero en California. Es 1957. Los inmensos naranjales explotan: millones de esferas ya en sazón. Desde el aire, una colosal alfombra dorada. Es —también— la Edad de Oro del cine: Hollywood, como anuncian las blancas letras gigantes en la más alta de las colinas.
Cae la tarde. Las estrellas salen de sus bungalows en el Jardín de Alá, opulento refugio de pecaminosa fama (alcohol, drogas, sexo desaforados), y desfilan hasta el Brown Derby, el no menos estelar restaurante y bar del Wilshire Boulevard y Alexandria.
Van, claro, a beber incesantes dry martinis o ásperos bourbons línea Kentucky Straight, opuestos al Jack Daniel´s, uno de los amores de Frank (Sinatra, ¿quién otro?).
Pero alguien falta bajo esa cúpula marrón con forma de media esfera. Su taburete está vacío, y nadie lo ocupa: anticipado homenaje…
Porque no lejos de allí, Humphrey Bogart está muriendo. Cáncer de esófago en fase final. Los cazadores de fotos lo saben y montan guardia. Pero Boogie los desafía. Se pasea de un lado a otro del living, whisky en una mano y el eterno cigarrillo en la otra, envuelto en una bata de seda, y cada tanto los mira y sonríe a través del ventanal.
De muerte, ni hablar. Sigue siendo el héroe duro, cínico y sentimental de Casablanca. Pero no está Ingrid Bergman a su lado. Está Lauren Bacall, su cuarta mujer y madre de Stephen Humphrey, de 8 años, y de Leslie Howard, de 5, en una desesperante vigilia…
El final no tarda. Le dice "Goodby, Kid", entra en coma, y se va del mundo en la mañana del 14 de enero. A los 57 años. Los mismos del siglo XX.
Había nacido en el corazón de Nueva York el 25 de diciembre de 1899: Navidad y brutal tormenta de nieve. Su padre, De Forest Bogart, médico, y su madre, Maud, artista gráfica e ilustradora de famosas revistas, lo inscriben como Humphrey De Forest Bogart: el mayor de los tres hijos que tendrá la pareja.
El padre le traza su mismo destino: médico. Pero no ha llegado a ese hogar un tipo fácil. Boogie es rebelde, pendenciero, enemigo de las leyes paternas y sociales. Entra a la Academia Philips (Massachusetts), y dura poco: expulsado por mal comportamiento. Adiós al mandato de estudiar Medicina en la Universidad de Yale…
Sin embargo, en la Philips alguien ha sembrado una semilla: su compañero William Brady, hijo de un productor teatral, le sugiere que estudie arte escénico. Indeciso, vagabundea un tiempo y, en un rapto de coraje y patriotismo, a pesar de sus breves 15 años, se alista en la Marina para combatir en la Primera Guerra Mundial, cuyos primeros fuegos han empezado el 28 de julio de 1914.
Lo destinan como marinero raso al buque USS Leviathan. Vaya nombre… Según el Antiguo Testamento, una bestia de los mares asociada a Satanás…
En su primera misión, cercado por submarinos enemigos, lo hiere —casi de muerte— un torpedo. El buque no se hunde, pero la cubierta queda maltrecha. Una astilla se clava en la boca del novel marinero, le corta un nervio y le paraliza la zona izquierda del labio superior. Y (azar o destino) le impone para siempre un rictus que le sumará a su recia cara una rigidez que también modifica su voz, y que ayudará a trazar su fama. Algo acaso imperceptible para el público, pero decisivo para su personaje: un duro eterno. Un mito in progress…
Terminada la guerra, y sin rumbo, busca trabajo en la colosal factoría: el cine. Lo contratan como administrador de la World Film Corporation, de un amigo de su padre. Las cámaras están cerca y lo tientan, pero los estándares del star system exigen galanes de otro cariz: altos, atléticos, carilindos, seductores.
Además, su currículum es anémico: un pequeño rol (1922) en la pieza teatral The Ruined Lady –La mujer arruinada–, no mucho más. Y escasa altura: 1,73. Comparado con Gary Cooper y James Stewart, un enano…
Sin embargo, logra hacer pie. En 1930 aparece en el cortometraje Broadway's Like That, y en los largos El conquistador y Río Arriba. Luego, cuatro filmes en 1931 —roles irrelevantes—. Pero un año después, el spot que lo seguirá toda su vida empieza a iluminarlo. Su actuación en el gran éxito Tres vidas de mujer, aunque segundón en el elenco, consigue que los ojos que deciden… lo vean.
Pero no tan rápido. Hasta 1936 teje roles de gangster menor: de esos que mueren baleados antes del The End. Aún es nadie. O casi nadie…, sin sospechar que su gran momento está a punto de golpear la puerta.
Leslie Howard —actor estrella— le exige a la Warner Brothers que Bogart encarne a Duke Mantee, el impío criminal de El bosque petrificado, en el filme basado en una pieza teatral de gran autor Robert Sherwood. Y su personaje arrasa… Tanto que en 1941, el director Raoul Walsh, especialista en policiales y westerns, lo elige como protagonista de El último refugio: el postergado Boogie ya es, de pies a cabeza, Humphrey Bogart.
En adelante, su comunión con películas inspiradas en novelas de Raymond Chandler, genio del policial negro, como el mayor de los detectives solitarios y moralistas (Philip Marlow), lo instalan en la cumbre de Hollywood, que también es la cumbre del planeta.
A pesar de su 1,73, que lo obliga a usar zapatos especiales, y hasta 1956, cuando actuó –ya enfermo– en Más dura será la caída… hizo ¡75 películas!, y el American Film Institute le impuso la medalla "A la estrella masculina" más importante de los primeros cien años del cine norteamericano.
Un monstruo sagrado…
Boogie atravesó cuatro matrimonios. Helen Menkel (fugaz: 1926 a 1927). Mary Philips (1928 a 1938). Mayo Methot (1938 a 1945). Y Lauren Bacall, de 1945 hasta que el cáncer lo aniquiló.
De las dos primeras hay escasas referencias: no hicieron historia. Del tercero, con Methot, solo escándalos. Borrachos los dos, sus peleas fueron homéricas. Se arrojaron cuanto encontraron a mano, y él destrozó varias puertas a patadas. Sus vecinos se hartaron de llamar a la policía…
Pero en 1944, mientras filmaban Tener y no tener, basada en la novela de Ernest Hemingway, el amor definitivo estalló. Bacall, de una belleza y un refinamiento singulares, tenía apenas 20 años, y él, 44.
Empezó a llamarla Kid (piba). Y ella no solo cayó en su red. Aun muchos años después de la muerte de Boogie, siguió diciendo hasta su último día —el 12 de agosto de 2014, a los 90 años—: "Nunca más me casé. Porque después de doce años con un hombre como él, es imposible reemplazarlo".
Al final del rodaje de la película que los unió, él le dijo algo decisivo:
"Cuando me necesites, solo silba…"
De pronto y desde entonces, fue otro hombre. Millonario, buen padre, de alcohol moderado y capitán de su otro amor: el yate Santana, con el que surcaba el Pacífico en soledad, y que aparece en el film Cayo Largo.
Aún hoy, cuando su leyenda es indiscutible, muchos preguntan si fue un gran actor. Tal vez no. Pero fue algo mucho más importante: un carácter en todo el sentido de la palabra. Insobornable e invencible cuando se enfrentó con los esbirros del senador MacCarthy y su caza de brujas: los comunistas. Que según él… estaban en todos lados y conspiraban contra los Estados Unidos. Una pavorosa cruzada que jamás probó un solo hecho contra el país. Una época negra que premió a los delatores, dejó sin trabajo y en la ruina a los acusados —muchos se exiliaron, varios se suicidaron—y levantó olas de repudio en medio planeta…
Y además, un profesional absoluto. Podía acostarse a las cuatro de la madrugada, borracho, pero a las ocho estaba en el set, lúcido, impecable, y sin olvidar una línea del guión. Según él, los actores que no cumplían con ese precepto eran vagos. Simplemente vagos…
En 1942 empezó el doble mito: Bogart más Casablanca, acaso la película más amada por millones, y juzgada por Umberto Eco como "perfecta, porque en ella están contenidos todos los mitos: el héroe solitario, los héroes gemelos, la lucha contra el mal, el amor que se sacrifica por una causa, el cínico que se torna idealista, la lucha por la libertad, la amistad a toda prueba…"
Y también una suma de errores y equívocos… que acabó siendo un monumento cinematográfico. Su protagonista debió ser George Raft —otro duro—, pero no aceptó. Su director, Michael Curtiz, un húngaro de familia judía llamado Manó Kertész Kaminer, ex artista de circo, apenas hablaba inglés. Ingrid Bergman, la coprotagonista, una sueca bellísima pero algo hierática, tampoco dominaba la lengua de Shakespeare. El guión fue modificado varias veces: nadie parecía saber qué demonios hacer. Y además, poco dinero: escenarios de cartón pintado…
Y de pronto, como si de la explosión de una imprenta saliera un libro perfecto, se convirtió en el fenómeno más perdurable de Hollywood.
Pero estaba Bogart.
Nadie mejor. Nadie más perfecto como actor. Nadie más noble como personaje. La cumbre de una vida de alguien que fue, delante y detrás de las cámaras, nada menos que todo un hombre.
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