Por Alan Pauls
Además de escribir y filmar unas ciento veinte películas, escribir y poner en escena obras de teatro y óperas, montar instalaciones, redactar novelas y ensayos sobre cine, dirigir centros culturales, dictar seminarios en universidades como Duke, Harvard o Aberdeen, viajar un promedio de al menos dos veces por mes a sitios como Lisboa, Pekín, Londres, Nueva York o Santiago, dormir la siesta de manera sistemática, leer sin pausa y organizar en su departamento del boulevard Belville, en París, donde vivió más de la mitad de su vida, un mínimo semanal de tres banquetes de un mínimo de cuatro platos -casi siempre cocinados por él mismo- y cuatro horas de duración muy bien regadas, con vinos que él mismo elegía y compraba, para el círculo de media docena de amigos que lo acompañaría hasta el final, el chileno Raúl Ruiz (Puerto Montt, 1941 – París, 2011) tuvo tiempo de escribir un diario íntimo.
Lo escribió en aviones, trenes, salas de espera, bares, tiempos muertos en medio de rodajes, a lo largo de los dieciocho últimos años de su vida y con una constancia kafkiana, a razón casi de una entrada por día. Ese encarnizamiento -que Ruiz, elegante como era, jamás exhibe como tal en su diario, donde prefiere pavonear una "vida de jubilado"- explica la masa de veinticinco cuadernos y tres mil quinientas páginas manuscritas que conformaban el material original, muchas de ellas ilegibles, y los tres años que le llevó a Bruno Cúneo, responsable absoluto de la versión que acaba de publicar la editorial de la Universidad Diego Portales de Chile, descifrarlas, desmalezarlas y ordenarlas en las extraordinarias mil doscientas que podemos leer hoy en los dos tomos de Diario. Notas, recuerdos y secuencias de cosas vistas.
Nada de todo esto merecería más espacio que el de una nota al pie en alguna edición del Guinness (cosa que a Ruiz, recordman recalcitrante, por otro lado, no le hubiera disgustado en absoluto) si la cantidad y la duración, y el lazo no siempre razonable que hay entre una y otra, no fueran dos de las cosas que más obsesionaban a Ruiz, un coleccionista amateur cuyo álbum de ideas fijas, a la vez heteróclito y riguroso, incluía entre otras cosas la numismática, las controversias teológicas, las trufas, las paradojas del espaciotiempo, las estilográficas, las primeras ediciones, la filosofía china y el misterio técnico-místico por el cual toda película, aun la más elemental, la más esclava de la "teoría del conflicto central", como llamaba Ruiz al exasperante dogma narrativo de Hollywood, siempre está preñada o poseída por otra, tan visible o invisible pero tan influyente y perturbadora como un espectro para con la casa incauta que ronda. Ruiz dice que escribe el diario a modo de ayudamemoria. La tesis suena verosímil en alguien que, víctima de su propia, insólita fertilidad artística, confesaba que "ya se me confunden todas mis películas". Más discutible suena a la luz de su reconocida capacidad mnémica, que le permitía citar de memoria, sin margen de error, a poetas provenzales leídos y enterrados cuarenta años atrás.
En rigor, el ethos del Ruiz diarista parece menos ligado a la función archivo que a la disciplina, incluso a la gimnástica -todo el diario, de hecho, "documenta" la mutación que sufre la práctica de escritura de Ruiz con el tránsito de la máquina de escribir a la computadora, a la que resistió hasta el final, y el papel extraño, de testigos anacrónicos, que desempeñan la mano y la artesanía manuscrita en ese trance-, y a dos matrices clásicas del género: el asiento contable y el parte médico.
Diabético, Ruiz chequeaba sus niveles de glucosa en sangre con regularidad (y alguna dosis de alarma culpable cuando se excedía en comidas y bebidas). "Glucemia bien" (o el culpable veredicto contrario) es el latiguillo que su Diario repite como "Come en casa Borges" el Borges de Bioy Casares: un mantra que escande puntual la escritura pero también, acaso, la haga posible. Es la misma puntualidad, en todo caso, que Ruiz invierte en consignar todo lo que tiene que ver con su hacer: películas que está filmando o tiene por filmar, proyectos que se confirman o se derrumban, cantidad de tomas que filma en un día de rodaje, minutos netos de película contabilizados al final de la jornada, escenas de guión ya filmadas. Y sobre todo páginas: las páginas de todo tipo y género, de poemas a guiones, pasando por sinopsis, clases, relatos, novelas, piezas teatrales, que escribe por día: dos (un día seco), seis (promedio aceptable), ocho, diez, doce en los momentos de entusiasmo o frenesí, que en Ruiz -es una de las paradojas más envidiables del libro- jamás aceptan distinguirse del todo de la obligación, el apremio que imponen deadlines, agendas, productores expectantes o, sobre todo, las exigencias de la planificación imaginaria del workahólico que era Ruiz.
La obsesión cobra cuerpo y se vuelve casi demencial en el segundo tomo (2002-2011), probablemente acuciada por los fantasmas del tiempo y la amenaza de la enfermedad, que lo ronda de manera sutil, disfrazada a veces de hipocondría, hasta que se declara en 2010, a poco de empezar Los misterios de Lisboa, con el tumor de hígado que indirectamente lo llevará a la muerte un año después. "Escribí tres páginas", "A la mañana escribí cinco páginas de mi seminario en Aberdeen", "Llevo 24 páginas", "Ayer escribí diez páginas, hoy cinco, después de comer espero hacer dos más". Ruiz, el cineasta más artesanal del planeta, es él solo una máquina, una línea de montaje, una fábrica, una industria, alguien para quien el arte -y pocas formas de arte tan idiosincráticas como las que él se atrevió a proponer- era ese acontecimiento raro, incalculable, no necesariamente agradable, que se producía, si es que se producía, en el juego -el duelo- entre la cantidad y la duración.
"Tengo un promedio de una idea de film por semana", anota el 1º de enero de 2004, año en que filma en Chile Días de campo y descubre a Roberto Bolaño, un escritor que tenía todo para no gustarle. Lo extraordinario es que este verdadero delirio de productividad coincide con un arco histórico (1993-2011) en el que el tipo de arte que hace Ruiz encuentra cada vez más dificultades para financiarse y cada vez menos eco en el mundo. (En el festival de San Sebastián, en la proyección del último episodio de Cofralandes, "que es el que me gusta más, no había nadie", dice en septiembre de 2002.) Cierta forma de compulsión puede ser una respuesta a ese cambio de condiciones, que Ruiz teme, sin duda, pero jamás elude en su Diario, ya sea reconociéndolo en primera persona ("Hace unos días Andrés Claro llega y me dice de sopetón: «Perdimos la guerra». ¿Qué guerra?, pensé entre mí. No he visto ninguna batalla. Pero sí un insistente sentimiento de derrota"), ya sea poniéndolo en boca de otros calificados, su mujer y partner artística de toda la vida, Valeria Sarmiento, por ejemplo, que, ante el rechazo que sufre una de sus películas en los mismos festivales de cine de los que quince años atrás era el niño mimado, le dice: "¿Qué quieres? Ya estás muy viejito…".
La manía, en todo caso -y el horizonte un poco fúnebre que la fogonea-, es lo que en el Diario eclipsa una cualidad ruiziana que a priori parecía inextirpable: el humor. Se ríe poco Ruiz aquí, y razones no le faltan: proyectos acariciados con fervor se transforman en pesadillas de años (Les âmes fortes, Ce jour-là, Klimt); empieza a acostumbrarse a firmar contratos que no le dan "derecho a nada"; Paulo Branco, su alter ego productor, "se ha transformado en un productor como los otros"; mueren el padre y la madre, dos polos vitales para el hijo que nunca dejará de ser (la tarde llena de pequeños prodigios fantasmales que pasa solo con el ataúd de la madre es sencillamente increíble); mueren amigos; el cuerpo cruje.
Mientras las balas zumban cada vez más cerca, Ruiz, sin embargo, no para, un poco como él mismo ve que no para ese "condenado a muerte" que reconoce en Bolaño. Y no solo no para: es más Ruiz que nunca; es decir: más desconcertante, más desfachatado, más un artista de culto por decisión propia que nunca. Sabe que cada vez necesita más garantías externas (grandes estrellas, novelas que son marcas, proyectos con mayúsculas) para poder filmar, y sabe que aceptarlas rara vez lo ha llevado a buen puerto, pero sigue metiéndose en el pantano de la contingencia como solo él y su imaginación taimada y su vocación de pícaro saben hacerlo. Su bella arte sigue siendo la pacotilla, con su gracia precaria, su virtuosismo desproporcionado y su potencia de desublimación. Sigue filmando Quilpué en Berna y Reñaca en Bucarest, devoto como nunca de una lógica renacentista de serie B (medios mínimos + máxima astucia + goce en la catástrofe) que atraviesa y hace vibrar de peligro toda su obra. Ruiz la aprendió de Orson Welles, del Welles acorralado y enfermo de It's all true (no el de Citizen Kane); solo él podía transformar tanto desastre en método, en programa, en un savoir-faire que es pura impunidad y regocijo y no reserva lugar alguno -no importa el fracaso con que lo castiguen- para el resentimiento.
No tener tiempo: ¿en qué otra cosa puede consistir ser un condenado a muerte? "Todos, a la corta y/o a la larga, lo somos", dice Ruiz, menos para consolarse que para insinuar dónde puede estar la salida, de dónde sacar ese tiempo que hace falta. Pero tiempo nunca es lo que hay, razona: tiempo, a lo sumo, es lo que queda, lo que espera entre las cosas que no hay más remedio que hacer, la piedra preciosa, única, que puede rastrearse en los intervalos que aún no han sido colonizados. Taylorismo ruiziano: hay que "hacer tiempo" inscribiendo el propio deseo en ese tejido temporal vacante, igual que se escribe un poema entre dos vuelos, o se imagina un film nuevo entre dos tomas, o se lee una biografía entre dos paños de sueño, o se encuentra dinero entre dos páginas de un libro, o se duerme una buena siesta mientras se ve el bodrio coreano que se optó por intercalar, sin intención particular pero no sin clarividencia, entre un almuerzo copioso, pongamos por caso, y una modesta entrada de diario íntimo.
*Fuente: Télam
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