En una reciente columna el presentador de televisión y escritor peruano, avecindado en Estados Unidos, Jaime Bayly contó la historia de Lorenza Pastora, la paraguaya que los fines de semana le limpia su casa: cómo hacía diez años que no veía a sus hijos, sus desventuras por ir mandándoles dinero para que no les faltara nada y las ganas que tenía de verlos. Todo esto le hizo al conocido presentador conseguir las visas y pagar los pasajes aéreos de los chicos para así provocar el reencuentro con su madre. La columna era muy emotiva, y tiene que ver en un punto con el tema del reciente ensayo de la escritora mexicana, también avecindada en el país del norte, Valeria Luiselli, Los niños perdidos (Sexto Piso), que aborda la realidad de esos niños que viajan, muchas veces, solos a reencontrarse con su familia en Estados Unidos, huyendo así de la realidad de violencia que viven.
Se sabe, por otro lado, que una de las promesas de campaña del Presidente Donald Trump fue la construcción de un muro que dividiría a México y a Estados Unidos, esto anticipaba un estatus muy diferente no sólo para los mexicanos residentes, sino también para los latinos, especialmente indocumentados. De ganar, Hillary Clinton de igual modo hubiera tenido que encarar la crisis migratoria decretada por el gobierno de Barack Obama, que en cuanto crisis, no sólo es un problema de Estados Unidos, como señala la autora de este ensayo, sino un problema más global. Esta doble problema –afuera y adentro del país del norte–, como bien lo demuestra la actitud del gobierno de Enrique Peña Nieto, cuando instauró el Programa Frontera Sur, que establecía, entre otras medidas para frenar la inmigración de centroamericanos al país del norte, "drones, cámaras de vigilancia en los trenes y puntos estratégicos como túneles, puentes, cruces ferroviarios o centros urbanos; bardas y alumbrado en los patios de maniobras de los trenes; brigadas de seguridad privada e instalación de geolocalización simultánea en los trenes". Todas estas medidas estaban acompañadas de la facultad que tenía el Estado mexicano para deportar instantáneamente a quienes intentaran emigrar a Estados Unidos arriba de la famosa Bestia, el conjunto de trenes por donde viajan más de medio millón de mexicanos y centroamericanos cada año. El primer año de implementación de este programa implicó la deportación de casi un tercio de esos migrantes.
Si bien Los niños perdidos es un ensayo profuso en datos –como que el 80% de las mujeres y niñas que cruzan territorio mexicano son violadas, que entre abril y septiembre de 2010 hubo más de once mil víctimas de secuestro y que en diez años han desparecido más de ciento veinte mil migrantes–, se trata de un texto centrado en los niños que emprenden ese viaje que puede resultar fatal, y que por tanto tiene sus peculiaridades. La primero que salta a la vista es que se trata de una crónica, ya que la narradora es la misma autora esperando su Green Card en Estados Unidos y trabajando como intérprete de esos niños en la Corte Federal de Inmigración de New York; la idea es que se puedan quedar y para ello se les hacen un cuestionario de cuarenta preguntas que determinarán su futuro, desde si han sido víctimas de un crimen –ellos o sus padres– en suelo norteamericano, lo que, de ser así, les da "derecho a solicitar un tipo especial de permiso migratorio, el cual, si se otorga, conduce a la residencia permanente". Este permiso se concede no por bondad ni por compasión, sino porque pueden cooperar como testigos para la solución de los delitos.
Pero la autora no se muestra sola, está acompañada por su sobrina y por su hija. Hay por decirlo así una cercanía a los niños que entrevistan pero a la vez una lejanía: ellas pueden no tener la Green Card, pero están en una suerte de legalidad y por tanto no corren peligro de ser deportadas. Esto en un principio no queda tan claro en este ensayo, ya que la autora se empecina en verse reflejada en la realidad de los migrantes; se trata quizá de un exceso de empatía, cosa que en las páginas siguientes soluciona rápidamente, poniendo la distancia justa entre los niños y ella y su sobrina. Por eso escribe: "Tras una jornada de entrevistas en la corte, mi sobrina y yo salimos casi siempre en silencio. Salimos de la realidad de las historias que escuchamos y tradujimos ese día, a la realidad abrumadora de la ciudad". Y es que Luiselli encontró una historia que excedía a su historia personal como migrante, la supo reconocer y contar con esa "justa" distancia, pero tampoco es que las historias de los niños le den lo mismo, todo lo contrario, la conmueven –y conmueven a cualquiera– pero lo hace, como ella misma aclara en una nota al final, cambiando el nombre de los niños y sus familiares, así como los eventos específicos y el orden en que sucedieron. Más que una periodista estamos ante una escritora que entiende que los eventos y su orden deben tener una narrativa que permita lograr el efecto deseado.
Una de las entrevistas más conmovedoras –y que no están íntegras, sino contadas a modo de diálogos con un tratamiento literario cuidado– es la de Manu, un joven hondureño de dieciséis años, que llega al país porque su vida corría peligro por las bandas criminales de su país. Una de ellas lo quiso reclutar y la otra matar, pero él se mantuvo en un punto medio, que no fue posible de sostener, así que su tía pagó cuatro mil dólares para que viajara a Estados Unidos. Le va bien con Manu, es decir consigue llegar a juicio, porque tenía una prueba de que su vida efectivamente corría peligro en su país, por lo que podría quedarse. A Luiselli entonces le encomiendan que sea nuevamente su intérprete, y así lo vuelve a ver: él le cuenta que está viviendo con su tía en Hempstead, Long Island, y nuevamente la misma banda de su país, pero con sede allá, quiere reclutarlo, y vuelve a estar en peligro; de hecho no puede asistir a la escuela, condición para poder quedarse. Es un círculo del que parece no poder escapar, y es que, como cuenta la autora, el problema es mucho más amplio que la inmigración, son las razones que la motivan, y la violencia generada por el narcotráfico es una de éstas: "Las guerras del narco se están peleando en las calles de San Salvador, San Pedro Sula, Iguala, Tampico, Los Ángeles y Hempstead". El narcotráfico como problema global y no de tal país productor o de tal país consumidor.
En este punto hay una cuestión muy interesante y es que parece ser una continuación de la denominada literatura de frontera, o fronteriza, que surgió en México hace algunos años y que tuvo exponentes no sólo de ese país, sino de otros países, como Roberto Bolaño y su aclamada novela 2666 y todo el trabajo de las mujeres asesinadas por el Cartel de Juárez. A grandes rasgos, se trataba de contar esa relación entre México y Estados Unidos pero desde México, con su violencia y corrupción. Pero con los años este tipo de literatura dio paso a la narcoliteratura que, como explicó el escritor y periodista mexicano Fabrizio Mejía Madrid, consistió en "agarrar la literatura de frontera y reelaborla". Lo que hace Luiselli no es narcoliteratura, sino el contexto que motiva su ensayo es el narcotráfico, porque es la violencia que genera lo que empuja a estos niños a emprender un riesgoso viaje.
La violencia del narcotráfico no sólo está presente en la literatura mexicana, también lo está en la colombiana, a la que Pablo Montoya, escritor y premio Rómulo Gallegos, le dedicó un breve pero contundente ensayo, en el que afirmaba que la violencia en la literatura colombiana, desde sus inicios, ha sido un fenómeno muy visible; la diferencia radica en que hoy se trata de una violencia más frívola y mediática, en el que las nuevas novelas han sido moldeadas por el narcotráfico, la guerrilla y el paramilitarismo. Sin embargo, más que una cuestión genuina de cómo se miran los propios colombianos, para este escritor, se trata más de cómo quieren las grandes editoriales y el resto del mundo que se miren los colombianos. Hay una conexión entre el realismo mágico de Gabriel García Márquez y el realismo sucio saturado de violencia, narcotráfico y paramilitares, ambos realismos han contaminado, según Montoya, la literatura colombiana actual.
Al igual que este escritor, que en sus novelas ha huido de lo contemporáneo para narrar otros personajes y otros escenarios, Luiselli logra ir más allá de la literatura de frontera y también más allá de la narcoliteratura y de los temas de violencia, que si bien están en Los niños perdidos, los excede porque, por un lado, están contados desde el otro lado de la frontera y porque, por otro, lo que predomina es un ejercicio de compasión y de amor. De hecho, en sus actuaciones en la corte hay una cuestión maternal muy presente, los niños perdidos podrían ser sus hijos, y esto se ve nítidamente en los diálogos con su propia hija, cuando ésta le pregunta a cada tanto y cómo sigue la historia, y la madre responde "no sé".
Hay, como se sabe, dos concepciones de literatura escrita por autores de origen latinoamericano en el mercado editorial de Estados Unidos: primero está la literatura latina escrita por autores que han abandonado su idioma natal y adoptado el inglés (Junot Díaz, Daniel Alarcón) y también está la literatura latinoamericana, que es aquella cuyos autores han conservado su lengua pero viven inmersos en otra lengua. Valeria Luiselli es parte de estos últimos, pero el grupo de escritores latinoamericanos que vive allá y que no ha renunciado al idioma es significativo: Edmundo Paz Soldán, Liliana Colanzi, Álvaro Enrigue, Cristina Rivera Garza, Lina Meruane, Sergio Chejfec, Carlos Yushimito, entre otros. Luiselli pone por escrito los dos modelos de país que coexisten en, como ella nombra por algunos momentos, "Trumplandia", y que Paz Soldán ya había anunciado en una entrevista, esto es, un modelo que aboga por una "sociedad más multicultural" y otro que está por una cerrazón "que incluso te puede llamar la atención si te escucha hablando español en la calle", y lo hace en menos de cien páginas. Quizá de modo inconsciente, toma posición desde dónde debe escribir un escritor nacido en esta parte del mundo. Por eso extraña el prólogo de John Lee Anderson, que entrega una especie de Green Card a la autora, cuando en todo el resto del libro demuestra que, si bien la espera como persona, no la necesita para escribir.
Este ensayo-crónica recuerda otros textos, donde la matriz ensayística se mezcla con la narrativa: Había mucha neblina o humo o no sé qué, de su compatriota Rivera Garza, en donde se mezcla la experiencia personal de la autora con la vida del escritor central de la literatura mexicana, Juan Rulfo (1917-1986); Un año sin primavera, del argentino Marcelo Cohen, en donde se aborda, mezclando ensayo y crónica, la relación entre naturaleza y poesía en los tiempos del cambio climático; En La Habana, de César Aira, en donde una visita a la casa, hoy convertida en una suerte de museo, del escritor cubano José Lezama Lima da pie para rastrear su literatura en la disposición y decoración de esa casa. Todos estos títulos son relativamente recientes y hacen pensar que se consolida una nueva forma de concebir el ensayo, de un modo menos académico, menos árido, más literario y por tanto más libre y ameno.
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