"La civilización no es otra cosa que un refinamiento en los placeres de la sangre"
Guilherme Figueiredo (1915-1997) en La zorra y las uvas
………………………………………………………..
Desde agosto de 1954 sus huesos yacen en el cementerio parisino del Père Lachaise, cerca de Balzac, Camus, Molière, Chopin, Oscar Wilde, Edith Piaf…
Fue (es) su venganza. Un cachetazo a la hipócrita moral que le negó un funeral católico "por su escandalosa vida y su condición de atea". Pero tragándose el sapo de despedirla con un funeral de Estado. De la República Francesa. Única nativa en recibir ese honor.
Perdón, lector: empecé por su muerte, y fue deliberado. Porque esa fulgurante vida, ese torbellino que fue Colette (Sidonie–Gabrielle Colette, 28 de enero de 1873–3 de agosto de 1954) merece crecer letra a letra: acaso por el hechizo de las cabalísticas siete de Colette, el solitario signo que adoptó para siempre.
Cualquier ficha biográfica –todas son menguadas e injustas– dice que fue novelista, periodista, guionista… (¡demasiados istas!), bataclana y artista de cabaret… y que entre 1903 y 1949, cuando una artritis de cadera la doblegó entre atroces dolores, escribió cuarenta libros. (Dato: sus obras completas en español las publicó Plaza y Janés en dos tomos, 1963).
La menor de los cuatro hijos de Sidonie Landoy ("Sido", que ella también usaría) y del capitán Jules–Joseph Colette, argelino, que perdió una pierna en la batalla de Melegnano, vivió una infancia feliz en la pequeña villa de Bourgogne. Etapa que le dictó una ácida reflexión: "Una infancia feliz es una deficiente preparación para los contactos humanos".
La dama se las traía…
Una ventaja: su educación laica. Primeras pasiones: los animales, las plantas, el ejercicio del cuerpo. Primera decepción: adolescente todavía, se casó con el mediocre escritor y famoso libertino Henry Gauthier–Villars, quince años mayor que ella, en mayo de 1893, al cumplir 20 años.
Willy –tal su apodo– explotaba a escritores–fantasma: por unos pocos francos pagaba sus obras y las publicaba con su firma…
Perspicaz sinvergüenza, olfateó el talento de Colette y la obligó a intentar una serie de novelas populares que, por supuesto, firmó sin el menor pudor: ¿qué diferencia había entre esposa y esclava?
Esas primeras novelas, urdidas entre 1900 y 1903 y testimonio de los años escolares y la juventud de Colette, se abrieron paso a la fama como Las Claudine.
Pero al sometimiento y la estafa, Willie agregó una cadena de infidelidades. Argumento suficiente: Colette, impulsada por un hombre de teatro, explotó hacia los escenarios del music–hall. Y con el diablo en el cuerpo (famosa novela de Radiguet) explotó hacia su verdadera y libérrima vida: amantes, escándalos, ruptura de límites, descubrimiento de su bisexualidad, dúos, tríos… que reflejó en su libro Claudine en ménage…
Abiertas las siete puertas de lo prohibido –derribadas, mejor– se divorció de Willy, y año a año fue modelándose como la singular escritora que sería. Con notorios mentores. El primero, Georges Simenon, que le inculcó precisión en las palabras: un mecanismo de relojería para afinar su poder de observación y alimentar aún más su desbordada sensualidad.
Desfiló por las camas de amantes de alcurnia. Por caso, la heredera de millones norteamericana Natalie Clifford Barney –que se definía como "lesbiana militante" de las huestes de Safo–, y Sophie de Morny, marquesa de Belboeuf, apodada Mitzi, Missy… o Tío Max, que se explica por sí mismo.
Y desfiló también, como amiga, por altas cumbres: Marcel Schwob (Vidas imaginarias), Jean Cocteau (Les enfants terribles), Paul Valéry (El cementerio marino), Marcel Proust (En busca del tiempo perdido)… y su fracaso frente a André Gide: por una o muchas razones, jamás se entendieron; agua de mar, agua de río…
A lo largo de su obra, Colette, acaso sin plan previo, visceral, tuvo un leitmotiv: reinvindicar la carne sobre el espíritu y los derechos de la mujer sobre el hombre… en tiempos de machismo férreo y universal. Recién en 1879 Henrik Ibsen se había atrevido a poner en boca de Nora, la mujer de Torvaldo, aquellas demoledoras palabras de Casa de muñecas:
–Siéntate, tenemos que hablar.
Segundo matrimonio. Colette se casa con Henry de Jouvenel, redactor jefe del diario "Le Matin", en 1911, y le nacerá su única hija: Bel–Gazou, nombre en lengua provenzal. Pero se divorcia en 1923 en medio de un escándalo: señora mayor… amante de su hijastro Bertrand de Jouvenel, adolescente de 17 años.
Pero esos vientos –tormentas, huracanes– fueron inspiradores. Le dictaron dos de sus mayores novelas: Chéri y Le Blé en herbe. Y su fuego en la cama no fue menor que su pasión de lectora. Devoró a Balzac, a Proust, a Mérimée, a Daudet, a Kipling, a Conrad, a Poe –con devoción salvaje–, a Baudelaire, a Verlaine, a Flaubert.
Pregunta al margen: en ese mundo… ¿era posible ser menos, pasar sin detenerse?
Año 1958. Vincent Minnelli, el padre de Liza, lleva al cine Gigi, novela de Colette pubicada en 1944. No es su mejor historia, pero apuesta a la pureza del amor. Una adolescente es preparada por su familia para el arte de la seducción, ardid que la llevará a la cama, tal vez al altar, y sin duda a la bolsa de un caballero millonario. Pero después de aprobar todas las lecciones… elige al menos pensado.
Tercer matrimonio. Un viejo amigo, el periodista de religión judía Maurice Goudeket, se casa con ella en 1935.
Maurice (1889–1977), que ha padecido el flagelo de un campo de concentración entre 1941 y 1944, le dicta una clave: lo verdaderamente subversivo de la literatura es no apelar al tono didáctico para hablar de temas escabrosos.
Otra iluminación. Bajo esa premisa escribe Lo puro y lo impuro, sin filtro. Sin dejar en la sombra de la ambigüedad descriptiva ninguna inclinación ni comportamiento sexual. Y acaso el más arduo y original de sus libros. El mismo Goudeket, su inspirador, escribe: "Dudo que se haya escrito algo más intenso y más exacto sobre los sentidos, especialmente el sexual, acerca de su soberanía y su tristeza".
Su tema: una suerte de biografía del período más sombrío de la poeta lesbiana inglesa Renée Vivien, a la que conoció.
Desde luego, la ola de furia que desató hizo imposible una segunda parte. La burguesía francesa no habría digerido en paz sus formages y sus rouges… como se comprobaría trágicamente en su colaboración con los monstruos nazis que se adueñaron de París, y en su disciplinada denuncia de judíos para condenarlos a morir en un campo de concentración.
Cuando intuyó –o malició– que el final estaba cerca, en el cenit de su gloria, se afincó en un departamento cerca del Palais–Royal, que sólo abandonaba para escapar hacia el verano de Saint Tropez, o para despedirse de Nueva York, Berlín, Gibraltar, Montecarlo, los fiordos noruegos… hasta que la artritis la confinó en su refugio parisino, entre almohadones, lámparas de vidrio firmado, libros ajados, y recuerdos.
Me pregunto si en el último suspiro no habrá recordado aquellas palabras de su amigo Jean Cocteau en su drama El águila de dos cabezas, pieza teatral casi olvidada: "La muerte entró, encaramada sobre altos coturnos, envuelta en encerada tela negra"
Colette dejó este mundo a sus 81 años.
LEA MÁS
_______________
Vea más notas de Cultura