Nada se ha visto en Mad Men que no haya sido superado ampliamente por Facebook y Google, las empresas más enriquecidas gracias a la publicidad moderna. Google agranda constantemente el mapa detallado de la conducta de navegación de las personas; Facebook alimenta su gráfico social de cada usuario a partir de sus conexiones. Ambos usan ese océano de informaciones para traficar contenido, noticias, productos.
"Para una generación anterior sería sombroso que, sin pago y ni siquiera mucha protesta, se alistara a nuestras redes de familia, amigos y conocidos en las redes sociales para que ayuden a vendernos cosas", escribió Tim Wu en The Attention Merchants: The Epic Scramble to Get Inside Our Heads (Los comerciantes de la atención. La lucha épica para meterse en nuestras mentes), un libro que indaga en los efectos del bombardeo digital de publicidad y distracción. "Ahora la mayoría de nosotros carga en el cuerpo dispositivos que constantemente encuentran el modo de comercializar las menores partículas de nuestro tiempo y nuestra atención. Así, poquito a poco, lo que alguna vez era impactante se volvió normal".
El autor, especialista en normativa tecnológica que enseña en la Escuela de Derecho de la Universidad de Columbia, en Nueva York, es más conocido por haber creado el concepto de neutralidad de la red, según el cual los proveedores de servicios de internet y los gobiernos deben actuar y regular para que todo el tráfico circule en un plano de igualdad, sin discriminación por contenido o transmisores.
Su nuevo libro lo mostró menos optimista: "Ahora vemos que no había nada en el código de la red que la pudiera mantener abierta, libre y no-comercial, como quisieron sus arquitectos. Donde se paga por la atención, el comerciante de la atención acecha con paciencia para cosechar su cuota. Et in Arcadia ego [También en la Arcadia estoy]. La caída de la red en las manos de esta fuerza estaba virtualmente predestinada".
Wu exploró los efectos en la naturaleza humana —no ya en la cultura occidental— de la falta de límites "a los lugares y los momentos en los que se puede invadir a las personas". Hubo un tiempo en que la televisión estaba en las casas, pero no se encendía para interrumpir la comida en familia; la gente podía viajar al trabajo sin vivir pendiente de sus dispositivos electrónicos —el teléfono, con el que habla es lo que menos se hace— y una vez en la oficina, se concentraba. "En este mundo la privacidad era lo dado y las intrusiones comerciales, la excepción."
En las últimas décadas eso cambió: "El poder que se nos ha dado para construir nuestras vidas de atención es un ejemplo sub-valorado. Aun mientras esperamos en la sala del dentista tenemos el mundo en la punta de los dedos: podemos mirar el correo electrónico, navegar por nuestros sitios favoritos, jugar, mirar películas". Pero al liberarse de la pila de revistas viejas las personas también sufrieron "una erosión del perímetro de la vida privada".
Así como la publicidad llegó a las escuelas públicas en los Estados Unidos, comparó, "casi cada fragmento de nuestras vidas se explota comercialmente hasta el punto que resulta posible". Y resulta muy posible: rara vez las personas están lejos de alguna clase de pantalla.
Casi cada fragmento de nuestras vidas se explota comercialmente hasta el punto que resulta posible
Una industria veloz y feroz
Probablemente no exista ya una empresa que no ejerza una "vigilancia extraordinaria" —en palabras de Wu, también autor de The Master Switch, El interruptor maestro— para juntar datos, muchas veces sin avisar o pedir consentimiento, que luego se explotan para curar. "Es una obra de invasión mucho más completa que cualquier recolección de datos hecha por la [Administración de Seguridad Nacional] NSA que se haya revelado".
La situación a la que se ha llegado, argumentó el autor, "es la consecuencia del ascenso espectacular e impresionante de una industria que apenas si existía hace un siglo: los comerciantes de la atención".
Contó la historia de Benjamin Day, el fundador del primer diario que dependió exclusivamente de la publicidad: en 1833 el New York Sun salió con el precio de un centavo, en lugar de los seis que cobraban sus competidores, para garantizar una cantidad de lectores tan amplia que le permitió obtener su rédito de los anunciantes. "Lo que Day comprendió —con más firmeza y mayor claridad que cualquiera antes que él— fue que mientras sus lectores podrían considerarse a sí mismos sus clientes, en realidad eran su producto". En el siglo XX se comprendió mejor el potencial de "ese modelo de negocios por el cual la atención se convierte en ganancia".
Ese es el gran acuerdo que transformó la vida de las personas, sostuvo Wu. "Como sociedad y de modo individual hemos aceptado una experiencia de vida que en todas sus dimensiones —económica, política, social, cualquier forma que uno pueda pensar— está mediatizada". Esos acuerdos parecen beneficiosos para todas las partes; sin embargo, "en su conjunto han llegado a ejercer una influencia más ambigua y profunda en el modo en que vivimos".
Los comerciantes de la atención trabajan con plena conciencia de la capacidad humana para ignorar: dado que cada segundo los sentidos transmiten unos 11 millones de bits de información al cerebro, la atención funciona como una válvula que regula el paso de los datos. Pero esa habilidad "está limitada por otro hecho —escribió Wu—: siempre prestamos atención a algo". A diferencia de la moneda, la atención se usa o se pierde, no se guarda para el futuro.
"La pregunta es siempre: ¿a qué le presto atención? Nuestros cerebros la responden con grados variados de voluntad, desde 'shh, estoy leyendo esto' a dejar que nuestra mente vagabundee en la dirección de cualquier cosa que la pueda atraer, bien en el ángulo de una pantalla o en algún camino que recorremos". Sobre esta última opción se ha montado "una de las partes principales de nuestra economía": la captación y reventa de la atención.
La rebelión del consumidor
El autor de The Attention Merchants retoma el optimismo pasada la mitad del libro, gracias a la perspectiva histórica: cada boom publicitario, observó, encontró resistencia. Luego de los anuncios falsos de medicamentos milagrosos, por ejemplo, el periodismo de investigación obligó a un mínimo de exactitud. La cárcel de las publicidades televisivas se abrió con la llave maestra del control remoto. Y el correo electrónico indeseado se acostumbró a caer en la carpeta de Spam mediante la aplicación de filtros.
Pero la lucha a la que alude el subtítulo del libro continuó: los esfuerzos de la publicidad se volvieron más extremas, o más sutiles, para recuperar terreno. "Estamos hablando de una industria a la que se declaró muerta al menos cuatro veces distintas en los últimos cien años", moderó los entusiasmos.
Hoy quienes poseen los recursos o el conocimiento que lo permiten miran sus series favoritas sin avisos en Netflix o Amazon, o navegan la red sin publicidades gracias a un bloqueador en su teléfono o su computadora. Es decir que para los objetivos principales de los anunciantes —aquellos que disponen de dinero y los consumidores jóvenes— era posible escapar a la toxicidad publicitaria. "Las rebeliones periódicas", escribió Wu, "son entonces no sólo predecibles sino necesarias".
Para el experto no importa si la publicidad es buena, mala, más o menos, un mal necesario; tampoco quiere prescribir el modo en que los comerciantes de la atención deben hacer sus negocios. Para él la cuestión no es cómo sino dónde y cuándo pueden intervenir. "Es una pregunta que va al fondo del modo en que valoramos eso que solíamos llamar nuestra vida privada". Por eso escribió el libro: "Porque esta industria, cuyo negocio es influir la conciencia, puede moldear de manera drástica, y lo hará, la forma en vivimos".
¿Tiempo de una nueva rebelión?
El bombardeo comercial se mezcla con la ubicuidad de internet como soporte de soportes —video, audio, texto— y la costumbre vuelta compulsión de ver el nuevo e-mail, la nueva foto, el nuevo tuit, el nuevo "me gusta". Lo que alguna vez fue "el territorio del excéntrico amateur en cada uno de los campos de interés", es decir, internet, "hacia 2015 estaba completamente rebasado de basura comercial", escribió Wu.
Una de las consecuencias es que esta época está aquejada de una sensación extendida de crisis de atención: una que se condensa en la expresión homo distractus, una especie con una capacidad de atención reducida por el mandato reiterado de mirar su teléfono y su computadora. Sin embargo, recordó el autor, "no carecemos de poder en nuestros acuerdos con los comerciantes de la atención". De manera individual, es posible desconectar. Pero también en el plano colectivo "el acuerdo con los comerciantes de la atención sufrió el asedio de un cierto desencanto que, si el reclamo popular es lo suficientemente grande, a veces se puede convertir en una rebelión hecha y derecha".
Durante esas rebeliones se gestaron acuerdos nuevos. Y es probable, arriesgó, "que hoy estemos viviendo una época así, al menos en esos segmentos de la población decididos a cortar el cable, eludir los avisos y desconectar". Acaso sea un momento clave; al menos, es uno adecuado "para pensar seriamente sobre lo que puede significar que reclamemos que nos devuelvan nuestra conciencia colectiva".
Porque el único recurso limitado, realmente limitado, es el tiempo. Y la atención se mide en tiempo.
Wu propuso "un proyecto de recuperación humana". Como una especie en extinción, la conciencia y el espacio mental son "las fuentes humanas vitales que hay que proteger en el próximo siglo". Pone como ejemplos la planificación del tiempo de manera tal que lo haya libre de conectividad: los "shabats digitales". Y también la re-santificación de espacios como la oficina y la escuela, "cualquier lugar donde se supone que tenemos que interactuar o lograr algo que requiere un nivel serio de concentración".
Pero nada es tan fácil. "Inclusive por un fin de semana puede ser doloroso resistirse a los hábitos profundamente arraigados": mirar el correo electrónico, circular por las redes sociales; navegar por sitios de noticias.
Sugirió que su lector pensara en algo simple: sean cuales sean los objetivos que uno tiene en la vida, en general los de los comerciantes de la atención son otros. Uno puede prestar atención a los hijos o una publicidad; pasar tiempo con la pareja o en internet; estudiar o surfear los canales. Todo a la vez no se da.
También planteó preguntas menos individuales: "¿Cuáles son los costos sociales cuando toda la población está condicionada a pasar tanto tiempo de su vida consciente no concentrada y atenta sino en una suerte de conciencia fragmentaria sujeta a la interrupción constante?". Sobre todo porque esa falta de atención se da por una industria que no siempre es rentable, y que así afecta a todas las demás.
"William James, la fuente del pragmatismo, vivió y murió antes de que floreciera la industria de la atención y sostuvo que nuestra experiencia de vida al final de cuentas equivale a aquello a lo cual le hayamos prestado atención". Qué vida se vive: ni más ni menos eso se dirime en la constante utilización de datos que las nuevas tecnologías toman de las personas para orientarlas en distintas direcciones. "Si deseamos un futuro que evite la esclavitud bajo el estado de propaganda y la narcosis de la cultura del consumo y la celebridad, debemos reconocer que nuestra atención es preciosa y decidir que no la abandonaremos tan barata o irreflexivamente como hacemos con tanta frecuencia", concluyó.
LEA MÁS: