La muerte y el secuestro, el principio de la ausencia y la pérdida

El tomo ‘No es un mal menor: niñas, niños y adolescentes en el conflicto armado’ del Informe Final de la Comisión de la Verdad narra relatos crueles de niños que perdieron a sus seres queridos por culpa de la guerra en Colombia

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Niños, niñas y adolescentes vivieron la guerra en carne propia. FOTO: Jesús Avilés
Niños, niñas y adolescentes vivieron la guerra en carne propia. FOTO: Jesús Avilés

Lo vivido por las niñas, niños y adolescentes víctimas de la violencia en Colombia se cuenta a partir de historias que se conectan unas con otras y permiten comprender lo que implicó perder familiares, territorios, juguetes, amigos. En pocas palabras, perder la oportunidad de vivir de manera plena esta etapa de la vida.

“Era de noche y se escuchaban perros aullando. Aullaban y ladraban mucho. No sé ni qué hora era. Sé que era de noche, pero los perros a esa hora no ladraban. Tampoco sé si fue ese día o antes, pero se escuchaba mucha gente, muchos pasos. Creímos que era el Ejército, porque siempre que patrullaban se oían muchos pasos. Mi mamá sirvió comida –entonces sí era de noche– y el perro seguía ladrando”.

Con ese estremecedor relato inicia una víctima defensora de los Derechos Humanos el capítulo “Vivir la desaparición forzada o el homicidio de los padres” del tomo “No es un mal menor, niñas, niños y adolescentes en el conflicto armado”, del Informe Final de la Comisión de la Verdad.

De acuerdo con este, los primeros recuerdos de Olga María son confusos, sin embargo, no olvida que tenía cinco años cuando vio a su tío muerto y seis cuando desaparecieron a su padre. Como ella, cientos de niñas, niños y adolescentes vivieron de cerca la violencia del conflicto cuando esta les arrebató a sus seres queridos.

En 1988, cuando tenía cinco años, Olga María vivía en la vereda Puerto Nuevo, municipio de Simacota (Santander), con sus padres y hermanos. Recuerda que en esa época fue cuando “empezaron a andar Los Masetos, organización paramilitar, por ahí por la finca”.

Como sus recuerdos, su relato es confuso. sin embargo, se esfuerza por ordenar los acontecimientos de aquellos días de octubre que, por más que no recuerde bien, jamás podrá olvidar del todo.

“Mi mamá dijo: ‘¿Será que el tigrillo está por ahí?’. Todo estaba muy oscuro. Ella estaba apagando los mechones –los mechones son unas botellas de vidrio a las que se les echa petróleo por dentro, a la tapa se le hace un hueco en la mitad y se le saca una mecha de trapero, entonces esa era la luz– y yo la vi. Venía muy rápido a la pieza mía, como asustada, y me dijo: ‘¡Éntrese!’. El tigrillo salió y se paró en la mesa. Los perros y las gallinas estaban superespantados. Mi papá salió de la pieza con la escopeta y el machete en la mano, y entonces mi mamá le gritó: ‘¡Aurelio, no vaya a disparar que viene el Ejército!’. Eso detuvo a mi papá porque se devolvió, cogió el mechón y espantó al tigrillo. Nosotros nos quedamos ahí. Éramos cuatro hermanos, y lo único que recuerdo bien es que mi mamá le hacía a Aura ‘sh, sh, sh, shp y la ponía en la tetica para que no fuera a llorar”, narró.

La noche siguiente, o quizá la noche anterior, la confusión de sonidos en el monte se convirtió en la certeza de hombres armados que merodeaban la finca: “Se escuchaban muchas voces, entonces mi papá le dijo a mi mamá: ‘Patricia, no es el Ejército’, pero se escucharon muchisísimos disparos. Yo me acuerdo de los tiros que se escuchaban: ¡pa! ¡pa! ¡pa! ¡pa! Mi hermano mayor y yo nos despertamos asustados”.

Al día siguiente llegó la noticia de la muerte. Para la familia fue el desenlace de una violencia anunciada por las noches en vilo. Para Olga María fue el principio de la ausencia y la pérdida.

Se sienten culpables

En un informe entregado a la Comisión de la Verdad se señala que, además del dolor y el sufrimiento, las niñas, niños y adolescentes pensaban que lo sucedido pudo ser su culpa, ya sea porque se portaron mal o porque dejaron de hacer algo.

Esta confusión sobre la relación causal entre sus propios actos y la violencia sufrida es frecuente en la niñez, pero que esos sentimientos permanezcan durante mucho tiempo muestra, ante todo, una falta de espacios sociales de reconocimiento y apoyo para poder asimilar y entender lo vivido. Asimismo, el miedo, la culpa y la zozobra con la que quedan las niñas, niños y adolescentes huérfanos ha incidido en su desarrollo y en la estructuración de su personalidad, confianza en sí mismos y recursos para manejar las emociones durante el resto de su vida.

Las preguntas que Olga María se hacía siendo niña sobre el destino y el cuerpo de su padre son las mismas que se hace ahora en su vida adulta: ¿qué pasó?, ¿por qué pasó?, ¿quién lo mató?, ¿dónde está su cuerpo? Y son las mismas que diferentes familiares de personas desaparecidas y sus comunidades se han hecho.

Estos interrogantes se hacen más presentes en fechas especiales, tal como lo cuenta Ángela, cuyos padres y hermano fueron desaparecidos en 1986 por acción de grupos guerrilleros sin identificar en La Argentina, Huila, cuando tenía nueve años, por lo que ella y sus siete hermanos quedaron huérfanos. Para Ángela, el mes de mayo revive el dolor en el Día de la Madre, incluso más de 30 años después de la pérdida:

“Tengo 41 años y para mí el mes de mayo es mortal, para mí que no existiera ese mes. Yo solamente vivo el dolor que llevo por dentro. Enfrentarse a la vida así, mirar las cosas tan injustas, uno dice “bueno, ¿yo por qué tuve que pagar esto así?”, resalta.

Una mujer, familia de una víctima de desaparición forzada dice que para ella no hay Navidad ni mes de mayo. “A mí ese mes me da mucha nostalgia. No sé si eso me pasará solo a mí, pero yo los revivo mucho a ellos, mucho”, puntualiza.

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