Abril, 1993. Se llevaba a cabo la octava conferencia de las Farc-EP. Los principales acuerdos fueron expandir su accionar armado al centro del país y hacer una reestructuración que cambió su modo de operar, pues pasaron de la guerra de guerrillas a una de movimientos: crearon los frentes, los bloques, los comandos conjuntos y un comando central que dirigiera las maniobras bélicas.
Tres años antes, el ELN acordó en su II Congreso tener el mismo objetivo: la toma del poder, y aplicar como ‘herramienta indispensable para la revolución’ el trabajo social. Claramente dicha estrategia debía replicarse en el Magdalena Medio y Santander, departamento principal de esta región.
Barrancabermeja, capital petrolera y lugar donde estaba la refinería más grande del país, sufrió las consecuencias más graves de los enfrentamientos a finales de siglo, pues tal y como narró un excomandante de las antiguas Farc a la Comisión de la Verdad.
“Cuando llegó el paramilitarismo pues el territorio fundamental en disputa se volvió el sur de Bolívar y Barrancabermeja. [...] Entonces, el territorio se volvió en disputa porque representaba unos intereses, el Magdalena Medio tiene unos intereses específicos en la estrategia de control del Estado, la riqueza y los megaproyectos que se venían instaurando en la región”, fue el relato recogido por la entidad que nació tras la firma del Acuerdo Final de Paz, en 2016. En ese orden, tanto Barranca como Bucaramanga se convirtieron en zona constante de disputa entre la insurgencia y la fuerza pública.
Bajo ese panorama, las guerrillas se empecinaron en la toma de pueblos. Hay que tener en cuenta que, durante el III Congreso del ELN (celebrado en 1996), acordaron también basarse en el secuestro como una de sus principales maneras de financiación y presión política. Con eso estipulado dentro de sus estrategias, tanto esta guerrilla como las Farc, abordaron entre ese año y 1997 buena parte de los municipios santandereanos.
Integrantes del Frente Efraín Pabón del ELN y el frente 46 de las Farc se tomaron en 1996 y 1997 los cascos urbanos de Capitanejo y Guaca, respectivamente y que están ubicados en las provincias de Guanentá, Vélez, Soto y García Rovira. También atacaron las estaciones de Policía de estas zonas, afectando en gran medida las economías locales, esto porque las oficinas del Banco Agrario, las alcaldías, los juzgados y otros edificios importantes fueron destruidos por los cilindros bomba.
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Un caso memorable fue la toma de Mogotes (también Santander) el 11 de diciembre de 1997. En contraste con lo ocurrido en otros pueblos, allí grupos de habitantes motivaron una asamblea municipal constituyente en la que posteriormente participaron docentes, empleados municipales, algunas juntas de acción comunal y hasta un equipo diocesado por el obispo Leonardo Gómez Serna.
Ambas guerrillas también intervinieron en las elecciones locales quemando tarjetones y urnas, método más común por estos grupos. También hubo un notable incremento de las extorsiones, amenazas y asesinatos a integrantes de Ecopetrol y otras instituciones estatales; era un “clientelismo armado”, según comentó un líder social a la CEV, pues exigían cierto porcentaje de un contrato o una parte de cuotas laborales para incluir a personas afines a ellos. Cuando los paramilitares llegaron a esta zona, se sintió muy fuerte la estigmatización a funcionarios locales.
La Comisión de la Verdad reunió testimonios de trabajadores de empresas como Ecopetrol que sufrieron presiones de la guerrilla y de paramilitares. Por ejemplo, está el caso de Ubencio Rueda, que fue víctima de intimidaciones por parte de alias Palomo, integrante del ELN, y de alias Guevara, de las Farc. También agentes de las Autodefensas Unidas de Colombia lo amenazaron. Todos estos grupos centraron sus presiones en la extorsión entre 1998 y 1999.
Las dinámicas guerrilleras y la poca ayuda de los agentes estatales
La siembra de minas antipersona fue otra mecánica de las guerrillas para ejercer control territorial, a fin de que otros actores armados no pudieran ingresar a zonas que tenían destinadas a planeaciones operacionales, a la siembra de coca o simplemente para causar terror, pues de acuerdo con cifras del Registro Único de Víctimas, 12.148 personas sufrieron mutilaciones por estas minas o por otros artefactos explosivos improvisados.
El reclutamiento forzado de menores fue otra de las barbaries que, si bien era ejecutada por actores insurgentes, no era bien tratada por el Estado; es decir, las niñas y niños que entraban de manera obligada a las guerrillas eran calificados como objetivo militar por el Estado y paramilitares, solo por hacer parte del ELN o las Farc (en contra de su voluntad).
Un ejemplo de ello fue la operación Berlín, adelantada entre el 19 de noviembre de 2000 y el 5 de enero de 2001 en el páramo homónimo ubicado en la cordillera Oriental, jurisdicción del municipio Tona, Santander.
Con el objetivo de desmantelar la columna móvil Arturo Ruiz de las Farc, el Ejército se tomó esta región bajo autorización del general Martín Orlando Carreño, comandante de la quinta brigada. La división insurgente estaba conformada por casi 400 integrantes, de los cuales 141 eran niñas y niños indígenas y campesinos, principalmente. Muchos de ellos llevados a la guerra por hombres al mando del Mono Jojoy y Timochenko, entonces comandantes del Bloque Oriental y promotor del reclutamiento infantil.
El Ejército, pese a tener conocimiento de los menores de edad que hacían parte del comando guerrillero, no pidió acompañamiento del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) y decidió entrevistar a los detenidos (incluyendo los menores) sin la supervisión de alguna entidad que garantizara sus derechos. “El Ejército reconoce que detuvo a 23 menores y otros 27 se entregaron y registra que 62 guerrilleros murieron en combate”, señala la Comisión.
Además, de las 78 necropsias realizadas por Medicina Legal, 28 correspondieron a menores de edad; de ellos, seis tenían estallidos de arma de fuego en los cráneos, entendiendo que fueron asesinados en estado de indefensión. Una de las niñas tenía 14 años cuando murió, de manera que esa fue otra grave infracción al DIH.
Mientras que las acciones insurgentes, como la toma de pueblos, uso de armas no convencionales (minas antipersona, tatucos y cilindros bomba) secuestros, extorsiones y violaciones de menores, extendieron el poder de estos grupos en la región; la fuerza pública, grupos dedicados al narcotráfico y agentes paraestatales golpearon duramente a estas guerrillas, debilitándolas en zonas donde históricamente estaban fortalecidas.
Por 1997, la máquina paramilitar sufrió una reestructuración con la fundación de las Autodefensas Unidas de Colombia, un ‘superejército’ que juntó estructuras paraestatales replegadas en distintas partes del país. Buena parte de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) se unieron, así como las Autodefensas Campesinas de Puerto Boyacá, Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio, las Autodefensas Unidas de Santander y Sur del Cesar y grupos similares.
En 2000 fue creado el Bloque Central Bolívar de las AUC y quedó al mando de Carlos Mario Jiménez Naranjo, alias Macaco, mientras que Ernesto Báez se encargó del ala política. Su centro de operaciones fue el Sur de Bolívar, lugar clave para la concentración de las guerrillas. Allí la guerra fue sangrienta por el control territorial, de la población y de las rentas del narcotráfico y el contrabando de gasolina. Era una lucha por el poder en todas sus esferas a como diera lugar.
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