“Cumplir 90 años no es bonito”, dice Beatriz González a inicios de noviembre. Es martes, son las 11:30 a. m. y la maestra, junto a Urbano Ripoll, su esposo, y Natalia Gutiérrez, su asistente desde 2016, hablaban de Contrafiguras, la última exposición de la pintora bumanguesa en Casas Riegner que se inauguró el pasado 10 de noviembre, días antes de su cumpleaños, para el que no quiere celebraciones, ni grandes retrospectivas.
Por la ventana del taller se ven los cerros orientales de Bogotá, Monserrate y las Torres del Parque de Salmona, también se ve la plaza de toros, el planetario y algo del parque de la Independencia. Hay dos ventanas grandes, una mesa en ele con unas cartulinas encima, unos papeles y unos cuadernos, también hay unas silla y algunos recortes pegados en las paredes, un mueble, un bifé pequeño pero largo con cosas, un teléfono de disco, una matera, unos cuadernos, unos platos y más cosas.
Frente a una de las esquinas de la mesa, un caballete, y en el caballete, un bastidor en el que a lo mejor la maestra Beatriz estaría trabajando esa mañana, y la mañana anterior, y en el que seguirá trabajando hasta el viernes, porque trabaja de lunes a viernes. Los fines de semana, no. Son sagrados. Los pasa con Urbano en una finca que tienen cerca de Bogotá. Pero entre semana pinta todos los días, todas las mañanas.
“Tengo una idea: uno no debe parar de pintar. Así que bueno, hice Fragmentos –se refiere a Bruma, exposición que actualmente está en Fragmentos–, entonces, un artista puede decir bueno, ahora descanso y luego vuelvo y retomo. No. Yo creo que uno debe estar continuo, tenga o no exposiciones programadas. Yo creo que soy pintora por naturaleza y yo tengo que estar pintando”.
La pintura que está en el caballete es una figura que pareciera recogida en sí misma, como en posición fetal. El fondo está dividido en dos planos, uno parecería un violeta, un morado, el otro un azul un poco verdoso y desaturado y cercano al gris. La pintura quedó por fuera de la exposición que está en Casas Riegner, que reúne buena parte del trabajo reciente e inédito de la pintora santandereana, en el que, a partir de fotografías que encontró en el periódico Hoy Diario del Magdalena, en particular una, intenta retratar los dramas y tragedias que rodean lo fúnebre.
La maestra explica que, en tanto al tema que las motiva, las tragedias y dramas que provoca la muerte está, de cierta forma, conectada con una exposición que tuvo hace unos meses en Zurich (Suiza) en la que algo más de veinte pinturas exploran esa “operación de lo fúnebre”, esos elementos que configuran el rito fúnebre. En Contrafiguras, por otro el clima de la exposición se mueve entorno a una fotografía que encontró en aquel diario samario y en la que aparece un joven llorando sobre unos ataúdes.
“El clímax de la exposición es lo que representa esa figura sentada llorando, la exposición tiene como tema esencial eso, también es fúnebre, pero es el dolor de una persona en ese escenario”.
Imagen que la maestra relaciona con las masacres de jóvenes como las que se presentaron en Tumaco en 2020, o con la de Buga en 2021.
“Tiene que ver un poco con esas muertes que están sucediendo por Tumaco y por todas partes, que hay jóvenes que están felices bailando porque ya van a volver a la universidad y llegan unos mafiosos y los matan y hacen una masacre y nadie sabe por qué, y nunca aclaran y ni uno nunca puede saber”.
En el texto de sala dice que las obras que conforman Contrafiguras son “una reflexión profunda sobre la aflicción causada por las masacres en Colombia”, que sigue en la línea de las exploraciones que podrían rastrearse, en una suerte de ejercicio arqueológico, a la ruptura que significó, en su trabajo, la toma y retoma del Palacio de Justicia el 6 noviembre de 1985, cuando la pintora, ante la brutalidad, reconoció que no podía seguir haciendo esas obras burlonas, socarronas, si se quiere, en las que, como pintora de la corte, como Goya, retrataba la obscenidad del poder.
Para 1985, González ya tenía a su cuesta una carrera de algo más de 20 años, años más, años menos, en los que, al inicio, con la bendición de Marta Traba, la historiadora y crítica de arte más importante del país entre los 50 y hasta su muerte, en 1983, se posicionó en el panorama de la plástica colombiana con pinturas como Los suicidas del Sisga, que en 1965, una de las tres versiones que existen, se hizo con un lugar, según ella también por presión de Traba, en el Salón Nacional de Artistas de 1966, que en ese entonces se premiaba, y en el que ganó un lugar especial que compartió con Antonio Grass.
Por esos años, en 1964, Alejandro Obregón diría, luego de ver sus vermeerianas –variaciones sobre la obra del pintor neerlandés– en el Salón de Intercol, que ella “era la artista del futuro”. Sobre esto, González cuenta en una entrevista publicada en Historia del arte urgente en Colombia, del crítico Halim Badawi, unos diez años después del elogioso comentario, en el Museo de Arte de Bogotá, ella le recordó sus palabras a lo que Obregón contestó “ah sí, ¿y por qué no fue?”.
Volviendo a los 60, el azar, que siempre ha rodeado su obra y para el que la maestra dice “se tiene que tener una sensibilidad para reconocer el azar”, empezó a jugarle buenas pasadas y, luego de estar pintando variaciones de Vermeer y algunos detalles versionados de La rendición de Breda de Diego Velásquez, el pintor de pintores, como decían que dijo Manet, aparece en El Tiempo una fotografía, que originalmente se publicó en El Espectador, de una pareja que se suicidó en la represa del Sisga, a unos 68 kilómetros de Bogotá, y que, al ser impresa la imagen se aplanó y los colores quedaron trastocados. Eso era lo que Beatriz González buscaba con algo de desespero.
“Yo estaba en crisis, era una señora que pintaba unos cuadros bonitos, y ahí apareció la foto de los suicidas del Sisga, robada por El Tiempo a El Espectador. Como en El Tiempo ahorraban tinta, la imagen se simplificó con respecto a la de El Espectador, y eso era lo que yo estaba buscando”, cuenta la maestra en la misma entrevista con Badawi.
Esa epifanía, que llegó en forma de periódico, también responde a un interés de la maestra en coleccionar recortes, fotos, noticias, cartas, una suerte de obsesión por el archivo, por tener un registro, que según cuenta Beatriz podría remontarse a cuando siendo niña fue armando un cuaderno con las películas que iba viendo y con fotografías de los actores, pues su madre, Clementina Aranda, la empezó a llevar, muy pronto, con sus dos hermanos (Beatriz es la menor) a cine. Pero también, según cuenta la maestra, podría decirse que su primer archivo sea un álbum de artistas que, cuando tenía unos 8 o 9 años, fue armando con las revistas que llegaban a su padre, Valentín González, del Banco de la República.
“Tal vez mi primer archivo fue un álbum de artistas que quién sabe dónde esté, y lo que era más chistoso es que eran en las revistas que le mandaban a mi papá del Banco de la República yo la forraba en papel y las convertía en ese álbum. Entonces, creo que tenía una intención de coleccionar recortes de periódico”.
Intención que, si bien ella misma confiesa no se considera archivista, se convirtió en un enorme archivo que fue donado, en 2020, a la biblioteca Luis Ángel Arango, y con el que se organizó una exposición y se publicó un libro. Archivo que se sigue catalogando e indexando en la biblioteca bajo la supervisión de Natalia Gutiérrez, la asistente de la maestra que la acompaña desde 2016.
Retomando, luego de la epifanía de los sesenta, la maestra comenzó a trabajar con imágenes de prensa, valiéndose de la reportería gráfica como sustrato para sus pinturas, que aclara nunca ha pretendido calcar, pues eso le parece “bobo”, sino que funcionan como una suerte de detonante, de catalizador para el pensamiento plástico, pues sus obras las va pensando con el dibujo, y en ese traducir las imágenes con lápices, sanguinas, carboncillos, van adquiriendo esa ‘pátina’ y esa carga de humor, en un primer momento de su trabajo, o ese rastro, esa huella que deja el dolor y el sufrimiento que caracteriza su pintura.
Desde mitad de los sesenta y los setenta, la maestra sigue trabajando a partir de imágenes de prensa, y si bien muchas son de crónica roja, hoy en riesgo de desaparecer, también se cuela ese humor cáustico de la pintora que se evidencia en una serie de pinturas sobre la próceres de la independencia colombiana, así como imágenes de la reina Isabel II. Pero el punto alto de esta década se da cuando, otra vez a causa del azar, la maestra ‘descubre’ los muebles.
La historia, que ha pasado a ser casi que una anécdota legendaria, tiene lugar en el centro de Bogotá, cuando la maestra, luego de terminar una interpretación del Señor de Monserrate, que pintó sobre metal y con esmalte, pues se había cansado del óleo, el lienzo y el bastidor, le parecían muy finos, y acompañando a su esposo, Urbano, a comprar unos bultos de cemento, encontraron una cama-radio, un engendro de la modernidad tardía que fusionaba el descanso y el entretenimiento radial, y sin saber bien la compraron.
Ahí el azar vuelve a jugarle buenas pasadas a la maestra y, una vez el estudio, resultó que el hueco de la cama, en donde debería ir el colchón, era del mismo tamaño de la lámina en la que estaba pintado el Cristo. Lo demás es historia y una serie de muebles ensamblados con pinturas, entre los que destacan un televisor con el rostro del expresidente Turbay, una mesa de teléfono con el rostro de Kennedy y un tocador con una madonna, entre otros.
Incluso, en la exposición que está actualmente en Casas Riegner, hay otro tocador, pero esta vez el espejo es una mujer llorando, lamentándose por las masacres y por los hallazgos en el cementerio de Dabeiba, en donde en los últimos años se han encontrado, gracias a la labor de la Justicia Especial para la Paz, restos de víctimas de asesinatos de Estado (los mal llamados falsos positivos o ejecuciones extrajudiciales).
Durante los ochenta, con acidez retrata las obscenidades de los gobiernos de Julio César Turbay y las desgracias del Estatuto de Seguridad, y el de Belisario Betancur, recordado por la toma y retoma del Palacio de Justicia. En este momento los colores cambian, el tono cambia, ya no son los colores vibrantes y saturados, ahora pasan a ser, si bien algunos saturados, lúgubres, oscuros, funerarios, si se quiere, pero que crean relaciones cromáticas inusitadas y potentes.
Así mismo, las figuras se van simplificando aún más, y vuelven aparecer los óleos, las veladuras. En los noventa, su pintura tiende a los azules, a los tonos fríos que hace vibrar con algunos tonos cálidos y vivos. También aparece una serie de rostros que lloran, que se lamentan. Ya no hay de qué reírse, dijo la maestra en algún momento.
Para el cambio de milenio, González sigue pintando, porque es algo que hará hasta que pueda, hasta que su cuerpo se paralice, y para finales de la primera década del nuevo milenio, llega la propuesta de intervenir los columbarios del Cementerio Central, construidos cerca de la mitad del siglo XX y a donde llegaron los muertos del 9 de abril de 1948. La propuesta inicial proyectaba que cada dos años los columbarios serían intervenidos por un artista distinto.
Para esta intervención, que se llamó Auras Anónimas, la maestra parte de las imágenes de unos cargueros, que traducidas en siluetas negras, sobre un fondo blanco, sirven como lápidas de los columbarios, y que a la postre llevan 13 años al sol y al agua y al abandono del distrito, e incluso ante las ‘amenazas’ del exalcalde Enrique Peñalosa de tumbar los columbarios y crear un parque en el sector.
”La misma Doris Salcedo, el día que inauguramos, me dijo Beatriz esto es para siempre. Ella estaba muy emocionada cuando abrimos eso en el 2009: “esto es para siempre””, explica la maestra González, que también recuerda que, pese a las palabras de Salcedo, ella pensó la obra, originalmente, para que se ciñera al contrato que firmó: debían estar instaladas solo dos años, por lo que utilizó un sustrato que, con los años, se fue amarillando.
Sin saberlo, por qué cómo saberlo, la escultora Doris Salcedo, 13 años después, le propondría a la maestra González trasladar algunas de esas lápidas a Fragmentos –el contramonumento ideado por Salcedo y que resultó de la firma del acuerdo de paz con las extintas Farc y que está hecho con las armas fundidas de los guerrilleros– para una exposición en la que dialogan ambas obras.
El azar, que vuelve a condicionar el trabajo de González, hace de las suyas y en estos años en los que ha estado al abandono Auras Anónimas, fue imposible trasladar las lápidas, el costo de restaurarlas es impensable, por lo que la maestra decide volver a pintar las siluetas, esta vez más brumosas, producto de una veladura amarilla que les dio, en un intento, tal vez, de representar los algo más de 10 años que han pasado entre obra y obra.
Ahora bien, no se trata de una mera reproducción de Auras Anónimas, la maestra González trabajó de nuevo las imágenes de los cargueros, esta vez, diluyendo sus formas, sus siluetas que se disuelven en una bruma.
“Hoy, no son esas imágenes perfiladas, no todo está definido, sino que para ella, en este momento, su obra ya está tan incorporada en su ser que es una imagen que no representa, sino que es una encriptación de la memoria, es una imagen prerretiniana, es una imagen que ve por dentro. Ella está pintando lo que por dentro ve. Eso es lo impresionante de que esté hecho ahora, si tú ves todos esos cargueros, que es una imagen que se repite, que se repite, como ella dice, porque se repite este conflicto eternamente. ¡Hasta dónde vamos a parar! Y vamos a tener que seguir hablando y diciéndolo y pintándolo una y otra vez”, dice María Belén Sáez de Ibarra, curadora de Bruma, exposición de González en Fragmentos, que está abierta hasta mayo de 2023.
Estas obras, expuestas en Fragmentos y las expuestas en Casas Riegner, son un capítulo más en una abultada carrera, una carrera de más de 60 años en la que el humor, el comentario ácido, la mirada incansable y crítica ante la amnesia colectiva y la violencia, las víctimas, el sufrimiento y la memoria se cuelan en una pintura rotunda, en una pintura que es una celebración de la vida.
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