“La historia de mi abuelo y de mi papá, fue una historia de llantos”, contó Tobías, un miembro del pueblo bora en el Amazonas a la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad al recordar las historias de la infancia de sus ancestros más próximos que fueron sometidos a procesos de “civilización” a finales de siglo XIX e inicios del XX en esa región del sur de Colombia.
Pero su testimonio podría repetirse en las nuevas generaciones que han tenido que escuchar o vivir las historias de sus padres, en una región en la que no ha logrado entrar el Estado, pero si la violencia. Como en la mayoría del territorio nacional, el conflicto se funda en la tierra. Pero en el Amazonas, más que el interés por la propiedad ha sido por la extracción de sus recursos la que ha generado múltiples situaciones de violencia.
Uno de los casos más cruentos de la deshumanización de los indígenas en la historia reciente en el país se vivió por casi un siglo, desde 1870 hasta 1970, en la selva del Amazonas, donde hicieron sangrar el cautchoc, el árbol que llora, para satisfacer la demanda de una de las materias primas más apetecidas de la época: el caucho.
De acuerdo con la CEV, cerca de 50.000 indígenas de los pueblos murui, nonuya, muinane, andoque, bora, ocaina y miraña fueron sometidos a trabajos forzados para explotar caucho. Bajo tratos crueles, sin pagos y en jornadas interminables fueron esclavizados por empresas caucheras como la de Julio César Arana o Tomás Funes y separados de sus familias.
Las familias y comunidades indígenas de esta zona del país se vieron afectadas en su cultura, producto de un Concordato entre el Estado y la Santa Sede, que propició la llegada de misioneros evangelizadores a la selva e instauraron internados de las órdenes religiosas Capuchinas, Montfortianas y Franciscanas. Estos se llevaron a los niños y niñas huérfanas por la cauchería para educarlos en desmérito de sus culturas, lo que terminó por fragmentar el territorio en función de la extracción de recursos.
Las trochas abiertas por las empresas caucheras conllevaron a nuevos territorios para colonos que atrajeron la migración de personas afrodescendientes del Litoral Pacífico y llegaron con su cultura al Putumayo y el Caquetá en la búsqueda de mejores condiciones de vida. Otros campesinos migraron desde Nariño con prácticas agrícolas andinas.
Así mismo, llegaron comerciantes y prestamistas interesados en baldíos. Un grupo de ellos fundó en 1935 la hacienda Larandia, que rápidamente acaparó 35 mil hectáreas para la ganadería. Este proceso conllevó el desplazamiento de comunidades indígenas y condicionó, según la CEV, el proceso colonizador desde el Caquetá.
El Estado no llegó con programas sociales, sino con una base de defensa aérea en Tres Esquinas en 1934 y otra en Puerto Leguízamo en 1944 y una Colonia Penal y Agrícola llamada Araracuara entre Caquetá y Amazonas. Esta vaga presencia motivó la llegada de compañías norteamericanas como la Texas Petroleum Company que se instaló en 1941 en el Putumayo y posteriormente Goodyear, que arribó al Vaupés en 1942, motivada por un renovado interés cauchero.
“En el 71 yo tenía 10 años y lo que pude vivir fue los últimos momentos, pero lo que pude entender es que también los pueblos indígenas andoque y huitoto, que vivían aquí cercanos al Araracuara, tuvieron todos esos 30 años dificultad, porque pues estaban rodeados de personas malas y ocurrieron muertes, desapariciones, violación de mujeres”, contó un indígena a la CEV, por lo que en ese año el gobierno de Misael Pastrana disolvió la colonia penal.
En 1961, el presidente Alberto Lleras Camargo promovió una reforma social agraria que a través de la Caja Agraria buscó la colonización dirigida de tierras no cultivadas para promover su explotación. Pero en 1968 ese programa financió proyectos caucheros que en el Vaupés llevaron a la esclavización de indígenas, incluso apoyados por las autoridades que se prestaron para capturar a aquellos que huían.
En otros casos, como en la Amazonía occidental, las tierras se prometieron desocupadas, olvidando a los indígenas que eran pobladores ancestrales de los territorios, lo que desató conflicto con los colonos.
“En otros momentos los procesos de colonización perpetuaron las violencias hacia los pueblos indígenas. En el Guaviare, por ejemplo, al construir el pueblo de La Libertad se utilizaron a los indígenas para que abrieran trochas; en el Vaupés se trasladó y confinó a la población indígena en «cercos», que eran encerramientos de partes del territorio ancestral”, señaló la CEV.
En 1956 el Gobierno nacional firmó un contrato con la empresa Texaco y le cedió 199.704 hectáreas, tres años después amplió su territorio de explotación en Orito a 1.000 ha y poco después completó 1.600.000. Esta fue la mayor concesión para la época y el pozo petrolero más grande (350 millones de barriles) en el país.
Las obras del oleoducto y la infraestructura fueron una oportunidad para miles de campesinos que llegaron a la zona en busca de trabajo, y otros para ofrecer servicios y productos a los empleados petroleros. Sin embargo, con ayuda de la fuerza pública, Texaco desplazó a los pobladores cerca de la concesión por supuestas razones de seguridad.
Afectó también a las poblaciones indígenas, no solo por las carreteras que atravesaron sus territorios, sino porque los sobrevuelos, la maquinaria y la deforestación transformaron el territorio. Poblaciones sionas, kofanes e ingas se desplazaron ante la llegada de epidemias de gripa y viruela, la expansión de los asentamientos y la contaminación de los ríos.
De acuerdo con el Informe Final de la CEV a inicios de la década de 1970, los campesinos que habían sido parte de las colonizaciones dirigidas empezaron a exigir el acceso a servicios básicos que se les habían prometido. Estas deudas estallaron en protestas, paros, invasión de tierras e incluso. bloqueos a las petroleras, que fueron rechazadas por el Ejecutivo.
El presidente Misael Pastrana con el Pacto de Chicoral dejó de lado la reforma agraria que se había impulsado e inició una política para beneficiar a la gran propiedad (Ley 4 de 1973). Con esto se buscaba hacer frente a las movilizaciones campesinas y tranquilizar a los terratenientes, pero profundizó la estigmatización de los campesinos.
En 1974 Alfonso López Michelsen decretó el estado de sitio con la extensión de facultades judiciales a la fuerza pública que llevó a graves violaciones de derechos humanos, como desapariciones forzadas y torturas, para reprimir las protestas. Esta situación profundizó la estigmatización de la organización campesina como aliada de las guerrillas.
Ante la precariedad y la baja ausencia del Estado en el Amazonas, donde el campesino también había sido señalado como aliado de la subversión, el cultivo de plantas como la marihuana, así como la coca, se abrieron espacio.
Inicialmente, el Amazonas solo representó para los narcotraficantes una zona de transporte, pero a finales de la década de 1970 se convirtió en escenario de siembra, procesamiento y comercialización de la coca especialmente en Caquetá, Guaviare, Vaupés, Guainía y Putumayo.
Estos llegaron a la Amazonía occidental con el cartel de Medellín y Cali, inicialmente por Evaristo Porras, Leonidas Vargas y Gonzalo Rodríguez Gacha. Este negocio produjo un cambio en la concepción sagrada de la hoja de coca para fines espirituales de los pueblos indígenas, lo que afectó sus prácticas culturales. Por el comercio dejaron de cultivar la chagra, de la que obtenían la comida familiar, para cultivar coca; y los jóvenes tentados por el dinero trabajaron como raspachines, lo que les brindó autonomía frente a los mayores.
El Estatuto de Seguridad, por otra parte, condujo a las guerrillas a incrementar su presencia rural. El M-19, por ejemplo, asaltó Mocoa (Putumayo) en 1981 y Florencia (Caquetá) en 1984. Acciones que según la CEV marcaron el inicio de una confrontación armada que dejaría a la población civil en medio del fuego cruzado. La primera, por la muerte de seis civiles y la segunda, porque utilizaron indígenas para descargar la mercancía del avión de la compañía Aeropesca que habían hurtado.
El Ejército respondió bajo la política de tierra arrasada que dejó 5.000 víctimas entre muertos y desaparecidos, de acuerdo con la CEV. El Ejército Popular de Liberación también incursionó en la Amazonía, con el Frente Aldemar Londoño, principalmente, para ejercer presión en los campos de extracción petrolera y puntualmente en el Valle del Guamuez, La Hormiga, Puerto Asís y Orito
Las Farc ya hacían presencia en el norte del Caquetá desde finales de los sesenta, pero aumentaron su presencia en el Amazonas tras la Séptima Conferencia de 1982, en la que establecieron el sur del país como una zona estratégica para el logro de sus objetivos. Se desplegaron en este departamento con los frentes 14, 15 y 49, así como en Putumayo con el Frente 32.
Llegaron a la zona para servirse de las economías extractivas, pero tras extenderse al Vaupés y Guainía se convirtieron en reguladores del mercado del narcotráfico, guardianes de los laboratorios y acreedores de impuestos a la movilización de los cargamentos de coca. Controlaban el río Guaviare y las rutas entre el piedemonte y la llanura Amazónica.
Allí, entre el Caquetá y el Meta fue descubierto el laboratorio de Tranquilandia que operaba el cartel de Medellín, el más grande del continente. Su destrucción llevó a que los narcotraficantes crearan estructuras armadas como los Masetos, de Muerte a Secuestradores, que se convirtió en el primer grupo paramilitar en la región para la protección del negocio de la cocaína.
Trabajaban a la par con las Farc y se repartían las rentas criminales, pero poco después ambos grupos chocaron. Uno de los detonantes fue el asesinato de miembros de las Farc en una propiedad de Rodríguez Gacha en la vereda El Azul de Putumayo, en 1988, que causó una sangrienta arremetida de los guerrilleros, que junto con el EPL, atacaron la sede del cartel de Medellín en la vereda.
Desde allí, Gacha y los Masetos asumieron una postura anticomunista que llevó a expandir las alianzas narcotraficantes con grupos paramilitares de Puerto Boyacá y la simpatía con ganaderos y militares. Pero en la guerra con la guerrilla, que terminó por perder el MAS, la población fue víctima de homicidios selectivos y amedrentamientos por estigmatización.
Una deuda que el Estado no ha saldado
Con el gobierno de Virgilio Barco se reconocieron los primeros resguardos indígenas en el Putumayo y con la Constitución del 91 parecía abrirse una puerta para las garantías de sus derechos, pero terminó en una deuda que ya acumula más de tres décadas.
Se concibieron con la nueva norma constitucional las Entidades Territoriales Indígenas para la autonomía presupuestal de estos pueblos. Así mismo, se crearon las áreas no municipalizadas en Amazonas, Guanía y Vaupés, principalmente habitadas por indígenas, pero sin población suficiente para ser municipios.
Así se crearon Taraira en Vaupés y Barrancominas en Guainía, pero para organizaciones indígenas como la OPIAC la falta de reglamentación de las ETI desde la promulgación de la carta constitucional profundizó el trato desigual para los pueblos indígenas. Los recursos para sus resguardos siguen siendo administrados por los municipios y no se ha reconocido su gobierno y autonomía.
La Constitución también trajo la apertura económica que hizo al país dependiente de la exportación de materias primas y por tanto más atractiva para este negocio en la Amazonía. El gobierno de César Gaviria decretó el estado de conmoción interior para terminar el conflicto en sus últimos tres años y emprendió la operación Conquista, que de 1996 a 1997 incrementó el conflicto en las zonas cocaleras del sur del país.
Luego llegó el gobierno de Andrés Pastrana, que en su intento por buscar una salida negociada al conflicto inició un diálogo que tuvo como escenario San Vicente del Caguán - entre Meta y Caquetá-, lo que permitió consolidar a las Farc en esa zona del país. Para mostrarse como un actor beligerante, la guerrilla ejecutó la primera toma de una capital departamental en Mitú en 1998.
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Para la década de 1991, las Farc consolidaron el control territorial en los departamentos de la Amazonía para acaparar el negocio de la coca. Establecieron controles sociales, limitaron la movilidad de la población e iniciaron con la estrategia del asesinato selectivo de los líderes indígenas para minar su autonomía y someterlos a su ley.
“En 1995, la guerrilla secuestró a siete concejales de San Vicente del Caguán; en 1996, asesinaron al gobernador del departamento, Jesús Ángel González; mientras que en Solano, territorio en el que hacían presencia de los frentes 15, 48 y 49, fueron asesinados consecutivamente tres alcaldes: el primero, Demetrio Quintero (el 20 de junio de 1996), por no cumplir con la orden de dejar el cargo; el segundo, Edilberto Hidalgo, excombatiente del M-19 (el 6 de octubre de 1996) y, el tercero, Eberto Murillo, dirigente de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos, ANUC (el 16 de febrero de 1997)”, sostuvo la Comisión.
Entre los casos de violencia se cuentan la Toma de Santa Sofía y Zaragoza, que dejó tres jóvenes indígenas asesinados e incinerados en 1993; el ataque a El Billar en 1998 en el que asesinaron a 61 soldados y secuestraron a otros 43 y el paro armado que paralizó Putumayo en el 2000.
Con un control en gran parte del territorio amazónico, las Farc “ejercieron una autoridad rígida y muchas veces brutal, produciendo nuevas formas de violencia o potenciando las que ya estaban presentes y se sustentaban en prejuicios de género, raciales o de orientación sexual” y, reconoce la CEV, la población LGBTIQ+ se vio aún más segregada y amenazada, desplazada, violada, asesinada y desaparecida.
En Carurú, en el Vaupés, la Comisión conoció el caso de varias niñas que fueron llevadas a una casa que había sido tomada por miembros de la guerrilla, en la que miembros del Frente Primero de las Farc-EP abusaban sexualmente.
Para finales de siglo también llegaron a la zona las Autodefensas Unidas de Colombia con el Frente Sur Putumayo, que hasta 2006 asesinó por lo menos 2.500 personas. Se establecieron inicialmente en La Hormiga y El Placer, en Putumayo, con masacres y otras prácticas violentas. Además, en el Colegio Monseñor Gerardo Valencia Canoa de Belén de los Andaquíes, en Caquetá, establecieron una escuela de tortura.
El siglo XXI inició con tres actores disputando el territorio: las Farc en la zona oriental con el control principal de Guainía y Vaupés; las AUC en las zonas urbanas y el Ejército en operaciones por retomar el control. El primer gobierno de Álvaro Uribe se propuso diezmar a la guerrilla, fortaleció el Plan Colombia y aunque asestó duros golpes, incrementó la violencia.
“En el periodo 2002-2005 alcanzaron un total de 271.994 víctimas, que se distribuyeron así: en el departamento de Amazonas, 1.221; en el Caquetá, 126.910; en el Guainía, 2.571; en el Guaviare, 39.165; en el Putumayo, 98.866, y en el departamento del Vaupés 3.261351″, señaló la Comisión.
Para 2008 las Farc pasaron de 91 estructuras activas a 71, con la extradición de Omaira Rojas Cabrera, alias Sonia, responsable de las finanzas del Frente 14 y en ese último año la operación Fénix condujo a la muerte de Raúl Reyes, comandante del Bloque Sur.
Pero la violencia no mermó el interés de explotación petrolera, que para 2004 aumentó sus solicitudes ante la Agencia Nacional de Hidrocarburos. Según la CEV, “existe una coincidencia histórica entre la concentración de las áreas de explotación con aquellos territorios con mayor conflictividad en el bajo y medio Putumayo”. En los municipios de explotación se concentra el 89 % de las víctimas de ese departamento.
La fuerza pública acompañó a las compañías extractivas e incluso, como denunció Rutas del Conflicto, firmaron convenios de seguridad con unidades militares y desprotegieron a la población civil. Además, en el propósito por proteger los intereses privados, cometieron violaciones a los derechos humanos, como violencia contra las mujeres.
Con el Acuerdo Final de Paz con las Farc, casi 40 mil familias se acogieron a la sustitución voluntaria de cultivos ilícitos, Putumayo y Caquetá lideraron el listado de hectáreas erradicadas sumando más de 15.000 en los dos departamentos. La UBPD ha ubicado 46 cuerpos de posibles víctimas de reclutamiento en Caquetá y priorizará sus acciones para el Putumayo.
Sin embargo, el conflicto se ha reorganizado en la región, grupos disidentes de las Farc, el Clan del Golfo y organizaciones como Sinaloa-La Mafia han buscado retomar el control de los cultivos ilícitos y las economías extractivas. Así mismo, la deforestación para ganadería y cultivos de coca se expande, incluso por los territorios indígenas principalmente en Caquetá, Meta, Putumayo y Guaviare que concentran casi el 70 % de esta problemática.
La respuesta ha sido principalmente militar, lo que ha generado nuevos conflictos con las poblaciones civiles, violaciones a los derechos humanos y nuevas victimizaciones de viejas violencias. En medio del discurso por la protección del territorio, los indígenas se organizan para buscar una vez más soluciones para ese territorio en el que sus lágrimas han hecho raíces.
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