El escritor Daniel Ángel ha venido ganando terreno en el panorama actual de la literatura colombiana. Su obra va adquiriendo matices cada vez más profundos y sus temas evolucionan. Natural, esto es lo que se espera de un buen escritor, pero no suele ser así. En Ángel, sí, y de manera impactante. No es lo mismo leer al autor de hoy a aquel que escribió “Rifles bajo la lluvia”, en 2017. La voz ha cambiado, es más potente.
Esa voz suya, precisamente, ha conseguido concebir la que podría ser, hasta el momento, su gran novela. En “Sepultar tu nombre”, lo dice el escritor Sergio Álvarez, se trazan las líneas de la unión entre las guerras de otros tiempos y otros continentes con el conflicto permanente de Colombia. “Unas líneas que no sólo revelan el dolor y la muerte, sino que desentrañan la cercanía de la literatura con la guerra. Una novela en la que resuena el absurdo de la violencia, pero también la belleza de crear, amar y de estar vivos”.
Tras la muerte del candidato presidencial colombiano Jorge Eliécer Gaitán en 1948, reza la contraportada del libro, Erasmo Soler decide dejar sus estudios en la capital y volver con sus padres a una zona rural del departamento colombiano del Tolima. Junto a los campesinos liberales, Soler se convierte en el teniente Sombralarga, nombre que arrastra por los años que dura la guerra de Villarrica y Sumapaz. Cuando la violencia le arrebata a su esposa Azucena y a su hijo Carlos León, Sombralarga se renombra como el poeta León Villa Paz, quien al inicio de esta historia recibe una carta que cambia todo lo que cree que sabe sobre sí mismo.
Esta es la historia de aquellos a quienes la guerra los obligó a tener muchos nombres. Daniel Ángel persigue el origen de la Violencia colombiana, cuyas raíces se entierran en el olvido de un país, como se sepultan también los nombres de sus muertos.
— ¿Por qué una metáfora como la utilizada con el personaje de Erasmo Soler, que cambia de nombre y de ser?
— Concibo la literatura como una representación de la realidad, de los grandes acontecimientos que han sacudido el destino de la humanidad, pero también de los pequeños sucesos que han afectado a los hombres y a las mujeres, en especial de aquellos que no han tenido relevancia histórica. En este sentido, y teniendo en cuenta que nuestro país es uno con los mayores índices de violencia rural y desplazamientos masivos de personas, encontré en Erasmo Soler a un personaje que encarna la situación de miles, no solo de aquellos que han decidido o han sido obligados a tomar las armas, sino de quienes han quedado en mitad de la guerra. Para sobrevivir, muchos de ellos, muchas de ellas, han tenido que cambiar sus nombres, negar sus pasados, sus historias, sus raíces para que luego no sean cazados en esos planes de exterminio dirigidos por el Estado o por grupos paramilitares o guerrilleros.
— ¿Es el espacio el protagonista que resiste a dar su puesto a los personajes?
— En esta novela el espacio, las agrestes geografías del oriente del Tolima y del páramo de Sumapaz se transforman en personajes, casi antagonistas, que no les permiten a los campesinos asentarse. Es como si estos escenarios adquirieran consciencia sobre las necesidades de los campesinos y de esos primeros guerrilleros y no les permitiera seguir adelante.
— La violencia es el marco de referencia, pero la novela es sobre el amor y la posibilidad de redención.
— Totalmente, aunque cuando revisamos la historia de Colombia, vemos que la mayoría de las personas no han tenido otra oportunidad y son condenados sin juicios de ningún tipo. Por eso, entra la ficción a decirnos que no todo está perdido, que de una u otra forma el amor, la poesía, la amistad prevalecerán por encima de la guerra, de los odios heredados, de la maldad y de la desigualdad.
— José Asunción Silva, al menos su poesía, vuelve a estar aquí presente.
— José Asunción siempre está presente en mis lecturas y en mi obra. Es la presencia tácita de la poesía, de una música, un ritmo melancólico. Pero también es la metáfora del hombre que luchó toda su vida, por algo, quizás por el reconocimiento, porque supieran que siempre valdrá la pena escribir y luchar por nuestras convicciones. ¿Cuáles eran las de Silva? Yo creo que solo dos: mantener a su familia, a los pocos que quedaban de ella, y la poesía, la escritura como forma de rebelarse en contra del destino y de la ignominia.
— ¿Cuánto tiempo tomó la escritura de esta novela? Parece ser la novela que da cuenta de todas las obras anteriores.
— Cinco años, sumando la investigación y el trabajo de campo, por llamarlo de una forma, las visitas a la región y la charla con algunos sobrevivientes o hijos de sobrevivientes. Fue una experiencia maravillosa, íntima, lograr conocer de viva voz sus dolores.
Por otro lado, este libro si es el resultado de años de reflexión sobre la literatura y su relación con nuestra realidad, una inmediata que nos circunda como si fuera el propio aire, que es la violencia. En mis primeros libros escribí sobre una masacre, luego sobre la Guerra de los Mil Días, y en esa búsqueda del origen de la violencia en Colombia, porque creo que la ficción narrativa es una constante pregunta por lo que somos y hemos hecho, me encontré con la historia de la guerra de Villarrica y Sumapaz de la década de los 50. Me estrellé con los campos de concentración de Cunday y con los bombardeos con napalm durante el gobierno de rojas Pinilla. Así creo que se cierra, quizás, un ciclo sobre mis relatos de la violencia histórica. De recuperación de la memoria no oficial.
— ¿Por qué seguimos hablando y leyendo de estas cosas que sucedieron hace ya tanto?
— Una cosa es hablar de temas absolutamente conocidos, que han sido estudiados y difundidos, y otra es rastrear esa otra historia, la no oficial y dar una perspectiva de los hechos. En Colombia desde los medios de información hasta los currículos del ministerio de educación se ha edificado y difundido una historia épica y heroica, demasiado aséptica de lo que somos y nos ha ocurrido. Sin embargo, nuestra historia reciente es más cruel, y ha estado oculta. Así que dentro de mis intereses es hacer ese rescate, es decir, leer sobre lo que sabemos, pero de forma velada, apartes, como si la violencia y los hechos de violencia fueran simples rumores.
— La novela de la violencia en Colombia es la que manda, pero ¿puede la novela mandar sobre la violencia?
— Ojalá la novela mandara sobre la violencia. Siempre he creído que a quiénes tanto nos apasiona la ficción es porque estamos ávidos de encontrar el sentido de la justicia que no hallamos en la vida real. Y cuánto diéramos porque la justicia o los actos de bondad que encontramos en la literatura se dieran también en la vida real. No obstante, si he conocido personas maravillosas que hacen que el mundo sea un lugar menos inhóspito y cruel.
— Hay una segunda parte, ¿fue una decisión editorial o así lo concibió?
— Desde la pandemia el mundo ha atravesado una crisis por el papel, y aunque el libro tiene 3 partes, la decisión de publicarlo en dos tomos fue editorial, para que fuera accesible. Por otro lado, si se hizo otro trabajo con relación a la trama, para que cada libro funcionara de manera independiente. Sin embargo, es una historia completa, fue lo que se buscó, que requiere ser leída en su totalidad, ya que es allí en donde se cumple el destino de los personajes.
— ¿Lo han leído como quería? Es decir, ¿las interpretaciones apuntan a lo que usted tenía en mente?
— El ejercicio de la lectura es asincrónico, no existe la posibilidad de que el autor entre en diálogo directo con el lector en el momento mismo de la lectura. Ahora bien, la obra tiene una intención clara: contar una historia, una que había permanecido enterrada, una historia triste y dolorosa sobre los procesos campesinos de nuestro país, y también hacer vívida esa historia, recurrir a la sensibilidad para que el lector sienta empatía con aquellos quienes sufrieron.
— ¿Ahora qué?
— Ahora estoy escribiendo una novela netamente de ficción sobre un pescador del pacífico, la muerte de su esposa, la forma cómo empieza a enfrentar el Alzheimer y la relación con su hija que fue víctima de abuso sexual.
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