El lunes 26 de septiembre al mediodía tuvo lugar el acto oficial de apertura de fronteras entre Venezuela y Colombia, después de siete años del cierre unilateral dispuesto por el régimen de Nicolás Maduro. Mientras hizo presencia Gustavo Petro, el primer mandatario de izquierda en Colombia, el también izquierdista Maduro brilló por su ausencia —aunque sí estuvieron funcionarios como Freddy Bernal, gobernador del estado Táchira—. No obstante, los efectos económicos de esta nueva situación fronteriza solo se verán conforme avancen los meses.
A lo mejor, solo hasta 2023 volverá a ser costumbre que en las tiendas de Cúcuta se encuentren latas o botellas plásticas de Maltín Polar. Esta es una bebida de malta sin alcohol producida desde 1951 por la Cervecería Polar, una empresa venezolana fundada en 1939 y que es un referente nacional incluso hoy: ha enfrentado una década de declive por falta de insumos que la ha forzado a tener solo una planta operativa de cuatro que tienen.
Vine a Cúcuta por primera vez en 2006, para un campamento con la pastoral juvenil del colegio donde estudié. En ese entonces Hugo Chávez seguía vivo, el precio del petróleo —fuente de la otrora prosperidad venezolana— no era una cifra volátil y era sencillo conseguir una lata de ese manjar dulce y helado para soportar el sol que azota la frontera. Estaba disponible en cualquier tienda de Cúcuta y se podía pagar con pesos o bolívares, moneda que en ese entonces no tenía apellidos fuertes ni soberanos, impuestos luego por la inflación. En aquel entonces no pasé a San Antonio de Táchira porque las monjas decidieron “no meter a las niñas en problemas innecesarios”.
16 años después, Infobae Colombia me devolvió a la capital de Norte de Santander para cubrir el acto protocolario. Entre las cosas que me propuse hacer en el viaje estaba volver a tomar una refrescante Maltín Polar. Eso sí, era consciente de que mucha agua ha pasado bajo el puente internacional Simón Bolívar desde cuando vine la primera vez, así como han pasado muchas personas sobre él sin intenciones de mirar atrás.
Hugo Chávez murió de cáncer en 2013 y tomó su lugar Nicolás Maduro, quien por años fue su hombre de confianza pero no pudo absorber por ósmosis su carisma, su capacidad estratégica o su buena suerte. Pese a ser indispensable para echar a andar la vida moderna, el petróleo venezolano dejó de ser la fuente de riqueza infinita y progreso que una vez fue. Además, pese a haber sido canciller durante seis años, Maduro también se ha negado a usar la diplomacia dentro y fuera de su país.
Como consecuencia, pesan sobre él y su régimen una serie de sanciones económicas y penalidades por la vulneración de los derechos humanos en territorio venezolano. En su país no lo quieren y afuera tampoco: en al menos 55 Estados se considera a Juan Guaidó como el presidente interino de Venezuela, mientras que el régimen de Maduro es explícitamente legitimado por apenas 27 países; sobre algunos de ellos recaen sanciones y críticas similares. Sin nadie a quién comprar o vender nada, la crisis económica forzó a muchos venezolanos a huir.
La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) establece que Venezuela es el segundo expulsor de migrantes de América Latina, después de México. Según cifras de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), aproximadamente 6,8 millones de personas abandonaron Venezuela para buscar seguridad, comida y servicios esenciales. Colombia es el principal receptor de venezolanos: ha acogido a 1,8 millones de ellos durante esta crisis.
En el lado colombiano del puente Simón Bolívar hay numerosas vallas de Acnur en las que ofrecen ayuda a los migrantes que viajan con hambre y cansancio, así como recomendaciones de no descuidar a los niños ni separarse del grupo familiar. También hay vallas de Migración Colombia que te fuerzan a hacer la fila a uno de los costados del puente.
Milagrosamente, también está el señor Franco, colombiano, con una pequeña carretilla que sostiene una nevera de icopor pintada de azul marino. “¡Tome Maltín Polar, la malta más rica del mundo!”, vocifera, a la vez que canta versos espontáneos y suelta chanzas a los periodistas que pasan a su lado. Obnubilada ante la primera cosa buena que me pasaba en el día, saqué de mi bolsillo inmediatamente los tres mil pesos que cobraba por el que yo sí considero, cliché periodístico aparte, un preciado líquido. A cambio recibí una pequeña botella de vidrio con un pitillo adentro. En efecto, sabe tan bien como la recordaba.
Tenía que compartir esa felicidad con alguien, de modo que te envié una fotografía con la botella en mano. A lo mejor te dio curiosidad que yo diera tanta lora por una malta y quisiste probarla, así que te dije que te llevaría una de vuelta a la oficina en Bogotá. En ese momento no sabía que estaba prometiendo algo más difícil que el amor eterno. Debí darme cuenta cuando vi que la botella era retornable y debía beber mi Maltín Polar al pie del señor Franco.
En el lado colombiano del puente también se ubicaron Brenda Pérez y un largo puñado de voluntarios de la iniciativa Derecho a No Obedecer, la Corporación Otraparte, Fundación El Pilar, Frontera Morada y la Fundación Horizonte de Juventud. Todas ellas y ellos extendieron una bandera de más de 50 metros, “que simboliza esta unión entre los pueblos hermanos, entre los países vecinos”.
“Esta reapertura no solo tiene una importancia en términos económicos, financieros o comerciales, sino que nosotros, desde las organizaciones de la sociedad civil, hacemos un llamado para que se ponga en el centro la vida, la dignidad humana de las personas migrantes, los caminantes que transitan constantemente por medio de pasos irregulares que ponen en riesgo su vida. Queremos que haya garantías para la sociedad fronteriza en general, que haya acompañamiento en términos de derechos humanos, en términos legales”, explicó Pérez.
Más adelante, en el centro del puente, comenzaron a juntarse los periodistas de todo el mundo para ocupar el mejor lugar y tomar la mejor fotografía de un hecho histórico. Hacía mucho calor y algunos comenzaban a impacientarse. Su motivo era válido: fueron citados a las ocho de la mañana para un evento que comenzaría a las nueve y terminaría a las diez, pero aún no daba inicio a las once porque Petro confirmó su asistencia a las seis de la mañana del mismo día y toda la agenda se movió para esperarlo.
“Seguramente el presidente Petro confirmó a última hora por temas de seguridad”, me dijo una optimista periodista tachirense que esperaba a mi lado. Procedí a contarle lo que pasó el pasado 29 de abril en la última Feria Internacional del Libro de Bogotá, cuando aún era candidato y luego de haber faltado al debate presidencial con el que se inauguró el evento cultural más importante de la ciudad.
Los organizadores de la FilBo lo habían anunciado con mucha anticipación para las 2 de la tarde, pero canceló faltando media hora, con miles de seguidores ya en la fila para que les firmaran su copia de Una vida, muchas vidas, su libro autobiográfico. Finalmente llegó a las cuatro de la tarde y no alcanzó a firmar todos los libros. Tenemos de presidente al rey de la puntualidad, altamente parecido al original. Los periodistas del puente para acá ya estamos acostumbrados.
El soberano impuntual finalmente llegó al puente a las 11:20 de la mañana y con él se reactivó la agenda. Las delegaciones caminaron hacia el centro del puente, se echaron flores, se dieron flores y se acomodaron a un costado para que todo pasara a su alrededor. Todos iban vestidos de obvio blanco, dado el calor y la importancia del evento, excepto el canciller Álvaro Leyva Durán, quien llevó camisa y gorra rojas.
Un modesto grupo de músicos marciales de la Guardia Nacional Bolivariana interpretó el himno de Colombia a la izquierda de la comitiva. Luego se movieron a la derecha para tocar el himno de Venezuela.
Inmediatamente después de los himnos, circuló el primer camión de Venezuela hacia Colombia. Este vehículo traía la bandera venezolana atada en un hermoso moño y estaba cubierta con globos de helio, algunos de los cuales salieron volando y se perdían de vista en el cielo sin nubes.
Esta entrada espectacular, más las tiernas acreditaciones que portaba la prensa venezolana, las bolsas y botellas de agua que generosamente regalaron y el protocolo minuciosamente estudiado y repetido una y otra vez del otro lado del puente, recuerdan al bien conocido performance de serenatas y peluches gigantes que interpreta todo amante que sabe que quiso mal.
Finalmente se supo lo que Freddy Bernal, gobernador del estado Táchira, se había negado a responder con claridad días atrás: ¿qué exportaría Venezuela a Colombia? La primera gandola, como les dicen allá a las tractomulas, llevaba dos bobinas de acero.
“Es una alegría, una felicidad que por fin, gracias a Dios, se dio la oportunidad por los dos países hermanos. Todo el mundo esperaba este día. Ahora esperamos camellar más continuamente, porque estaba trancada un poco la cosa; con el cierre de frontera había menos oportunidad para viajar seguidamente. Ahora hay más esperanza, más oportunidad”, dijo Wilmer Reina, el conductor de la histórica gandola.
16 minutos y muchos vivas después, ingresó el primer camión de Colombia a Venezuela, con insumos médicos a bordo. Posiblemente, algunos de estos insumos se usen para cirugías, un servicio que algunos ciudadanos del oriente colombiano encuentran más barato y temporalmente accesible del lado venezolano.
Una vez pasó este camión, se disolvió la comitiva binacional. Como las aguas de Moisés, los políticos volvieron a sus lados respectivos y dos mares de reporteros se fueron detrás de ellos. En el lado colombiano seguía la bandera de 50 metros, mientras los periodistas corrían hacia el Centro Nacional de Atención Fronteriza (CENAF) para tomar el mejor lugar y escuchar a Gustavo Petro, famoso por sus discursos ambiciosos.
En este no falló su ambición: habló de miles de millones de pesos en intercambios comerciales y de Guyana, un país al oriente de Venezuela que con ella enfrenta un conflicto territorial y hace poco más de 50 años se le zafó de las manos al imperio de Isabel II. Petro habló de la posibilidad de llegar a acuerdos continentales para llevar y traer turismo y mercancías desde Georgetown hasta la Patagonia. También dibujó en el aire una zona de industrialización entre el Táchira y Norte de Santander.
Ya un poco más distante de los globos de helio arrojados por los venezolanos, habló de quienes deben ser los primeros beneficiarios de esta reapertura. Habló de recuperación automática para transeúntes y legalización completa de los flujos culturales y económicos. De homologación rápida de títulos universitarios. De vivir con plenos derechos humanos.
“Yo deseo que las primeras personas beneficiarias sean las que habitan a lado y lado de la frontera; las que se arriesgaban en esas trochas, las mujeres que caminaban por allí prácticamente a merced de funcionarios que incluso llegaban a cobrar peaje, y de bandas de todo tipo, multicrimen, que podían matar, que podían violar”, dijo Petro.
El hombre agradeció la atención y se desvaneció del lugar en menos de un minuto, sin responder preguntas o dar la palabra a sus ministros o a los mandatarios locales, de modo que los periodistas abordaron como pudieron a quienes sí permanecieron unos minutos más en el sitio para hablar de expectativas, seguridad y siguientes pasos para la reapertura.
Una vez terminó el evento y luego de haber tomado algo de aire, comida y carga en el CENAF, dediqué algo de tiempo a buscar la Maltín Polar que pediste desde las tiendas ubicadas a los costados de la entrada colombiana al puente. Ahí empecé a notar que me había metido en una camisa de once varas.
Las mercancías disponibles no tienen la variedad que se encuentra en las poblaciones fronterizas que he conocido: Ipiales, Leticia, San Andrés inclusive. De hecho, aparte de las bolsas de Induleche —una marca de leche en polvo—, lo que hay es casi idéntico a lo que se consigue en una tienda de barrio bogotana. Además, a sus dependientes no les gusta hablar con la prensa, algo entendible en una zona con influjo de grupos de violencia organizada.
Solo uno de ellos se atrevió a hablar de sus expectativas con respecto a la apertura de frontera para su negocio, siempre y cuando no se publicara su nombre. Para él, es esperanzador que se reanude la actividad comercial, pero es muy consciente de que no será inmediato. “La frontera lleva siete años cerrada y de un día para otro no la van a abrir. Pasaron cuatro camiones y quién sabe cuándo volveremos a ver pasar otros camiones otra vez, o cuándo volveremos a ver los carros pasar por acá”.
“Es una imagen de que todo el mundo llega y que eso está a nivel nacional, que Petro dijo y tal, pero Freddy Bernal lo dijo: este es un acto simbólico. Esperar a ver qué pasa, ojalá sea para un bien, que no sea para un mal. Que esto se componga, porque de la pandemia para acá esto ha sido muy duro”, dijo el tendero.
El comerciante explicó que en el lugar se vende mucho, pero por la pandemia se empezó a obstaculizar el paso en la frontera. Cuando consiguen llegar al otro lado, la mitad de las mercancías está descompuesta y toca echar el dinero -que bastante costó obtener- a la basura. Que esta situación cambie para todos es todavía un proyecto en marcha de la clase política regional.
“Aspiro que en dos días, por tarde, puedan pasar los buses que recogen a los niños de Venezuela que vienen a estudiar en el área metropolitana de Cúcuta, puedan pasar las ambulancias que no pueden pasar a nuestros hospitales, puedan pasar los carros fúnebres. El siguiente paso, aspiramos que sea el paso del transporte público en buses, que líneas existen ya. Eso se demorará de pronto dos meses, no sé”, aseguró Donamaris Ramírez, exalcalde de Cúcuta y colaborador del gobernador Bernal en el proceso de reapertura.
“El siguiente paso también será la apertura del puente de Tienditas, para lo cual se requiere acondicionarlo. En el puente Simón Bolívar hay báscula, hay oficina del Invima, está la Dian, Migración, etcétera. También en el Francisco de Paula. En Tienditas no hay: las oficinas están desocupadas, hay que armarlas. Hay que poner una gran báscula, ¡tres básculas! Porque es un puente de tres carriles por sentido”, añadió.
Por su parte, el gobernador de Norte de Santander, Silvano Serrano, dijo que los pasos siguientes en la reactivación de la frontera son “poner al servicio Tienditas y avanzar en los temas de flujo vehicular, regularizar aún más el tema de control migratorio y avanzar en el restablecimiento de las relaciones”.
Pero como con promesas no podría comprar la Maltín Polar que pediste, traté de hacerlo caminando. Si en Cúcuta no había, tal vez sí la encontraría en San Antonio de Táchira. A las tres de la tarde emprendí camino hacia el puente Simón Bolívar con destino a Venezuela, junto a quienes ya regresaban a su país tras un largo día de trabajo o compras.
Del otro lado, un hombre que entraba a Colombia refunfuñaba por la fila infinita que aún debía hacer tras la anunciadísima ceremonia: “¡Es mentira, la frontera no está abierta! ¡Y grábenme si quieren!”, decía, desafiante, a algunos camarógrafos aún presentes.
No era difícil adivinar quiénes habían pasado el puente para comprar cosas. Nadie se molestaba en disimular: de hecho, alguien trató de cruzar por el puente con una montaña de maletas ensortijadas en dos carretas. Ese rey rata -o rey maleta, para ser literales- era más alto que las carpas de Migración. La agente de la Policía colombiana de la carpa les advertía a sus propietarios: “yo no los voy a dejar pasar con eso, ¡olvídense!”. El operario de la Dian les recomendaba conseguirse a otro carretero y distribuir con él la carga.
También vi a una familia, niña incluida, cargando enormes bolsas llenas de paquetes de Popetas, una marca de crispetas -o cotufas, como allá les dicen- listas para comer. Ni siquiera yo, que como crispetas todos los días, pensaría en comprar tantos paquetes. Eso iba directo al anaquel de una tienda venezolana, como casi todo lo que cruza en esas cantidades. No está mal, pero poder llevar todo eso con un carro y no en el hombro, como lo haría cualquiera en el siglo XXI, sería mucho mejor.
Entre el final del puente y el paso al Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería de Venezuela (Saime) hay tres minutos de camino y varios monumentos a los países hermanos y a los próceres. al llegar al Saime mostré mi pasaporte, al que se le cayó el sticker del código de barras porque el calor derritió el pegante. “En Perú te dieron veinte días y no usaste ni uno”, dijo el funcionario, hojeando el libraco como con envidia. “Era una escala de avión”, le respondí. Le conté que iba por tu malta y me dejó pasar.
Una vez en San Antonio, mi celular me mostró dos relojes: el de mi país, a un puente de distancia, y el de Venezuela, que marcaba las cuatro y veinte. Debía buscar rápido: si me daban las cinco en el otro lado, no me dejarían pasar a mi país y tendría dos opciones: arruncharme en una banca de parque hasta que pudiera pasar, con cólico menstrual y todo, o pagar los noventa mil pesitos que hombres encapuchados cobran por pasar por una de las trochas hacia Colombia.
Como soy mujer, joven, estaba sola y no tenía conmigo esa fuerte suma de dinero -apenas a las seis de la tarde de ese día me consignaron los viáticos de la empresa y el fin de mes estaba cerca pero lejos-, esta opción podría costarme otra vulneración de mis derechos humanos que, como dijo en su discurso, el propio presidente Petro estaba tratando de evitar con este restablecimiento de relaciones diplomáticas. I would do anything for love, but I won’t do that. Mejor me apuraba.
Lo primero que golpea en la cara al llegar a San Antonio de Táchira es la cantidad de locales vacíos o en ruinas. Es evidente que este pueblo vivió alguna vez del tránsito de personas, de hospedarlas, de venderles cosas. Ahora, la bulla se oye solo en los paraderos de buses y mototaxis. El resto de calles se asemejaban a un pueblo fantasma, detenido en el tiempo, esperando algo que a lo mejor ya se aproxima -si los políticos cumplen sus promesas-.
Llegué a la Plaza Bolívar -sin el ‘de’-, donde un grupo de señores mayores descansaba del sol bajo los árboles altos y espesos. A su lado estaba la enorme estatua ecuestre del dueño del aviso. Al frente de este parque sin pasto estaba la Basílica Menor de San Antonio de Padua, uno de los templos católicos mas vistosos del Táchira. En su interior, protegidos del calor por el techo alto y los vitrales, un grupo de niños recibe su catequesis para la fecha dulce y bendecida; no la del regreso de la prosperidad, sino la de su primera comunión.
Encontré muchos parqueaderos de motos, un puesto callejero de cigarrillos sin fotos de consecuencias horribles y chimó llanero -tabaco curado para masticar-, una sastrería y una venta de cosas chinas.
Finalmente encontré algunas tiendas de abarrotes, panaderías, carnicerías y fuentes de soda, pero la decepción fue grande: a excepción de la margarina Mavesa, casi todo lo que allí había era claramente traído de un camión colombiano o una tienda D1 -una cadena de bajo precio popular en Colombia con varias sucursales en Cúcuta, como ese maní mixto empacado en Jamundí y ese papel higiénico de marca Rendy. Eso sí, se incluye en el precio la traída al hombro.
Luego de tomar mi segunda botella del día y combatir el calor, noté que ya faltaban diez minutos para las cinco, hora local. Era momento de volver, así que tomé camino de regreso a la frontera. A esa hora encontré un camino a Colombia prácticamente despejado, muy distinto a las hordas que se ven temprano en la mañana.
Cifras oficiales indican que unas 80 mil personas cruzan el puente en ambos sentidos todos los días, pero la mayoría de venezolanos que entran en la mañana regresan en la tarde.
A la mitad del puente volví a encontrarme con el señor Fabio y su nevera de Maltín Polar. Compré una tercera botella y, mientras la desocupaba para devolvérsela, le hice la misma pregunta que a la joven Génesis. “Es cierto que ya no traen la botella para llevar, pero puedo venderle una canasta completa de botellas para que las lleve si va por tierra. Una no, porque no es negocio. Anote mi número”.
Mi vuelo de regreso solo me deja llevar una maleta de mano. Aunque tuviera el dinero para comprarla o documentarla -que en ese momento ya había perdido la esperanza de recibir-, vine sola, me sentía débil y nadie me ayudaría a cargarla. O no sabría a quién pedirle el favor, porque prefiero herniarme con la canasta antes que pedir favores. I would do anything for love, but I won’t do that.
Si leíste esto hasta el final, ofrezco excusas por no haber podido comprar la Maltín Polar que pediste. Ojalá esta extensa crónica haya compensado en algo la falta.
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