John Mearsheimer, un internacionalista de corte realista y quien fuera mi profesor en la Universidad de Chicago hace muchos más años de los que estoy dispuesta a reconocer, arguye que la crisis internacional que ha generado la guerra entre Rusia y Ucrania es, en una muy buena parte, el resultado de un deseo—en algo irracional—de asestarle un golpe geoestratégico a Rusia. Tratar de convertir a Ucrania en parte de la esfera de influencia de Estados Unidos y de Europa Occidental le generó una sensación de inseguridad profunda a Rusia que ese país terminó tramitando a punta de una invasión militar.
Dice Mearsheimer que si uno se pone a chuzar al oso con un palito hasta que lo fastidia o le produce dolor, pues el oso termina siempre reaccionando violentamente. Por eso, es mejor dejar al oso tranquilo. Si el deseo es espantarlo, la mejor forma de hacerlo no es intimidándolo o haciéndolo sentir inseguro. Hay que recurrir a otro tipo de mecanismos. Y más importante aún, si el deseo es espantarlo para que deje de ser una amenaza, no es desde ningún punto de vista una buena idea acorralarlo. Lo mejor es siempre dejarle la opción de salir voluntaria y dignamente de la situación crítica en la que pueda encontrarse.
La parábola del oso tiene un correlato igualmente interesante en nuestro vecindario. La administración de Iván Duque intentó sacar al oso (el gobierno de Maduro en Venezuela) a las malas, con la ayuda de vecinos (el Grupo de Lima y Estados Unidos) lo hizo sentir inseguro y trató de acorralarlo. En esta ocasión, el oso optó por una estrategia distinta a la de Putin pero que le funcionó muy bien: se sentó a esperar, dejó pasar el tiempo y finalmente terminó quedándose en el jardín, comiéndose el contenido de la canasta del pic-nic con tranquilidad y obligó a Duque a encerrarse avergonzado en su casa.
Hoy las cosas son bien distintas. Maduro tiene la oportunidad de presentarse como un líder regional y protagonista del final del multidimensional y complicado conflicto colombiano. La participación en el proceso de paz con el ELN le brinda el escenario perfecto para terminar su gobierno con un legado positivo después de haber deteriorado sustancialmente el régimen democrático y la economía de su país. El gobierno Petro está abriendo con esa negociación y con la reanudación de las relaciones diplomáticas entre los dos países, una puerta grande y digna para que en Venezuela, a través de elecciones democráticas y libres, pueda tener lugar la alternancia de poder.
El gobierno colombiano, simultáneamente, tiene la oportunidad de presentarse ante la comunidad internacional como el gran artífice del cambio en Venezuela, como la encarnación de una nueva izquierda comprometida con la democracia en casa y en el vecindario. Dispuesto a lograr a través de la negociación política lo que muchos han intentado sin éxito.
Si su gobierno logra la paz en Colombia y además se puede constituir en facilitador del proceso que llevaría a un cambio de gobierno en Caracas, a que el chavismo se constituya en la fuerza política en competencia que fue y que siempre ha debido ser y que Venezuela logre por fin ver la luz al final del túnel, entonces ambos países habrán logrado sus objetivos. Es un gana-gana que depende de la voluntad política de ayudarse y de tener los objetivos claros, de una filigrana diplomática caracterizada por la discreción y por altísimos niveles de prudencia, y claro, también de un poco de suerte.
Para Petro y Maduro sería el logro más importante de sus carreras políticas que Venezuela lleve a cabo el cambio y regrese por la puerta grande a la comunidad de naciones democráticas. Para Petro, particularmente, lograr la paz y participar en el proceso venezolano de forma decisiva podría ser el primer paso en consolidarse como líder regional y hasta internacional de una izquierda renovada, moderna y comprometida con el estado de derecho.