Cada uno tiene su propia versión de él. Para algunos fue un poeta, para otros un ensayista; otros dicen que fue un bibliófilo, y hay quienes lo definen como un gestor de cultura. Fue padre, amigo y mecenas. Quienes lo conocieron, casi todos, no dudan al hablar de su humildad con el conocimiento, porque era mucho lo que sabía. Nunca se guardó nada para sí mismo, todo lo compartió. Contagió a muchos de su pasión por los libros y siempre sonrió al hablar de ello.
Todo empezó, aunque ya venía de antes, con un grupo de muchachos que escribían poesía y al que un español apodó como ‘La generación sin nombre’. En ese entonces, Juan Gustavo Cobo Borda no era más que un muchacho. Era poeta y lector, un entusiasta de lo escrito.
Era la década de los 60 y el país se precipitaba con las noticias de la violencia, las dictaduras y las revoluciones. En literatura, el legado de Andrés Caicedo ganaba terreno, se hacía con su lugar, y Gabriel García Márquez y toda esa generación del Boom latinoamericano marcaba la pauta de las letras escritas en español.
Fernando Botero y Alejandro Obregón eran “los artistas” de la época, y Álvaro Mutis era el apoyo de muchos escritores, a la vez que escribía poemas y se pensaba la saga de Maqroll; en Medellín y en Cali, los nadaístas daban de qué hablar, y un tal Manuel Zapata Olivella daba a conocer el lado afro de nuestra esencia. Colombia se erigía bajo la promesa del cambio, y en ese contexto aparecía sigiloso ese joven Cobo Borda, contemplándolo todo.
A finales de 1966, se hablaba en cafés sobre literatura y poesía, se reunían los pintores, los escultores, los aspirantes a cineastas; hablaban los políticos y los arquitectos. En medio de eso, Cobo Borda se hacía amigo de otros tantos inconformes como él, maravillados con la palabra. El grupo, que no era de más de tres, fue creciendo y, de repente, en el patio de una casa, un fotógrafo los retrató para la revista Lámpara, de la Esso colombiana, en la que Fernando Botero había sido director de arte, puesto que luego ocupó Benjamín Villegas. Era 1968 y los jóvenes ya eran siete. Después llegó Jaime Ferrán y los inmortalizó.
Ferrán, un crítico español maravillado con las letras nacionales, registró las voces de varios de los poetas más jóvenes y prometedores en Colombia durante esos años, anticipándose a la antología de Los nueve novísimos, que se publicó en los años 70 en España. A finales de los años 60, reunió varios nombres en una compilación de poesía y la llamó así: Antología de una generación sin nombre, dedicada al poeta Aurelio Arturo, en sus 60 años.
Allí estaban Elkin Restrepo, William Agudelo, Henry Luque Muñoz, Álvaro Miranda, Augusto Bonilla, David Bonells, Darío Jaramillo Agudelo y, por supuesto, Juan Gustavo Cobo Borda. Los novísimos poetas colombianos que habían nacido entre 1938 y 1948.
Todos tenían en común la certeza de que escribir un verso no significaba para ellos algún tipo de salvación, sino al contrario, el vacío total. Cobo Borda estuvo allí luego de haber escrito, más no publicado, Los seres invertebrados, uno de sus primeros poemarios. De allí salen los versos que se incluyeron en la antología, como “Acto de fe”, “Superficie del olvido” o “Salario del poeta”.
Pero, ¿cómo llegó hasta aquí? En 1948, cuando Cobo Borda arribó a este mundo, un 10 de octubre, en Colombia la gente se estaba enfrentando a los rezagos de un episodio que cambió la historia del país para siempre. Tan solo unos meses antes, el líder liberal, Jorge Eliécer Gaitán, era asesinado en su carrera por la presidencia de la República. La caída del caudillo detonó ‘El Bogotazo’ y con la hecatombe llegó una etapa inacabable de violencia, que pese a acuerdos de paz y demás, aún hoy estamos viviendo.
El futuro poeta, hijo de un inmigrante español que había luchado en la Guerra Civil, y de una colombiana, se decidió por estudiar filosofía al terminar su etapa de bachiller, a la par que escribía versos y leía a los ‘malditos’, en la Universidad de Los Andes. La carrera de Idiomas, en la Universidad Nacional, también lo sedujo, y pronto se vio maravillado con las lecturas en otras lenguas que podía hacer de aquellos escritores que más atracción le generaban.
Sus primeros poemas eran evocaciones muy íntimas de sus lecturas de las obras de Pablo Neruda, Jorge Luis Borges y Constantino Cavafis. Aquellos versos no eran más que, como aseguró una vez, “un largo catálogo de gratitud; de súplica y de imprecación. A ciertas mujeres y ciertos libros; a algunas películas, pescados y vinos. Calles y paisajes. A un país que sólo se puede querer a distancia y amar con profunda y decantada rabia. Al español, en últimas, único idioma que no ignoro del todo”.
El primer libro de este género que publicó, titulado Consejos para sobrevivir, data de 1974, y fue financiado por su propio bolsillo, con préstamos de su esposa. Para aquello se inventó una editorial que solo existió para la publicación y después desapareció. Respecto a lo que fue el recorrido de su obra, afirmó un día: “Siempre he dicho que escribo (y publico) el mismo libro de poemas, cambiándole el título, y es cierto”.
Tan inquieto como siempre fue, Cobo Borda no paró de moverse en favor de la palabra. Trabajó en una librería en Bogotá, e impulsó robos inocentes de libros que eran perpetrados cada tanto por lectores sin dinero. Fue editor, gestor cultural y diplomático. Ocupó la subdirección de la Biblioteca Nacional, y fue quien recibió a Jorge Luis Borges en una de sus visitas a Colombia; dirigió las revistas ECO y Gaceta, y fue asistente de la Dirección del Instituto Colombiano de Cultura, entre 1975 y 1983; miembro de la Academia Colombiana de la Lengua desde 1993, y agregado cultural de la embajada de Colombia en Argentina.
De Buenos Aires, en donde revalidó su amor por la literatura argentina, partió a Madrid, y después a Atenas, en donde se desempeñó como embajador. Recorrió las rutas de la poesía que tanto adoró y nunca pudo hacer a un lado su pasión por los libros. Fue siempre un ferviente visitante de librerías y con lo que conseguía en cada sitio, más adelante, en Bogotá, arrendó todo un apartamento solo para sus libros. Los había en todas partes, por el suelo, en la sala, en las habitaciones, en el baño y en la cocina. Los vecinos creían que se iba a venir abajo un día, por tantos libros que había.
“Cobo era un duende que tenían los autores y los libros”, mencionó recientemente el editor Juan David Correa, quien ante la noticia de su muerte, el pasado 5 de septiembre, señaló que pese a la enfermedad que lo consumía desde hacía unos años, “seguía rodeado (...) de los más de cinco o diez mil volúmenes para los cuales había alquilado un apartamento en el mismo edificio donde moraba. Se había convertido en alguien reservado, cosa que nunca fue durante los años en que ejerció como editor de la estupenda Biblioteca de Cultura Colombiana, en Colcultura; como agregado cultural en Buenos Aires o Madrid, pero ante todo como escritor generoso a partir de la lectura que hacía de sus contemporáneos (muchos de ellos convencidos de que leerse entre sí era perder el tiempo)”.
Correa rememora que aún cuando tanta cercanía con el poder tuvo en su vida, sus virtudes más grandes, la hospitalidad y la amplitud, no se veían disminuidas. “Cobo leía y escribía lo mismo si se trataba de un escritor consagrado que de un aprendiz; de un sello editorial histórico que de uno independiente recién nacido. Tenía un humor algo mordaz. Seguro era arrogante para algunos pero cuando se atravesaba esa capa que suelen ponerse los hombres de letras se encontraba uno con un señor con unas alas y un corazón enorme”.
Como él, el poeta Federico Díaz Granados lo recuerda a Cobo Borda como un hombre de inmensa generosidad. “Su mirada de la literatura, pero a la vez su mirada de la amistad, de la conversación, de la divulgación, siempre estuvo atravesada por la generosidad. Si tuviera que definirlo en una sola palabra sería esa. Supo reflejarla en los distintos oficios que cumplió en su vida, no solo como poeta, sino como editor, labor con la que rescató autores que estaban olvidados en nuestra tradición, reeditar y traer a las nuevas generaciones obras canónicas de nuestra literatura y apostar por nombres nuevos, como el de Andrés Caicedo, en 1977, a quien le publicó uno de sus cuentos en la antología Obra en marcha y más tarde trabajaría la primera edición de Qué viva la música, el 4 de marzo de ese año, en la Colección Popular. De igual manera, supo darle una estructura a una tradición literaria. Nos inventa como nación a partir de nuestras páginas al traernos nuevamente a esas voces fundamentales para entendernos como país y como hablantes de una lengua”.
Su padre, José Luis Díaz Granados, quien compartió con él en los años de la ‘Generación sin nombre’, lo recuerda como un trabajador incansable. “(...) se convirtió en pocos años en uno de los poetas sustanciales y fundamentales de nuestra lengua, en el más lúcido ensayista literario de Colombia, en una ejemplar y permanente plenitud creadora, que siempre germinaba entre un océano infinito de palabras y de asombros”.
Una de sus hijas, Paloma Cobo, dice de él que era un padre feliz, un compañero de juegos, un hombre inmenso, y de nuevo lo resalta, generoso. “Era infantil y juguetón, como maravillado siempre por todo, caótico a veces, impertinente, desenfadado, así que nos divertimos mucho siempre juntos. Y nos adorábamos con locura, desde que nací. Nos leíamos en voz alta, nos reíamos con las noticias nacionales y las series tontas, comíamos con gusto. Él me mostraba lo que sabía- y creo que sabía todo lo que importaba- en libros y en los museos y en los viajes. En una dedicatoria dijo que íbamos descubriendo juntos un mundo nuevo y amoroso”.
Muchas fueron las cosas que hizo Cobo Borda por la cultura letrada en Colombia. Así lo reconoce, desde México por estos días, el periodista y escritor Juan Camilo Rincón:
“Es fundamental reconocer a Juan Gustavo como maestro. Tuve la fortuna de acercarme a él desde muy joven a través de su obra ensayística, de la que empecé a aprender sobre lo esencial que resulta el ejercicio riguroso de la investigación, esa que da voz y palabra. Unos años más tarde vino el gusto de conocerlo personalmente, conversar durante horas sobre Borges, reírnos de sus historias sobre algunos poetas colombianos y explorar su biblioteca monumental. Siempre generoso con su conocimiento, me motivó a meterme sin temores en este mundo de las letras, a escribir sin pausa y sin prisa, a investigar y a aprender de todo y de todos”.
Por su parte, Natalia Cobo, su otra hija, no duda al decir que hablar de él no es fácil ahora que ya no está. “Fuimos cómplices en travesuras y maldades; fue mi editor en mis cuentos y poemas secretos. Su voz pausada, las palabras perfectas y cariñosas me daban sosiego, sabiduría. Fue un guía a nivel personal y profesional, fue mi confidente. Era mi padre”.
En lo personal, de no haber sido por él, nunca habría llegado yo a la obra de Álvaro Mutis, de quien escribió semblanzas nutridas y a quien le estudió la palabra durante largo tiempo. Uno de sus poemas, Acto de fe, reposa en mi memoria lectora como una pieza en demasía inolvidable: “Se el amor/en ojos aromados por la lluvia/y manos recubiertas de futuro (...)” Una vez le escribí un mensaje a su dirección de correo. “Maestro, gracias por su poesía”. Nunca respondió, y es que ya tenía claro cómo quería que fuera todo en sus últimos años. “Lo que quiero es ser olvidado, ya los libros están ahí”, dijo hace apenas unos días.
Sus últimos momentos fueron tranquilos, luego de haber batallado con una larga enfermedad. Se fue en paz, con un verso susurrado al oído. Fueron 73 años de intensa vida, de lecturas, de poesía. Cobo Borda se fue de este mundo un mes antes de su cumpleaños 74, que sería un día después del mío, el 10 de octubre, pero lo que hizo durante todo este tiempo no se esfumará nunca, no mientras quienes apreciamos su labor lo recordemos. Murió el poeta generoso, pero su nombre será imborrable, ha dejado “un rastro de líneas en blanco”.
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