Cómo es una subasta de arte en Bogotá

La casa Bogotá Auctions realizó una subasta de arte a finales de agosto. Esta es la crónica de alguien que asiste por primera vez a este tipo de eventos y lo hace solo para observar.

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Diseño: Jesús Avilés/Infobae.
Diseño: Jesús Avilés/Infobae.

Lo primero que uno piensa es: “Esta gente debe estar llena de plata”. Y sí, para ir a una subasta se necesita plata, pero todo el que va a este tipo de eventos no necesariamente tiene llenas las arcas. Yo creía que alguien con menos de dos millones en la cuenta del banco estaba automáticamente descalificado para asistir a estas cosas, pero mi primera vez en una subasta de arte me permitió ver lo contrario. Uno ve de todo un poco. Es como una exhibición, no tanto de obras, sino de personas.

No podría uno decir que todo tipo de gente va a estas cosas. Existe un patrón, desde luego. O todos estudiaron en universidades privadas, o si no lo hicieron, por lo menos salieron de un buen colegio y aprendieron a diferenciar el surrealismo y el cubismo. Están los que suelen asistir a subastas y ya conocen el modus operandi, que destinan durante todo un año un monto específico de dinero para gastarlo únicamente en este tipo de eventos, y también están los que van porque los invitaron, o les dijeron que tal o cual objeto estaría a la venta y de repente sienten que pueden comprar aunque no cuenten con mucho.

La pregunta básica aquí es, ¿quién compra arte en nuestro país? Más allá de las referencias que tenía gracias a las películas, no tenía idea de cómo sería esta experiencia. Me dijeron que vistiera elegante. Tardé casi una hora en elegir el atuendo. “A estas cosas va gente importante”, repetía en mi cabeza. Y mientras me vestía, repasaba la información que había consultado para no llegar al sitio como si no supiera nada, aunque efectivamente no supiera nada de ello.

Las subastas de arte adquirieron verdadera importancia entre los años 1987 y 1990, como modalidades de comercio para obras de artistas de gran reconocimiento, en respuesta al mercantilismo imperante de esos años y a las malas prácticas para la adquisición del arte por parte de los compradores. El fenómeno empezó a crecer sobretodo gracias a dos casas de subastas en Reino Unido: Sotheby’s y Christie’s, fundadas en 1744 y 1766, respectivamente.

Estos dos lugares comenzaron a darle al arte un tratamiento de primer nivel, mucho más meritorio que el que se le venía dando anteriormente. En la mayoría de las ocasiones, los sitios que se dedicaban a la comercialización, se abastecían de obras de arte que en algún momento habían sido saqueadas y revendidas en el mercado negro.

En Sotheby’s y Christie’s se vieron las primeras grandes transacciones de dinero que alguien pagó por una obra de arte, o un lote de ellas, bajo la modalidad formal de la subasta. En mayo de 1990 se vendió el cuadro más caro de la historia, El retrato del doctor Gachet, una pintura de Vincent van Gogh realizada en 1890. El comprador de ese momento la adquirió por una suma de 82.500.000 dólares, lo que a tasa de hoy, y en pesos colombianos, correspondería a una cifra mayor a los trescientos billones.

Estos escenarios comenzaron a ganar terreno no solo en Europa sino también en Estados Unidos y, posteriormente, en América Latina. La circulación de obras fue mucho mayor luego de la Segunda Guerra Mundial. Muchos cuadros, esculturas, y demás objetos de gran valor artístico fueron saqueados por el nazismo y ocultados en búnkers. Varios de estos sitios fueron encontrados una vez terminó la guerra y en el marco de los juicios de Nuremberg, la mercancía allí alojada pasó a manos de institutos especializados y museos de arte, pese a que muchos de los activos pertenecían a familias judías.

En Colombia, las primeras galerías de arte, que eran los espacios en los que se comercializaban las obras, no llegaron sino hasta la década del 40, cuando una gran cantidad de ciudadanos europeos emigró al país para escapar de la guerra. En Bogotá, uno de los nombres más recordados por su aporte a este tipo de sitios es el del polaco Casimiro Eiger, quien contribuyó ampliamente para la formación de toda una generación de bogotanos que más adelante se especializaría en Crítica del Arte.

Eiger fue quien dirigió durante unos años la galería de la Librería Bucholz, que pertenecía al alemán, y aparente simpatizante del nazismo, Karl Bucholz. Más adelante, junto a Hans Ungar, fundó la galería El Callejón, que durante mucho tiempo albergó las obras de varios de los grandes maestros del arte en el país, como Fernando Botero, Eduardo Ramírez Villamizar, Alejandro Obregón, Beatriz González y Feliza Bursztyn, entre otros nombres.

La primera casa de subastas, reconocida como tal, no llegó al país sino hasta bien pasada la primera década del 2000. Y hacia ese lugar me dirigía yo, repasando toda la información en mi cabeza. Cuando llegué, el sitio me pareció alucinante, una casa hermosa, como la mayoría de las que se encuentran en el barrio Quinta Camacho, con el anuncio ‘Bogotá Auctions’ sobresaliendo a un costado de la fachada, en la esquina de la calle 70, a la altura de la carrera 10A.

Cuando me asomé, el hombre que cuida la puerta se acercó a mí y me preguntó hacia dónde me dirigía. Le conté que venía a la subasta y me pidió que le dijera mi nombre. Revisó en un listado que tenía y subrayó una línea. “¿Vienes a la subasta?”, preguntó. “Sí, pero solo a ver”, respondí. Me abrió la puerta y me indicó que subiera al último piso. Al entrar, lo primero que vi fue el lote de obras exhibidas.

Sabía de antemano que eran más de 80 obras, entre esculturas y cuadros, de artistas colombianos, en su mayoría. Tres salas llenas de garabatos, pinturas, carteles de Fernando Botero, Eduardo Ramírez Villamizar, Ómar Rayo, Álvaro Barrios, Beatriz González y tantos otros, además de trabajos de Salvador Dalí, Picasso, Siqueiros, Warhol y Le Parc. Había un poco de todo.
Bogotá Auctions. (Cortesía).
Bogotá Auctions. (Cortesía).

Subí las escaleras y mientras curioseaba en cada uno de los pisos, antes de llegar al tercero, escuché la voz que durante toda la jornada sería la encargada de dictaminar las ventas. Era una voz afrancesada. No le habría conseguido poner rostro sino hubiese llegado hasta el último piso de la casa. Quien hablaba era Charlotte Pieri.

“Estamos en uno ochocientos. Vamos por uno novecientos. ¿Alguien da uno novecientos?”. En la sala se encontraban unas cuarenta personas. Pensé que todos estarían igual de elegantes, pero en realidad, sin contar a unos pocos, yo era quien lucía más de etiqueta. Lo primero que comprobé fue que esta era una subasta distinta a las que yo veía en las películas, al menos por el tipo de personas que asistían. Alcancé a notar a un hombre con gorra, chaqueta de jean, camisa a cuadros y mocasines café, en la parte de atrás de la sala, que sostenía una libreta en la que tenía registradas todas las obras que serían subastadas y cada que se vendía una, anotaba el valor final.

Por delante de él había un grupo de tres personas. El que más resaltaba era un sujeto con barba y atuendo de motociclista. Un tatuaje se asomaba por su cuello. Tardó bastante en alzar la paleta para hacer una oferta, cuando finalmente lo hizo, no paró de bajarla, pero si mal no recuerdo, no se llevó nada.

Creo haber reconocido al editor Nicolás Morales entre los asistentes, el hijo de Florence Thomas. Compró dos o tres obras, y pese a que varias le llamaban la atención, se contuvo para no arrojarse sobre ellas con impulsividad. En diagonal a él, en toda la fila de adelante, había una pareja de unos treinta o treinta y dos años. Un hombre y una mujer. Ella era quien sostenía la paleta y fue la persona que más obras compró en la jornada. Alcancé a contar unas cinco, y todas estaban por encima de los dos millones.

La obra que se vendió por mayor valor fue una de Álvaro Barrios, por diez millones de pesos. La de menor, unos carteles chinos, que fue vendida en doscientos mil pesos.

La casa de subastas de Bogotá Auctions fue fundada en 2014 y en ese mismo año inició labores. Es la primera en el país que se especializa en arte, dirigida por Charlotte Pieri, que da la sensación de ser ese tipo de personas que tiene una respuesta para todo. Llegó al país hace casi diez años, sin dominar aún el español, y quedó fascinada con lo que vio. Habiendo estudiado Derecho e Historia del Arte en la Universidad París I–Panthéon Sorbona, y Museología en la Escuela del Louvre, consiguió empleo como profesora y poco a poco se abrió paso en la academia.

A sus 19 años comenzó a trabajar en casas de subastas, atraída por el arte y todo lo que gira en torno a su comercialización. Hizo su pasantía en Sotheby’s, que es de las más importantes del mundo, y la casa Tajan. Con ese precedente, una vez se estableció en la ciudad, y trabajando como profesora de Mercado del Arte en la Universidad de Los Andes, se decidió a abrir su propia casa de subastas.

“Anímese, señor, es una obra de gran valía”, le dijo a uno de los compradores que había dejado de levantar su paleta, luego de que el costo de la obra subiera considerablemente. “Es que ya está muy cara”, respondió él. Todos rieron, en complicidad. “Es por eso que se llama subasta. Si fuera una ‘bajasta’ no sería lo mismo”, comentó Pieri.

Los asistentes a la subasta tenían que pensar sus ofertas muy bien, no solo en relación con quienes estaban presentes, sino también con quienes compraban a través de la página web que se habilitó para el caso. Cuando no ofertaban en la sala, lo hacían a través de internet y si bien eran varias las peronas que a la distancia participaban de la subasta, casi todo el lote se quedó en manos de quienes allí estaban, con sus paletas numeradas.

Cortesía: Casa de subastas Bogotá
Cortesía: Casa de subastas Bogotá Auctions.

Conforme avanzaban los minutos, los rostros de las personas cambiaban. A mi lado, varios bostezos se manifestaron. Algunos se animaban a pararse y salir de la sala para estirar los brazos. Otros, en cambio, apenas si se estiraban sobre las sillas. Al frente, con el martillo en mano, Pieri intentaba amenizar la jornada. Su carisma es tal que no importaba si sus comentarios eran graciosos o no, todo el mundo sonreía, para corresponderla.

El hombre de la gorra hablaba con quien tenía a su lado durante todo el rato y parecía que comentaban sobre en qué momento sería mejor ofertar y por cuáles obras en específico. Pasaron varias antes de que lo hiciera. Al primer intento, no consiguió acertar, pues alguien ofertó mucho más. Al segundo, estuvo más cerca. No fue sino hasta el tercero cuando logró la primera compra, de las dos o tres que hizo en la noche. Recuerdo que tenía la paleta número 88.

La mujer que más obras se llevó esa noche estuvo siempre de espaldas. Estoy seguro de que la mayoría de los que estábamos ahí sentíamos curiosidad por verle el rostro y descubrir quien era. No se giró sino hasta el momento en que se levantó de la silla, bien avanzada la subasta. Por más que la miré, no conseguí identificarla. Me quedo con su cabello ondulado y los ojos negros, muy oscuros, bajo sus cejas delineadas.

Todo el tiempo estuve de pie y no tomé más que notas mentales de lo que veía y escuchaba. De vez en cuando alguien me lanzaba un vistazo, como queriendo saber qué hacía allí, y por qué sostenía un libro entre las manos, que nada tenía que ver con lo que estaba sucediendo. O tal vez sí. En el libro que estaba leyendo se habla de la relación que tienen el oro y la coca en la historia de Colombia, y pensándolo bien, el arte también ha tenido que ver con esa parte de la historia.

El pintor Fernando Botero ha manifestado su rechazo a distintos episodios de la violencia nacional, impulsados por el narcotráfico, a través de algunas de sus pinturas, y como lo suele hacer un escritor o un cineasta, ha documentado en sus obras parte de la historia sangrienta del país. En alguna ocasión comentó que como artista ha intentado no usar su arte como arma, pero en vista del drama que ha vivido Colombia durante tanto tiempo, ha sentido la obligación de dejar registro de un momento irracional de la historia nacional.

Dos de sus obras, de hecho, evocan la figura de Pablo Escobar en los últimos instantes de su vida: ‘La muerte de Pablo Escobar’, de 1999, y ‘Pablo Escobar muerto’, de 2006,.

Museo de Arte de Antioquia.
Museo de Arte de Antioquia.

Fiel a sus figuras regordetas y agigantadas, en ambas pinturas se muestra al narcotraficante en el momento en que es abatido sobre el tejado de su casa en Medellín. Las obras, consideradas entre las más importantes del artista, hacen parte de la colección permanente del Museo de Antioquia.

Museo de Arte de Antioquia.
Museo de Arte de Antioquia.

Como él, otros artistas han recreado episodios de la violencia a través de la pintura: Débora Arango, Juan David Laserna, Carlos de Urabá o Beatriz González, por mencionar algunos.

Con el libro en mano, me preguntaba cómo hubiese sido la experiencia si en lugar de ir a ver yo hubiese ido a comprar. Y bueno, qué tan distinto puede sentirse una persona que va a una subasta de arte solo para observar. A mí me dijeron que vistiera elegante, ¿y si hubiese sido diferente?

La sala comenzó a vaciarse pasadas las 9:30 p.m. Afuera hacía frío y muy poca gente caminaba por las calles. Adentro, los compradores que quedaban seguían estando ahí más por curiosidad de ver qué compraban los que faltaban que por alguna otra cosa. Creo que todo lo que se mostró en esa subasta, se vendió, y por lo menos más de 150 millones de pesos se recaudaron.

Al final, Pieri dio el último martillazo y agradeció a los asistentes y yo me quedé con la duda de si estas personas realmente sabían lo que estaban comprando y cuántas de esas obras pasarían a otras manos después, en qué manos estuvieron antes, cuánto tuvieron que recorrer para estar en este lugar y cuánto habrán de esperar para retornar a un museo, o a una sala de subastas.

Salí del sitio pensando en cómo iba a escribir esto, luego se fue la luz en toda la cuadra, como si bajaran un telón. Supuse que tenía que hablar de esto.

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