Museo de Arte Contemporáneo: “La custodia” (1964); avenida El Dorado: “Doble victoria alada” (1974); World Trade Center: “Espejo de la luna” (1989); parque Tercer Milenio “Puerta” (1998). Cuatro esculturas en espacios públicos, al sol y al agua; las cuatro parecen seres vivientes. Las placas de hierro dan forma e imprimen movimiento, se oxidan bajo la inclemencia del tiempo bogotano y llegará el momento en que desaparecerán, como un proceso natural de la materia, que cambia de forma y está destinada a regresar a la tierra tras su descomposición. A diferencia de otras obras de arte, no necesitan un restaurador, porque así lo quería su artífice.
Eduardo Ramírez Villamizar nació hace 100 años, el 27 de agosto de 1922, en Pamplona (Santander). De barba abundante y una timidez tajante, por lo que aparentaba ser un hombre frío y de mal carácter, Ramírez Villamizar, uno de los artistas más significativos de la historia del arte en Colombia y Latinoamérica, hizo parte del grupo de ‘los modernos’, una generación de artistas que para los años 50 abriría campo a las nuevas generaciones del arte, fuera de las fronteras, y cuyo trabajo sería comentado constantemente por Marta Traba, considerada la gurú del arte colombiano a mediados del siglo XX.
Pero no fue fácil. La primera frontera que atravesó fue la de Pamplona, que, como dice su primo segundo Juan Manuel Ramírez Pérez, en el poema ‘Pamplona’, del libro ‘Huellas Cifradas’, es un “valle diminuto entre montañas” del que pocos salen, porque ahí está todo. Pese a ello, Villamizar salió de ahí en 1929, a raíz de una crisis económica que obligó a su familia a trasladarse a Cúcuta para encontrar más oportunidades.
Dejó su lugar de nacimiento y después su región en 1940, cuando se mudó para irse a estudiar en la Universidad Nacional de Colombia.
Con el fin de evitar “el qué dirán”, especialmente de los miembros de su familia, por el hecho de lanzarse al vacío estudiando arte, se anotó a la carrera de Arquitectura, donde permaneció por cuatro años, hasta 1944. “Cuando salí del bachillerato tenía que escoger una profesión lucrativa y mi familia nunca hubiera aceptado que yo fuera artista. Ser artista en esa época era como irse con un circo, como ser maromero, una cosa totalmente absurda. Entonces tuve que escoger lo que estaba más cerca de lo que yo quería ser: la arquitectura”, explica el artista en la página de la Corporación Eduardo Ramírez Villamizar.
“La obra de Eduardo Ramírez Villamizar empieza con las creaciones de un alumno de Bellas Artes que arranca por lo completamente figurativo y que después llega a la más completa simplicidad de los abstractos. Para eso, tiene que haber un gran recorrido y eso es lo que se puede ver en la obra”, señala el curador del Museo Nacional Andrés Felipe Ortíz.
Así, empezando por la acuarela, con retratos de familiares y de amigos, bodegones, flores, y paisajes, poco a poco su obra se fue transformando hasta que en 1946, comenzó a trabajar con óleos y un año después, cuando la Universidad del Cauca lo invitó a trabajar con Edgar Negret, comprendería las vanguardias del viejo continente e iría recibiendo la influencia del que posteriormente lo llevaría a hacer parte de una escuela constructivista basada en las formas geométricas abstractas que estaban en boga.
“En los años 50 en París, vivía en la ciudad universitaria y tenía estudio con Édgar Negret, participábamos en los estudios en la misma casa. Allí hice la primera escultura. Le pedí materiales e hice la primera escultura y el comentario de Edgar era que yo era definitivamente pintor. Yo, como le creía todo, solo después de muchísimos años volví a intentarlo”, explica el maestro en una entrevista para Colcultura en 1994.
No es para menos. El hecho de pasar de la pintura a la escultura, no solo es inusual, sino también el preámbulo de un escultor colosal, la demostración de un artista integral y en constante evolución, en la búsqueda de un lenguaje propio que halla lugar en la geometría y en la simplicidad tras pasar de la pintura –en los años 60– a los relieves que fueron separándose lentamente del muro hasta convertirse en esculturas pensadas en grande.
Así, partiendo del rombo como base para la creación de sus esculturas, de sus pinturas, de su dibujo, es que “el aporte de Eduardo Ramírez Villamizar al arte colombiano resulta infinito. Primero porque es uno de los artistas colombianos más consolidados y reconocidos en Colombia y a nivel internacional. Segundo, porque sus esculturas en los espacios públicos son importantísimas para un país como Colombia, que carece de escultura en espacios públicos”, señala Ortiz.
La casa
Entre los cerros de Suba, en Bogotá, se encuentra lo que fue la casa del artista. Allí funciona una empresa de calentadores. Su dueña, Juana Roda, hija del maestro Juan Antonio Roda, dice que han intentado mantener la propiedad con las mismas características que mantuvo cuando estaba en manos del artista.
Ingresar a la que era la casa de Ramírez Villamizar, es adentrarse a uno de los espacios más íntimos de él. Rodeada de un bosque de yucos y pegada a la montaña, hoy mientras se recorre, todavía conserva el recuerdo de los tiempos en los que el maestro vivía. Desde la sala (que se encuentra justo al ingresar), su habitación (a mano izquierda antes de llegar a la sala) y hasta su taller (hoy convertido en una bodega donde se fabrican calentadores), mantienen su esencia, con la diferencia de que hoy “por la enorme puerta por donde salen calentadores, antes salían esculturas”, señala Roda.
Mucho antes de convertirse en oficinas, se trataba de una casa muy campesina en donde el maestro vivía solo. Así que cuando no estaba trabajando en su jardín o en sus obras colosales –las mismas que un ornamentador llamado Jesús le ayudaba a construir–, salía a visitar a su primo segundo.
“Por las mañanas aquí tomábamos café. A veces hablábamos de cosas intrascendentes. Me contaba que estaba en un proyecto, pero de pronto pasaron unos cinco días sin que pasara. Eso me llamó la atención. Entonces fui a buscarlo. Estaba enfermo. ‘No he podido ni ponerme los calzones’, dijo. Le pregunté qué le pasaba y dijo que estaba muy débil, que no lograba hacer un raya. Al poco tiempo, unos quince días después volvió y dijo, ‘vengo feliz, ya superé la cosa. Ahora sí. He tenido una explosión de ideas. Estoy trabajando muchísimo’. Esa era su forma de ser en confianza”, narra Ramírez Pérez.
Ramírez Villamizar solo se expandía con sus amigos, o con sus familiares. Su sobrino Rafael Moure, lo describe como un tío muy “generoso”, no solo por el hecho de haberles heredado toda su obra, sino por sus constantes detalles, como cuando siendo niños los sentaba para contarles historias de terror en las noches, del mismo modo en el que la madre del artista –Adela Villamizar–, pasaba las noches oscuras en Pamplona, contando cuentos para pasar las horas nocturnas con los niños. Pero el maestro con el resto de las personas era distante y al final, lo que terminaba por acercarlo a la gente era su arte, con el que lograba conectar a las personas.
Para 1958, ya las pinturas se habían transformado en murales y relieves y entonces en aquel año, fue contratado para hacer posible una de las obras más representativas de su carrera: El Dorado. La obra, que consiste en un mural enorme pensado para decorar el antiguo edificio del Banco de Bogotá y que pretendía transmitir a los visitantes las riquezas que guardaba el banco entre sus bóvedas.
Pero este mural, que a la fecha continúa siendo testigo del paso del tiempo, no solo estuvo inspirado en la colección de oro del Banco de la República y el interés que Villamizar siempre tuvo por el arte precolombino y que se acentuó tras viajar en 1983 a Machu Picchu (Perú), también lo estaría probablemente por su pasado en Pamplona.
Cuenta Ramírez Pérez que Eduardo Ramírez Villamizar quizás estuvo influenciado por la labor de orfebre de su padre, como también que estuvo marcado por una anécdota en particular. Siendo un niño al que su mamá enviaba a hacer recados por Pamplona, un día entró a la iglesia. En el templo mayor había un retablo dorado cubierto con hojilla de oro en donde permanecían los santos, pero el artista, en su ingenuidad creía que era oro macizo. “Él se obsesionaba con eso. Pero una vez le tocó entrar a la sacristía y al ingresar por la parte trasera del retablo vio que no se trataba de una pieza en oro macizo. Aquella vez, me contó, sufrió una enorme decepción”, señala.
Dichos relieves, que él se encargaría de hacer posibles más adelante, acusaron a la etapa decisiva de un estilo. Un momento en el que cesa el forcejeo con el color y las composiciones estáticas o rítmicas, que para Marta Traba en su libro ‘Mirar en Bogotá’ significa sacrificar “el color y la materia pictórica para dedicarse exclusivamente a la búsqueda de una forma pura, sin interferencias sentimentales, que solo podía hallar en la técnica del relieve conduciendo la línea y las zonas de luz y sombra hasta sus extremos más expresivos”.
El legado
Al final de su vida, es decir, desde los 70 años, Eduardo Ramírez Villamizar se concentraría en los que sería su legado. Entonces se tomó el trabajo de fundar un museo en su lugar natal: Pamplona.
Eligió la casa colonial más bella de su pueblo, la que había pertenecido a María Velázquez de Velasco, una casa que por entonces estaba subdividida por pequeñas estancias donde había tiendas y almacenes. La propiedad la fue comprando por partes pero cuando el proyecto se hacía más difícil de completar, tuvo la suerte de contar con el apoyo del entonces presidente Virgilio Barco, que siendo su amigo, encargó la compra de la casa a la Gobernación de Norte de Santander consiguiendo también el respaldo de la restauración de la propiedad a manos del Banco de la República.
Ramírez Villamizar recibió la casa e hizo la curaduría de todo lo que hoy está en el interior, incluidas algunas obras que logró obtener de amigos artistas como Carlos Rojas, Juan Antonio Roda, Omar Rayo, Enrique Grau, Guillermo Wiedemann, Alejandro Obregón, Negret, entre otros. “Era muy preciosista, entonces cada cuadro, cada escultura, cada relieve, todos los organizó a su manera. De tal manera que tuvieran la luz y el espacio adecuado”, explica Ramírez Pérez.
Pero no faltó mucho tiempo para que se diera cuenta de lo difícil que es mantener un lugar dedicado a la cultura y fue entonces cuando recurrió a Juan Manuel Ramírez Pérez, quien terminó asumiendo las riendas del museo durante cuatro años, en lo que no solo logró sanear las deudas sino conformar un espacio dedicado a la cultura, que hasta el día de hoy se mantiene en pie albergando la obra de uno de los escultores más importante de Colombia y quizás de Latinoamérica.
“Tras su muerte, él dejó varias esculturas pequeñas para que el Museo pudiera venderlas y con eso ayudar a financiarlo. Entonces hicimos unas subastas aquí a través de la Fundación Cruz Verde de la policía y logramos pagar algunas obligaciones pendientes (...) Yo hice un convenio con la Universidad de Pamplona para que nos facilitaran dos profesores de tiempo parcial, que fueran curadores del museo y con ellos hicimos otros convenios para que la Universidad utilizara los salones del museo. También hice dos convenios con el Ministerio de Cultura que nos permitieron desarrollar dos proyectos para hacer posible varias actividades”, cuenta Pérez.
De alguna manera y gracias a dicha labor hoy Pamplona sigue teniendo uno de los museos que para Pérez es uno de los más “coherentes” del país, pues no solo alberga una colección de alto valor cultural, sino el legado del artista valioso para la historia del arte en Colombia.
De tal manera que el lugar no solo cuenta con algunos de los relieves que elaboró el artista, también alberga esculturas, las mismas que el artista construía primero en maquetas de cartón con trocitos de cinta pegante, las que después replicaba en prototipos en hierro o madera y que le permitían simular a escala cómo iba a ser el contacto del ser humano con sus inmensas figuras.
“No dejo que la geometría domine mi obra. Creo que la expresión y la sensibilidad tienen que dominar los materiales. Lo que primero debe tener una obra de arte es poesía; sin poesía, sin misterio sería apenas geometría, y esta, sola, no es arte”, diría en algún momento Ramírez Villamizar.
Y así sucede. Obras como ‘Aerolito’, ‘Recuerdos de Machu Picchu 3′, ‘Doble victoria alada’, inspirada en la ‘Victoria de Samotracia’, dan cuenta de ello. El hierro, pese a su dureza, gana movimiento. “Empezar con la adoración de las formas y no habrá secreto del arte que nos os sea revelado”, diría entonces el escritor Óscar Wilde, pues el empleo y la técnica de cada una de las colosales esculturas de Ramírez Villamizar, no solo abren un camino a la reflexión, sino que dan pie a la aparición de imágenes poderosas que entran en contacto con el hombre y la naturaleza a través de la simplificación de las ideas, que como testigos inamovibles del paso del tiempo y representaciones fieles a ideas, ganan lugar en el espacio tras explicar lo complejo.
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