Luis fue un niño distinto que veía imágenes y que se volvió pintor. Era distinto, con los labios pintados de azul, de morado. Encorvado, huraño, según él creía, pues quienes lo conocieron decían que era una persona muy suave. Todos lo adoraban y a él no le gustaban mezclar gente. Separaba a sus amistades de la familia, a los coleccionistas de los modelos y de sus otros amigos, así en pequeños círculos que lo orbitaban.
Tenía los ojos azules y usaba camisas azules, también andaba en jean y botas tejanas y una chamarra de cuero. Así lo veían los bogotanos a principios de los noventa cuando se permitió impudor, como escribiría su hermano años después, de dejarse grabar dibujando el Gran telón.
Luis nació el 27 de agosto de 1943. 79 años después su hermana Beatriz publicó Luis, hermano mío, un libro sobre él, sobre su familia –y las mujeres de su familia–. Hoy, cuando Luis cumpliría 79 años, si viviera, Beatriz reunió a un séquito de amigos de Luis en Torrecita Estudio en el Bosque Izquierdo, su barrio. Allá, Beatriz habló con el escritor Jerónimo Uribe Correa sobre Luis y el libro, pero sobre el libro está esta entrevista.
Aun así, hablaron del tono del libro, de quienes no están vivos y aparecen en libro aportando la complicidad de su silencio, como diría Uribe Correa. Hablaron de la infancia de los Caballero en España, de sus vacaciones en el Cantábrico y en el Mediterráneo, de cómo su mamá, doña Isabel Holguín, ponía a Antonio y a Luis a remar para que sacaran espalda, algo de cuerpo, para que no fueran los típicos niños intelectuales y de apartamento, según contó Beatriz.
También hablaron de la enfermedad de Luis, de cómo se lo imagina Beatriz si viviera hoy y Beatriz contó, confesó, como con Antonio y Juan Camilo Sierra –último secretario y asistente de Luis–, al morir el pintor, desmantelaron el estudio que tenía en París y destruyeron, como también lo hizo Luis muchas veces en vida, todos los malos Caballero que quedaban en el estudio.
En algún momento Uribe Correa dijo que escribir sobre Caballero es casi un subgénero en quienes se interesan en escribir sobre el arte en Colombia. Un subgénero en el que pululan las mismas frases, las mismas insinuaciones y descripciones, así como en la pintura de Caballero pululan las mismas poses, las referencias a la imaginería católica de la pintura europea. Porque un artista tiene pocas cosas que decir, a lo sumo una, también dijo en algún momento Antonio Caballero.
Luis Caballero, el hombre y el pintor
Era un personaje extraño, dijo Beatriz González, también pintora y una de sus grandes amigas en vida, en un pequeño documental que se puede ver en YouTube. El primer recuerdo de Beatriz González de Luis lo tiene cuando, siendo niña, en un viaje a Bogotá con su padre vio en una pequeña tienda una acuarela del niño Luis Caballero.
Luis, de pequeño, siempre dibujaba y chupaba el lápiz o el pincel, con una obsesión tal vez nacida en ver a su tía abuela Margarita Holguín y Caro pintar paisajes estando prácticamente ciega. Luis le mezclaba los colores y hacía de asistente. Después, cuando tendría unos 16 años, más o menos, refrescaría los frescos que su tía abuela había pintado años atrás para la capilla de Santa María de los Ángeles, en donde reposan los restos de la Holguinarquía.
Pero también dibujaba obsesivamente porque Antonio, que era menor, lo hacía mejor y Luis, orgulloso, no podía permitirlo. Tal vez por eso se volvió tan bueno, dijo en vida Antonio. A los dos, don Eduardo Caballero, los puso en clases de pintura y los dos, también, se valían de su hermana menor, Beatriz, como modelo y le pagaban un peso por sesión. Años después Marta Traba, ya en entronizada como la papisa del arte en la Colombia de los cincuenta y sesenta y setenta y hasta su muerte en 1983, le dio la bendición en una visita privada que hizo a la casa de los Caballero, por invitación de don Eduardo, tal vez algo preocupado por saber si su muchacho sí tenía talento, tal vez pensando que lo presentaba ante el oráculo en Delfos que le pronosticaría un futuro promisorio.
Más adelante Traba sería profesora de Historia del Arte de Luis en la Universidad de Los Andes, donde también recibió clase de Roda y Luciano Jaramillo, pero no terminó la carrera, pues se fue para Francia con su familia. Habían nombrado a su papá embajador ante la Unesco.
Después volvieron y presentó un políptico con el que ganó la Bienal de Coltejer, la Cámara del Amor, como la llamó la crítica, su pequeña Capilla Sixtina, como la recordó siempre. Con el dinero del premio regresa a París y allá, intentando dotar de vida esas figuras frívolas y sintéticas de sus primeros años –influenciadas por la pintura de Francis Bacon, Alec Jones, Willem de Kooning, Roberto Matta– se inscribió en un la Académie de la Grande Chaumière, porque quería aprender a dibujar del natural.
Caballero quería que sus personajes fueran reales, que respiraran, pero también quería captar la emoción y el placer que le provocaba el cuerpo humano, del hombre, y pintarlo. Capturar esa pulsión, esa tensión erótica, que siempre es violenta.
“Cada pintor pinta lo que le apasiona. O, al menos, así debería ser. Si ahora pinto hombres es porque mi pintura está profundamente ligada a mi vida. Lo que me emociona y me apasiona son los hombres y no las mujeres. No solo sexualmente sino como realidad plástica. Es decir, como objeto de belleza”, le dijo Caballero a José Hernández en una de las muchas entrevistas para Me tocó ser así, libro publicado en los años ochenta.
Estando en la Grande Chaumière, Luis conoció a Terry Guitar. Se enamoró y como no hablaba inglés le pidió a su mamá que le enseñara y se le veía, recuerda Beatriz, caminando repitiendo las conjugaciones de los verbos. Begin, began, begun. Se casaron y vivieron juntos unos años, compartían estudio, uno pintaba de noche y la otra de día, la una de día y el otro de noche, el uno por una cara del lienzo, la otra por la otra.
Pero Luis era homosexual, siempre lo había sido, decía Ernesto Lleras, uno de sus pocos amigos del Gimnasio Moderno. Y en París poco a poco empezó a descubrirse, a reconciliarse consigo mismo y floreció, dice Beatriz Caballero, y se volvió bello, dice Beatriz González.
Ahí la pintura de Caballero comienza un proceso de liberación, en el que abandona el cuerpo femenino como objeto de sus intereses plásticos y se decanta por el estudio del cuerpo masculino y sus tensiones y relaciones con el otro. Allí descubrió, y tal vez sería este el gran hallazgo plástico de Caballero, la ambigüedad entre el placer y el dolor, entre el éxtasis y la muerte, entre el orgasmo y el óbito.
Otro de los logros de Caballero, según el crítico de arte Eduardo Serrano, fue que “en un país religioso, violento, fanático y por ende homofóbico, lograra que una mujer de alta sociedad colgara en la pared de la sala una pintura con hombres desnudos haciendo el amor”.
Sin embargo, esta búsqueda pictórica se vio truncada por el SIDA que se le manifestó como un síndrome cerebeloso que lo fue disminuyendo poco a poco, al punto de no permitirle tomar el pincel. Decía ver como cuando un televisor pierde la señal.
Al final de su vida empezó a pintar más y más pequeño. Él, conocido por sus enormes telas, por sus pinturas grandes, pues siempre quiso pintar en grande, hacía dibujos cada vez más pequeños y nerviosos, pero también profundamente bellos, en los que los cuerpos se desdibujan, se hacen vaporosos, etéreos. Las poses están sugeridas. Siguen siendo las mismas. Un día deja de pintar y como si fuese un rito de despedida le pide a Beatriz una bota. La pinta y no pinta más.
Cerca del final, Beatriz escribe en Luis, hermano mío, que lo vio en la cama con la mano levantada pintando en el aire o tal vez pidiendo algo de tiempo, ese que siempre les falta a los pintores, el mismo que le faltó a Manet y a Bacon y a todos, porque el tiempo siempre gana y le ganó a Luis. Sin embargo Caballero le ganó y hoy, cuando Luis cumpliría 79 años y 27 después de la muerte, su pintura sigue vibrando y haciendo vibrar.
SEGUIR LEYENDO: