Victor Hugo decía que las obras maestras son una especie de milagro. Sin que ello se pueda atribuir a Dios y partiendo de, como decía el artista y carpintero Alejandro Cabo, “los absurdos siempre tienen un arreglo”, hoy parece casi un absurdo que tras décadas de haber sido levantada sobre cimientos de piedra, la casa estilo Tudor, ubicada en la localidad Chapinero, justo en la carrera 13 con 75, permanezca erguida, con lo que significa cargar con casi 80 años de existencia.
“Estamos en una casa Tudor Estuardo que es una copia de un palacio de Enrique VIII, de una geometría estrambótica dificilísima de mantener. Mi casa es un romance inglés shakespeariano”, diría Alejandro Cabo en 2017 en una entrevista con la periodista Isabel López Giraldo.
Hoy, tras tres años de su muerte, parecen revivir los tiempos en los que Cabo habitó esta especial edificación.
Alejandro Cabo comenzó a comprarla en 1973. En aquel entonces se hizo con el 66.66 % de la propiedad y posteriormente, en 1974, con el 100 %, terminando de adaptarla como casa de residencia y taller. Todos decían que estaba loco, que para qué se compraba algo tan grande. Pero él aseguró que necesitaba un espacio significativo –que ya había sido ocupado por colegios como el Anglo Colombiano y el Simón Bolívar– para convertirlo en el almacén que sus muebles merecían. De hecho, terminó por ampliar más la propiedad –hacia sus mansardas y sótanos– ganando espacio y encontrando un lugar para el secado de maderas.
“Esta es una copia de un palacio Tudor de Enrique VIII en la mitad de Bogotá”, repite hoy Cristóbal Cabo, uno de sus hijos, un hombre joven, alto y discreto, cuya voz suena en la entrada principal de la casa que está hoy en remodelación y curiosamente sin muebles. “Antes, encontraban los arquitectos esas casas en revistas y las empezaron a copiar para hacérselas a los ricos de la ciudad. Pero el Tudor es de Enrique VIII y como estas son construcciones de 1900, esto se llama Mock Tudor, es decir, Tudor falso o neo-Tudor”, explica.
Tal fascinación por Inglaterra, según el número 337 de la revista Credencial Historia, venía de las relaciones comerciales que sostuvo Colombia con ese país desde el siglo XIX y que vieron su esplendor en el XX con el desarrollo de la industria cafetera y los viajes que la élite se permitía por el Viejo Continente.
Se dice de la casa que perteneció al abogado y político Nemesio Camacho, una de las personalidades históricas más importantes de la ciudad, pero la verdad es que fue construida por encargo de Luis Camacho Matiz, hijo de Nemesio Camacho, que heredó los terrenos con los que el nombre de su padre pasaría a la posteridad gracias a la donación de los predios en los que hoy se alza el estadio Nemesio Camacho el Campín.
Cinco años después de la muerte de su papá (1929), Luis mandó a construir esta casona para su esposa Beatriz Cook de Camacho, un hogar a la moda de ese entonces, que aún mantiene el semblante de aquellos años en los que la modestia no tenía lugar en las fachadas y en los que no se escatimaba ni en enchapes ni en detalles. La mandó a construir a M.F. Samper Arqs. y Herrera Carrizosa Hnos, quienes para 1933 ya contaban con el encargo de 18 casas y un hotel. Sin embargo, “pues si el amor huyó, pues si el amor se fue”, como diría el poeta León de Greiff –a quién Alejandro Cabo alguna vez vio y admiró por su espíritu libertario–, el matrimonio se acabó y Betty –como la llamaban– se separó de Luis al menos dos años antes de su muerte (1952), y para 1949 se casó por segunda vez en México con el escritor Ignacio Gómez Dávila, conocido por El Cuarto Sello, texto que en la primera página consigna el nombre de ella a modo de dedicatoria.
Rebeca Calvo de Pérez (antes McAllister) fue la siguiente dueña de la propiedad. Así lo indican las escrituras de la casa. Rebeca era bisnieta de Juan de Sámano, el último virrey del virreinato del Nuevo Reino de Granada, y en 1955 le heredó la vivienda a sus hijos Josefina Pérez de Morales (antes Calvo), Camilo Pérez Calvo y Carlos Eduardo Pérez Calvo, que comenzaron vendiendo la propiedad por partes que poco a poco Alejandro fue adquiriendo.
La casa la mantendría con su esposa, la arquitecta Yvonne Cahn-Speyer Wells, convirtiéndose en un acto de “heroísmo”, pues como bien se menciona en el documento Valoración y memoria descriptiva de la casa, prevenir su deterioro, “sin alternativas ni incentivos reales para su conservación”, fue un reto constante al que se entregaron en cuerpo y alma con la misma consagración con la que producían su obra.
“Mi papá siempre quiso abrirla al público, siempre añoró tener el apoyo del Estado, y se quedó esperando toda su vida los derechos transferibles de esta. Es complicado mantener una casa de conservación de esta escala, por eso muchas están caídas y desafortunadamente las terminan tumbando. Hoy mi padre estaría feliz de saber que por fin abriremos sus puertas a la ciudad”, cuenta Cristóbal mientras recorre la casa que los vio crecer a él y a su hermana Sofía, por esos pasillos en los que corrían con flechas y jugaban a las escondidas entre los muebles del almacén. Un lugar en el que han sucedido tantas historias, y que continuarán llegando porque la gente que visite Patrimonio, según Sofía, hará parte del “alma a la casa”.
La obra de un padre y sus hijos
Los salones se conectan por medio de puertas. Entre el polvo que se desprende de una que otra pieza de madera pulida por el ebanista Juan Rojas, quien trabajó desde los 17 años con Alejandro, es posible adentrarse en una de las salas con chimenea. Cristóbal cuenta que le pusieron gas a toda la propiedad, para darle uso a las diez chimeneas que hay en toda la casa. Además señala que justo ahí, se ubicará un gran barra donde la gente podrá reunirse a comer, escuchar música y tomar algo, como sucedía en los tiempos en los que ahí mismo se creó La Cocina de la Casa, un restaurante que era de punto de encuentro de los intelectuales que fundaron la revista Alternativa como Enrique Santos, María Teresa Rubino, Armando Vega Lara, Lucas Caballero entre otros.
“El concepto de este espacio es un tanto retro. ¿Tú sabes que hay sonido activo y sonido estéreo? El sentido de los años 70 con amplificadores y parlantes viejos. Tendremos un lugar para el DJ y este es otro salón para bailecito”, explica Cristóbal. Así, de repente, se hace imposible no imaginar la voz de Joe Battan o los sonidos más electrónicos de Kraftwerk en este espacio que volverá a abrirse rememorando los viejos tiempos.
Pero si bien se trata de lograr transformar un lugar en el cual los visitantes se pueden mover de un establecimiento a otro con entera libertad, hay rincones de la casa en los que las historias parecen quedarse para siempre.
Justo en el cuarto azul, encima de la chimenea, se dejan ver lo que parecen ser los fragmentos del pasado. Unas losas de cerámica dibujadas a mano se encuentran incrustadas en la pared para dar cuenta de la presencia de Rosario Cabo, hermana de Alejandro Cabo. Ella se destacó por ser una prodigiosa artista/ ceramista además de haber sido esposa del talentosísimo pintor Luciano Jaramillo, o del vanguardista español José Vidal, también conocido como Monjalés.
Para ese entonces, cuenta Liz Caballero, fundadora de la galería SKETCH, la casa era un taller creativo conocido como Cabo Arte y Decoración en donde se elaboraban, no solo los muebles, sino también los herrajes. “Alejandro se dedicaba a todo y todo lo hacía bien (...) Era virtuoso porque no solo hacía muebles, vitrales, esculturas, objetos, sino que incorporaba cuero en sus piezas, las grababa, las pintaba, utilizaba plomo, fabricada los herrajes y hacía unas combinaciones muy interesantes. Todo se fabricaba en el taller de la casa y se solucionaba allí, o sea, era una empresa no solo exitosa sino extremadamente creativa, un lugar en donde posteriormente se crearon muebles en guadua, los primeros que se vieron en el país y que después se fusilaron en las orillas de las carreteras”.
Así, una parte del legado de Alejandro, se utilizará para decorar de nuevo los espacios de la casa, cuenta Sofía, y se comenzarán a amueblar el cuarto azul, el cuarto verde, el cuarto rojo y otras tres habitaciones, para hacer posible la conformación de un pequeño hotel que también hará parte de la nueva vocación de la casa Patrimonio.
Del levantamiento del techo y el alma
Gloria León, una de las amigas más cercanas de Alejandro Cabo, cuenta que gracias a la casa lo conoció a él y a su maestro de yoga. Por petición de una amiga cercana y de su madre, llegó a tocar la puerta del almacén de Cabo. Alguien le había contado con anterioridad que quien habitaba aquel lugar era un hombre un tanto gruñón, que de vez en cuando echaba a uno que otro cliente.
Al ingresar a la casa, Gloria, en ese entonces una estudiante de Ciencias Políticas e Historia de la Universidad de los Andes, notó que el lugar era una galería viva. Cada una de las piezas hablaba por sí misma y entonces no vaciló en decirle a su amiga y la madre de ella que si tenían el dinero, compraran la mesa, porque aquel objeto, más que estar destinado para un uso utilitario, era una obra de arte.
La madre de su amiga, en tono sarcástico preguntó en dónde estaba la firma y entonces Cabo las invitó a salir inmediatamente. Pero antes de estar de patitas en la calle y con lo que significa llevar encima el peso de la vergüenza, el maestro le dijo a Gloria, que ella sí era bienvenida y que la próxima vez que pasara no dudara en timbrar a tomar té.
Un día, caminando por la calle, alguien le preguntó a Gloria si veía a un hombre entrado en años y vestido de blanco. Ella lo observó y sin saber de quién se trataba y con la ambición apocada de quién no tiene nada que hacer en una tarde soleada de Bogotá, sino caminar, terminó por llegar a la 77 con 7.ª. Entonces pensó en Cabo y se acercó a la casa.
León, con cierto nerviosismo y llevada por la curiosidad, tocó a la puerta. Alejandro se asomó, abrió la reja de la entrada, la misma que hoy su hijo Cristóbal abre con la misma diligencia de cuando recibe una visita, y tras ofrecerle el té, le dijo que él sabía por qué ella estaba allí. Entonces, de repente, sacó de su biblioteca un libro en cuya portada aparecía la misma imagen de aquel hombre vestido de blanco que se convertiría en su maestro de yoga.
“A él le debo el reencuentro con La Unidad/Dios”, señala hoy León quien recuerda a Cabo casi como a un padre, “un hombre incomprendido por muchos, pero que tuvo una gran certeza en la exploración del alma humana(…). Sabía captar las formas del tiempo real con la capacidad opuesta. Esa forma de ser tan adelantada y polémica para aquel entonces hacía que las personas, en general, se cerraran ante su personalidad. Fue incomprendido porque trataba de exponer aquel imaginario que da fuerza, se expresa, se exterioriza y hasta moviliza masas, generando una neurosis colectiva” señala.
Y esa rebeldía se hace evidente en los cuadros que acumuló, que jamás exhibió y en los muebles que la misma Gloria Zea le dijo que exhibieran en Japón, a lo que también se negó.
“Su trabajo gráfico, escultórico y pictórico fue muy íntimo y aunque toda la vida siguió creando, nunca quiso exponerlo en una galería, en ese aspecto era anti-mercado y muy rebelde”, cuenta Caballero.
Así, bajo los techos a dos aguas de 45 grados de inclinación que hay en la casa, existen dos espacios que rendirán homenaje a Alejandro Cabo.
Lo que será una galería para nuevos artistas y que llevará su nombre y en la parte más alta de la casa, Espacio Caracola, una sala de yoga que rendirá tributo a esa espiritualidad que cultivó a través de su vida y obra.
100 % vegetariano desde los años 70, Alejandro creía fielmente que una humanidad que se alimentaba de carne, especialmente de la carne de cerdo, un animal tan similar a los seres humanos, estaba condenada a ejercer la violencia. Así que cada uno de sus óleos se convirtió en un fragmento de su catarsis y “su gran obra maestra terminó siendo su casa”, agrega Caballero.
Sofía señala cómo el espacio vacío del segundo piso se adecuará para convertirse en un salón espacioso para la meditación y el yoga, y explica cómo si bien su papá logró controlar y canalizar la necesidad de explorar el alma humana, con su magnífica intuición, creatividad y sensibilidad, aislándose incluso de lo mundano, el control que ella y su hermano ejercen hoy es sobre aquella casa que se ha convertido para ambos en un “proyecto de vida”, en una “transformación”, un trabajo en el cual luchan por mantener firmes los muros, a sabiendas de que el tiempo es capaz de corroer los objetos y borrar las memorias.
“Este espacio es difícil de mantener, es demasiado grande. Mi papá lo cuidó solo, pero ahora que nosotros estamos al tanto de todo nos damos cuenta de la cantidad de energía que se necesita para tenerlo limpio, organizado. Entonces, claro, esto tiene que ser una reliquia para la gente, una transformación de ser privado a público”, explica Sofía.
Se refiere entonces a lo que ella y su hermano han llamado Patrimonio, concepto entendido como una serie de bienes que configuran prácticas sociales y cuyo valor gana resignificación de una generación a otra, pero que en este caso es el resultado de la necesidad de unos pocos por no olvidar, pues en palabras de Liz Caballero “Es curioso pensar que los artistas y los pensadores se desviven por preservar el patrimonio como manera de mantener la historia viva”, cuando la memoria debería ser una construcción colectiva.
En tal sentido, si hay un mejor garante de la memoria es el artista, que en su esfuerzo por hacer posible una pieza que alcanza lo que es en su concepto es la perfección –no importa si se habla de una pintura, una mesa o una casa neo-Tudor– alcanzará la cuarta edad es decir, el recuerdo del legado, la perduración de su obra y la huella de su existencia.
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