Bogotá. Década de 1890. 1893. Santiago Z. Calderón, un negociante que vivía en el número 425 de la calle décima, publica un aviso en la Guía práctica de la capital para el comercio de Manuel José Patiño: “El Sol - Pasaje Hernández, números 12-13-14 – Agencia de compra, venta y arrendamiento de fincas raíces; de consecución y colocación de dinero a interés, etc.” .
Ese mismo año Andrés Luna montó su sastrería y logró hacerse con un local en el pasaje que también publicitaría en la guía comercial, y si bien no lo mencionaba, su dirección correspondía con este: “Andrés Luna E. & Hermano - Calle 12- Número 232 - El Establecimiento garantiza esmero y puntualidad en el trabajo - Precios módicos”. El negocio prosperó y duró varios años, por lo menos algo más de una década, pues Luna vuelve a publicar un anuncio en 1904 en el que ponderaba la calidad de sus telas y sus “precios baratísimos”.
Al pasaje también llegó Esteban Quijano, pintor y dibujante especializado en retratos al carbón, que instalaría su taller para ofrecer sus servicios como retratista. Unos años más tarde, los artistas Silvano y Polidoro Cuéllar rentaron los números 79 y 81 del pasaje y también publicaron un aviso.
“Silvano A. y Polidoro Cuéllar. Artistas. Calle 12 (Pasaje Hernández) Nos. 79 y 81. Dirección telegráfica “Andreas”. Se encargan de los trabajos siguientes: Retratos, paisajes, cuadros de costumbres y místicos, ya sean al óleo, temple, acuarela, aguada, sepia, tinta de china, pastel, pluma y lápiz. Bustos, estatuas y retratos. Dan clases a domicilio y en su galería a precios convencionales. Bogotá”.
Otro de los habituales en el pasaje, a finales del siglo XIX, fue el prestante abogado, personero municipal de Bogotá y subsecretario de Gobierno, Antonio Gutiérrez Rubio, que instaló su oficina como agente y comisionista. Allá, probablemente en una oficina del segundo piso, con libros en las paredes y frente a un elegante escritorio recibía a sus clientes y organizaba algunos procesos que adelantaba.
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A finales del siglo XIX, Bogotá seguía siendo un pueblo medianamente grande. Unas pocas iglesias, unos pocos barrios y algo más de 100.000 habitantes –miles más, miles menos– vieron cómo cambiaba la ciudad debatiéndose entre su pasado colonial y su presente republicano.
Con una nueva constitución y un proyecto de nación en ciernes, si bien no muy claro, en Bogotá, la tensión entre lo colonial y ese presente regenerador que quería estar a la par de las grandes capitales, se hizo evidente en la transformación que había comenzado en la ciudad en la segunda mitad del siglo XIX, que desencadenó en una serie de cambios que se precipitaron en las siguientes décadas.
En la década de 1890, en Bogotá el tranvía ya era eléctrico y el telégrafo se comenzaba a reemplazar por el teléfono, servicio que para 1896 contaba con 500 abonados. También había iluminación eléctrica y los límites de la ciudad, que iban hasta San Diego al norte, el Cementerio Central al Occidente, las Cruces al sur y los cerros orientales, pronto se comenzaron a ensanchar.
Este proceso comenzaría poco a poco con el plan de subdivisión de manzanas que se dio a finales del siglo XIX en el que, además de contemplar habilitar terrenos habitables hacia la hacienda Chapinero, en el centro de la ciudad, ante la valorización del espacio, se autorizan subdivisiones más pequeñas para aprovecharlo mejor y propiciando que aparecieran calles angostas entre los edificios y las calles ya definidas.
Algunas de estas calles angostas se vieron enmarcadas por almacenes, e inspiradas en la arquitectura europea –francesa e inglesa– y bebiendo del estilo neoclásico, el neogótico, el neocolonial, el art nouveau y el art decó comenzaron a tejer la identidad de una ciudad que quería contener el mundo con todas sus contradicciones.
Encontrarse con el pasaje Hernández es dar con un eco de una Bogotá que ya no existe y como todo eco, resulta débil y confuso. Débil porque pareciera que se fuera a caer, porque las maderas de sus pisos –del segundo piso– crujen de solo verlas. Confuso porque es raro que una construcción así se haya mantenido en pie, en una ciudad en la que pocas cosas se mantienen en pie.
El pasaje Hernández es una calle-pasillo cubierta por una marquesina y atestada de locales en sus costados. Tiene dos colores, un turquesa y un amarillo cremoso, casi lechoso. Hay varias cafeterías, una tienda en la que se consiguen ollas, olletas, pailas, cazuelas, latas, cubiertos, platos, vasos…, otra en la que venden todo tipo de productos plásticos; una en la que venden trajes y accesorios para caballeros, que lleva ahí varias décadas; una peluquería, un corresponsal no bancario de un banco.
También hay varios talleres de sastrería, tiendas de artesanías, oficinas de abogados y otros locales que permanecen cerrados.
De acuerdo con la administradora del pasaje Hernández, Claudia Calderón, hay algo más de 20 locales, sin embargo, según un trabajo de grado de la Universidad Javeriana, en la planta baja hay 14 locales, aunque realmente son 13, pues uno se usa como baño. Siete a lado y lado. En el segundo piso hay otros trece locales y oficinas y talleres. También uno es usado como baño. Ahora bien, también hay quien dice que originalmente eran 17 locales en cada piso.
Y, como no sobran las versiones, hay quienes dicen que en el pasaje, al momento de su inauguración, en la primera planta había locales, oficinas y bodegas, mientras que en la segunda planta había un hotel.
Desde el momento de su construcción a finales del siglo XIX hasta los primeros años del siglo XX, el pasaje Hernández fue, según constataron varias investigaciones académicas, ocupado por oficinas de abogados, agentes y comerciantes, convirtiéndose en una suerte de centro comercial en el que se encontraban desde productos de lujo importados desde Europa, hasta la solución a problemas judiciales, venta de tierras o la imprenta de publicaciones.
Una de las primeras publicaciones que se produjeron en el pasaje Hernández fue la Revista Gris, fundada por Maximiliano Grillo y Salomón Ponce y se publicó mensualmente entre 1892 y 1896 con el objetivo de posicionarse como una revista literaria sin afiliación política. En sus años de funcionamiento publicó más de 100 textos entre relatos, cartas, poemas y comentarios literarios, y por sus páginas pasaron Rafael Pombo, José Asunción Silva y Julio Flórez.
En ese entonces las publicaciones eran realizadas por agencias, otra de las que acogió el pasaje Hernández en sus locales fue la de Julio Parga Polanía, que publicó la Guía del Comercio de Bogotá anualmente desde su fundación en 1898 y que se detuvo entre 1900 y 1904 a causa de la Guerra de los Mil días, que encareció los costos de impresión, además de haber afectado el comercio en la ciudad.
Los dos pisos del pasaje están iluminados por una marquesina, para el momento de su instalación fue todo un lujo, pues en esta se utilizó vidrio plano, un material novedoso para la época que se traía de Inglaterra, pues en el país aún no había fábricas de vidrio. Sin embargo, según la actual administradora del pasaje, la marquesina se instaló en 1920.
El pasaje tiene algunos helechos suspendidos desde el pasillo del segundo piso, que es de madera y que Lady Sandoval, la encargada del aseo del pasaje, tiñe semanalmente con ACPM para oscurecerlo. Los pisos de los locales originalmente eran en parqué o con baldosines de cerámica.
También hay uno que otro farol, más decorativos que funcionales. Sus puertas y ventanas, en el segundo piso, son de madera, mientras que las cornisas, junto con otros remates ornamentales, fueron hechos con yeso.
De las puertas hay tres tipos, según detalla la arquitecta Silvia Arango, experta en Historia de la Arquitectura en Colombia, “el primer tipo es una puerta de madera con ornamentaciones de hojas en hierro y con detalles labrados. El segundo tipo es una puerta ventana de madera con marcos en forma ojival en la parte superior para los vidrios, también con detalles labrados. El tercer tipo es una puerta completamente de madera con ornamentaciones y relieves sobre ésta”.
En la segunda planta, a forma de balcón, una baranda de madera cubierta en cobre que Lady brilla todas las semanas, con balaustradas de hierro y plomo con ornamentaciones de bronce, limita todo el pasillo que recorre el pasaje.
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En Bogotá los pasajes surgen en su momento, según refieren en una publicación del Instituto Distrital de Patrimonio, como una novedosa propuesta urbana de organización del comercio que, bajo la iniciativa de empresarios e inversionistas privados, buscaba ofrecer distintos productos y servicios en condiciones de mayor comodidad y emulando el Burlington Arcade en Londrés –que abrió sus puertas en 1819 y fue diseñado por Samuel Ware– o la Galerie D’Orléans en París –diseñada por Pierre-Francois Fontaine y Charles Percier–.
Arquitectónicamente los pasajes, en general, no son construcciones muy complejas y suelen ser calles-pasillo en cuyos costados se ubican distintos comercios y que para Walter Benjamin fueron “el templo original del capitalismo de las mercancías”. El mismo Benjamin citaría a la Guía Ilustrada de París de 1852 – como aparece referido en un trabajo de grado de la Universidad Javeriana– que ejemplifica lo que era el típico pasaje parisino del siglo XIX:
“Estos pasajes, una invención reciente de lujo industrial, son corredores techados en vidrio y con paneles de mármol que se extienden a través de manzanas completas de edificios, cuyos dueños se han unido para tales empresas. Alineándose a ambos lados de estos corredores, que obtienen la luz desde arriba, están las tiendas más elegantes, de modo que el pasaje es una ciudad, un mundo en miniatura, donde los clientes encontrarán todo lo que necesiten. Durante aguaceros repentinos los pasajes son un lugar de refugio para los desprevenidos, a quienes les ofrece un paseo, si bien restringido, seguro paseo del cual los comerciantes también se benefician”.
Los pasajes nacen, entonces, como una opción para el aprovechamiento comercial del suelo, en sociedades que aprovechando las bondades de los procesos de industrialización requerían de espacios para el comercio.
En Bogotá, si bien la industrialización aún era un sueño a mediano plazo, la sociedad comenzaba a replicar los patrones de comportamiento propio de estas sociedades más evolucionadas económicamente, buscando satisfacer anhelos importados y unas ambiciones cosmopolitas que llegaban al país gracias a los acuerdos comerciales con los países europeos, que para ese entonces eran los principales socios de Colombia.
Junto con las sedes bancarias que comenzaron a erigirse desde mitad del siglo XIX, los pasajes en la capital colombiana serían algunos de los desarrollos arquitectónicos que empezaron a cambiarle el rostro a una ciudad que deseaba desprenderse de su pasado colonial.
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Manuel José Patiño, en su Guía práctica de la capital para el comercio, publicada en 1893, reseña que en Bogotá existían varios pasajes comerciales, además del Hernández, del pasaje Rivas y del Pasaje Gómez, estaban el pasaje Rufino Cuervo, el pasaje Navas Azuero y el bazar Veracruz –hoy desaparecidos–.
Originalmente, el pasaje Hernández, el pasaje Rivas y el pasaje Gómez pertenecían a un mismo complejo comercial que orbitaba a la Plaza Central de Mercado, que desaparecería en 1953, gracias al trazado de la avenida carrera décima.
El primer plano del pasaje data de 1891 y fue levantado por Carlos Clavijo, en ese entonces su dirección era, según la nomenclatura de la época: parroquia de San Pablo entre la calle de Universidad y la calle Cunitas, la calle San Andrés y la calle de San Antonio cerca al Convento de Santo Domingo.
Hoy el Convento de Santo Domingo no existe. Desapareció para darle paso al edificio Manuel Murillo Toro, que ocupa el Ministerio de Tecnologías de la Información y Comunicaciones. La parroquia de San Pablo también desaparecería para darle espacio a otras modificaciones que ha ido sufriendo el centro de Bogotá. Pero eso es para otra oportunidad.
El dueño del terreno que ocupa el pasaje era don José de Jesús Hernández, que lo adquirió –por cuenta de la subdivisión de manzanas– a un señor de apellido Shools, de quien no hay mayor información.
El señor Hernández construyó, según una publicación del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural, en estos terrenos su casa con la fachada mirando a la carrera 8°, mientras que el lote que daba a la calle 12 serviría de entrada y de patio de coches. Para mitad de la última década del siglo XIX, el pasaje ya estaba pie, su inauguración es un misterio. No hay una fecha exacta pero se sabe que fue durante está última década, así como tampoco se ha podido confirmar quiénes lo diseñaron y construyeron.
Luego del fallecimiento del señor Hernández, para 1910 la propiedad pertenecía a varios herederos de la familia: Horacio, Salustiano, Gustavo, Fabio y Celmira, Amalia, Isabel y Leonor Hernández, herederos de doña Clorinda Hernández, heredera, a su vez, de Luis Zea Hernández. Para 1986 los hijos de de doña Clorinda venden el predio a Germán Zea Hernández, Teresa Zea de Martínez, Clorinda Zea de Martínez, Luz Helena Zea de Zea y Alicia Zea Zea, que en el 1996 vendieron a Jesús Emilio Monsalve
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Hoy el pasaje Hernández, que está cerca a cumplir los 130 años, ha sobrevivido al tiempo. Ha visto el Bogotazo, los cambios en el centro de Bogotá y la desaparición de esa ciudad que se maravilló cuando abrió sus puertas. Ya no está la sastrería de Luna, ni la oficina del doctor Gutiérrez, mucho menos los talleres de los pintores que en sus talleres soñaban conquistar el mundo con un par de pinceles.
Hoy, a más de un siglo de haber visto a sus primeros inquilinos, el pasaje resiste al ritmo de reguetón y música popular, se sostiene con el sonido de televisores y vendedores ambulantes y estudiantes que se dejan sorprender por su arquitectura.
Lejos quedan los tiempos en los que las clases altas iban a solucionar sus problemas jurídicos o a ver qué tierras estaban disponibles para invertir. Las vitrinas de sus locales ya no son codiciadas por los lujos que exhibía y que llegaban de Europa. Ahora es el eco de su pasado, el que asombra a turistas y bogotanos que lo escuchan.
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