¿Qué habrá detrás de esas puertas? Es una pregunta que ronda a turistas y habitantes de Bogotá al pasar por los accesos enrejados que son el punto de partida y final de los túneles de la Jiménez, entre las carreras séptima y octava. Para las generaciones anteriores, estos puntos generan nostalgia, sobre todo porque es lo único que queda visible de un intento por transformar económicamente a la ciudad a partir del comercio subterráneo, una apuesta ambiciosa que puso a soñar a miles de cachacos en los años 20 y 30.
Lo que ahora es la sede de la Facultad de Artes de la Universidad Distrital, fue uno de los pasajes comerciales más importantes del entonces municipio de Bogotá. Pero originalmente pasaba por ahí el río San Francisco, que hoy se conoce como el Eje Ambiental, uno de los más importantes no solo por su ubicación o porque nace por el oriente, detrás de los cerros de Monserrate y Guadalupe, sino porque sus vertientes cristalinas eran motivo de orgullo para un municipio que quería adelantarse a su tiempo, sin saber lo que ocurriría en la mitad del siglo XX.
Corría 1936. En esa época Bogotá era un municipio de Cundinamarca, pues en 1910 fue anulada la ley que creaba el distrito capital; sin embargo, los proyectos que había ,no solo económicos, sino de expansión urbanística, la hacían ver como una ciudad principal.
En el corazón del entonces municipio de Santafé de Bogotá estaba construido el edificio Rufino Cuervo, un pomposo lugar al que acudía la gente chic, como un Club El Nogal pero ubicado en la actual Avenida Jiménez con séptima, que funcionó como palacio de la gobernación, la Asamblea Departamental, el Museo Nacional y hubo un tiempo en el que también los telégrafos nacionales. Según archivos históricos, la edificación era propiedad de una mujer llamada Elisa Dávila de Peña, pero el distrito se lo compró por la jugosa suma de $36.120 de la época.
El ampuloso edificio fue demolido cuando Bogotá cumplió 400 años de fundación, y como todos los cambios son para bien, en su lugar fue construido un codicioso pasaje que era la puerta de entrada a la consolidación de una Bogotá subterránea. Para ello fue utilizado el subsuelo citadino, y según historiadores, gran parte de los sótanos del edificio fueron empleados para adecuar los túneles de la Jiménez. Fue así como nació el pasaje Rufino Cuervo.
Los sótanos del edificio se convirtieron en la base para el montaje de los túneles de la Avenida Jiménez. El Rufino Cuervo se convirtió casi que en el padre de los pasajes comerciales, iniciativa que era sinónimo de progreso y modernidad. Incluso, según indagaciones hechas por el Instituto de Patrimonio Cultural, tuvo su génesis en el siglo XIX como respuesta al movimiento comercial; asimismo, “impulsó la iniciativa de contemplar nuevos lugares para habitar que se van proyectando principalmente hacia Chapinero, el cual se mostraba como un lugar para vivir mejor”.
Fue bajo esa idea como nacieron en la ciudad dos pasajes comerciales: el Hernández y el Rivas; encima porque estos sitios la alejaban de su carácter colonial para darle un aire más moderno. En los años treinta se uniría el Pasaje Mercedes-Gómez. También aparecieron estos lugares por los acuerdos comerciales que establecía el país con naciones europeas y las cantidades de productos importados, y sumado a eso, fueron construyéndose más hoteles y entidades bancarias en el centro, sobre todo por la Calle Real —actual Carrera Séptima— y otras cercanas a la Plaza de Bolívar.
Razones sobraron para construir los túneles y el Pasaje Rufino Cuervo.
Sin embargo, la dicha no fue proporcional a la duración de este pasaje: su ocaso llegó al poco tiempo de haberse construido, primero, por la precariedad de los establecimientos comerciales que más bien ofrecían minucias y otros cachivaches; y segundo, por la humedad, que tenía su razón en el Río San Francisco que pasa sobre los túneles. Para solucionarlo, en 1940, por medio de otra ordenanza se determinó rellenar el pasaje mediante la construcción de la Avenida Gonzalo Jiménez de Quesada. Esto permitió que el tramo del río Vicachá —resplandor de la noche para los Muiscas— fuera canalizado.
Para esos túneles también se tenía pensado ejecutar un codicioso proyecto que incluía no solo locales comerciales, sino un cine, pistas de bolos, un restaurante, una parada del tranvía y hasta baños turcos; empero, nunca se concretó y solo quedaron los diseños.
Al igual que este, otros pasajes fueron quedando en el olvido con el pasar de los años, cerrándole la puerta a una serie de proyectos que se estaban consolidando en una ciudad marcada por la modernización y la vanguardia pausada por profundas transformaciones sociales y políticas, como la ocurrida el 9 de abril de 1948, cuando a pocos pasos de la esquina de la Avenida Jiménez con Carrera Séptima fue asesinado el ‘negro’ Jorge Eliécer Gaitán.
Tras las revueltas generadas por el crimen del caudillo liberal, varios locales y edificaciones del centro quedaron reducidas a polvo, escombros y cenizas; sin embargo, los sótanos no sufrieron daños, en parte por la rápida acción de los comerciantes que cerraron las rejas de acceso.
El arte como gran salvador de los túneles
Por estos laberínticos pasajes se intentaron asentar varios proyectos, todos en vano: desde un museo de cera hasta la sede de la Liga de Ajedrez quisieron quedarse, pero no pudieron, no solo por el lúgubre ambiente que marcaban estos espacios, sino por la constante humedad. No sería sino hasta la mitad de la década de los 50 que se estableció la Escuela Distrital de Teatro en los sótanos de la Jiménez.
Para 1955 ya había 50 alumnos inscritos y, dos años después, la cifra aumentó a 120. Los sótanos vivían sus años mozos, en parte gracias a que, durante el gobierno del presidente Julio César Turbay y en la alcaldía del liberal Hernando Durán Dussan, fueron restaurados los pasillos y entró en funcionamiento la escuela de teatro Luis Enrique Osorio —en honor al célebre novelista y fundador de la Escuela de Arte Dramático y la Compañía Dramática Nacional— adscrita al Instituto Distrital de Cultura y Turismo —hoy Idartes—.
En 1992, la escuela de teatro fue cerrada para darle paso a la Academia Superior de Artes de Bogotá (ASAB) fundada por el IDCT y fue así como los sótanos pasaron a ser de uso exclusivo de grupos de teatro que, hasta el día de hoy, continúan ensayando y produciendo sus obras. Un año después de este cambio, un fantasma de colores amarillo y verdoso empezaron a invadir las paredes y techos del sitio: la humedad volvía a hacer de las suyas.
En enero de 1993 los sótanos fueron cerrados a causa de la humedad que llevaba más de una década carcomiendo muros y columnas. Las filtraciones de agua que tendrían su origen en las obras sobre la Avenida Jiménez para mostrar los ocultos rieles del tranvía levantaron la capa de impermeabilización que cubría a los pasadizos.
Sumado a eso, el lugar estaba descuidado por donde se le viera y tampoco tenía la seguridad adecuada, esto fue motivo para teorías como que allí se estaban construyendo otros túneles para, posiblemente, cometer hurtos. Cerca quedan el Banco de la República y el Ministerio de Agricultura, así que dicha hipótesis no era tan descabellada.
Actualmente, los sótanos de la Jiménez son un espacio dedicado al arte, y a pesar de que gran parte de los capitalinos no sabe qué queda en este punto, prestándose para todo tipo de versiones y suposiciones —que es un sitio donde asustan, un depósito de chatarra, una vieja estación del tranvía o quién sabe qué—, lo cierto es que los jóvenes de la ASAB son los principales apoderados del sitio que se resiste a ser carcomido por el moho y la humedad.
Hay tres salones para el trabajo teatral y cántico. Sumado a eso, hay cuatro habitaciones más para la enseñanza musical y todos estos espacios son conectados por pasillos que emanan un ambiente misterioso y que son el resultado de décadas de trabajos, ensayos y errores sobre estos pasadizos de los cuales se pueden ver sus orígenes, pues en el baño de los hombres se puede ver una parte del puente por donde cruzaba el río San Francisco.
Allí se ve la manera en que el agua de este afluente corre, de la misma forma en que corrieron los años donde los sótanos de la Jiménez, entre las carreras Séptima y Novena, pasaron a ser un ambicioso proyecto de vanguardia y modernidad, a un subrepticio lugar donde, podría decirse, queda el corazón del arte bogotano.
PARA VOLVER AL MAPA HAGA CLIC AQUÍ
SEGUIR LEYENDO: