Uno de los grandes retos a los que se enfrentan los movimientos y las organizaciones sociales tiene lugar en el contexto de su relación con el Estado y el poder político. Estas organizaciones son un contrapoder, un contrapeso, se encargan de visibilizar los comportamientos cuestionables del Estado (como lo hacen las organizaciones defensoras de derechos humanos o las defensoras el medio ambiente, por ejemplo), de señalar su responsabilidad en las violaciones al derecho internacional y/o visibilizar prácticas no aceptadas por la comunidad nacional e internacional. Cuando el unanimismo prima y el costo de oponerse es demasiado alto, ellas, usualmente, son las que asumen el riesgo. El asesinato masivo de líderes sociales en este país así lo demuestra. Son, en síntesis, organizaciones importantísimas para mantener los estados a raya y para que no abusen de su poder.
Por esa razón, para muchos, uno de los atributos más importantes de estas organizaciones es su independencia y su autonomía frente al estado. Quienes defienden este argumento sugieren que no es una buena idea que activistas de estas organizaciones crucen el sagrado umbral que divide el quehacer de estas y el espacio propio del poder público. Cuando un activista se hace político o funcionario, reza este razonamiento, pierde la capacidad de ejercer el papel de contrapoder y pasa a ser establecimiento. No se puede ganar de ambas formas.
Pero también hay quienes defienden la participación del activismo en el sector público. Ese argumento lo escuché con frecuencia cuando hablaba con estudiantes para escribir mi libro “Parar para avanzar”: saltar de las organizaciones sociales al poder estatal es casi un trayecto natural para defender una causa, sugerían algunos. Si se busca mejorar nuestras políticas públicas en materia de educación universitaria, decían miembros de los grupos de estudiantes, se puede hacer desde la organización estudiantil, pero, mejor aún, desde el Estado: el lugar natural en donde se crean e implementan dichas políticas.
Quienes se oponen a esta estrategia advierten dos peligros concretos: el primero, que la transición del activismo al poder estatal facilita la manipulación por parte del establecimiento político, y ello contribuye a neutralizar la capacidad de contrapoder de las organizaciones sociales. En este escenario, dichas organizaciones terminan convertidas en brazos o cuadros al servicio del poder de turno, y el segundo es que esa transición le resta credibilidad y hasta algo de autoridad moral a las organizaciones sociales. Su labor solo es exitosa en la medida en que la sociedad las percibe como agentes que trabajan guiados por principios y normas, y no por el deseo de hacerse al poder. Si los activistas se convierten en políticos o funcionarios su labor pierde el halo de autoridad moral que se desprende de su independencia y autonomía.
Este debate está lejos de estar saldado. Ambos lados pueden, eventualmente, tener algo de razón, pero lo traigo a colación porque en la historia de Colombia pocas veces tantas organizaciones sociales habían mostrado un apoyo tan rotundo a una campaña política como lo hicieron con la de Gustavo Petro. Ahora que ha sido elegido presidente, varios miembros de estas organizaciones están empezando a ser nombrados y serán parte de la burocracia estatal, y en algunos espacios he escuchado y leído llamados a que las organizaciones sociales apoyen masiva e irrestrictamente el proyecto del naciente gobierno Petro.
En un contexto en el que el entrante Ejecutivo controla amplísimas mayorías en el Congreso, es inquietante que, además, las organizaciones sociales llegasen a perder su espacio de maniobra y se debiliten en el futuro por cuenta de su cercanía con el gobierno. Los paros nacionales que tuvieron lugar durante la administración Duque y el abierto protagonismo que estas organizaciones desempeñaron en esas coyunturas confirmaron el papel crucial que juegan cuando el gobierno de turno se equivoca. Queda claro que muchas veces son solo las organizaciones sociales las que tienen la posibilidad de cambiarle el rumbo—a veces arbitrario y errado—a los ejecutivos de turno. Temo que esa fortaleza se desvanezca parcialmente durante el gobierno que inicia. Temo que, por ahí, deba haber ya algunos pensando que lo que describo en esta columna no será un problema, sencillamente porque el próximo gobierno no se va a equivocar…