De Colombia se dicen muchas cosas, la mayoría son hipérboles sin gracia nacidas de un chovinismo barato. Por ejemplo, dicen que es el mayor productor de cocaína del mundo –y sí, así se paren en las pestañas–, que es el país más feliz del mundo, que la gente es amable, trabajadora y solidaria –a quién se le ocurriría que no–, y entre más chabacanerías insoportables está que es el país del café y del aguardiente –háganme el favor–.
Todas estas alusiones sirven para lo mismo: para fortalecer un espíritu nacional –así no se entienda qué sea eso– y, como otras cosas más en la vida, para hacer soportable la insondable angustia que provoca saberse temporales. Pero una de las más jactanciosas es decir que es la democracia más sólida o la más antigua de Latinoamérica. Antigua o sólida, ambos adjetivos son, cuanto menos, imprecisos, pues no es ni la más antigua ni la más sólida ni nada. Pero esta discusión es para otro momento.
En ese andamiaje democrático, el poder legislativo es uno de esos tres pies que soportan al Estado moderno, que, para los que entienden de esas cosas –yo no, por supuesto–, es una de las grandes conquistas de las sociedades de los últimos tres siglos. En Colombia, el Congreso es un ente desprestigiado del que solo se escuchan sus pasos decadentes cuando un nuevo escándalo se destapa, o cuando desatienden los asuntos que son de verdad importantes –bueno, ‘importantes’– y se convierte en un amplificador de un Ejecutivo ebrio de poder y –como todo ebrio– vulgar.
El saliente Congreso se posesionó el 20 de julio de 2018. Era viernes y Juan Manuel Santos presidió la última instalación de legislatura después de, no solo ocho largos años de gobierno, sino de un cuatrienio en el que vivió una infatigable oposición a su legado: el Acuerdo de Paz con las hoy extintas Farc. Durante su discurso Santos invitó a proteger el Acuerdo, a los líderes sociales y aplaudió la pluralidad del Congreso.
Durante la instalación de ese Congreso no faltaron los momentos curiosos, que se volverían la constante en estos cuatro años. Vale la pena recordar que José Obdulio Gaviria, al postular a Ernesto Macías como presidente del Senado, lo describió como un hombre de “carácter frentero, una gran capacidad de estudio y análisis” –gracias por las risas, José Obdulio–.
También estuvo la pelada de nalga de Antanas Mockus, que llegaría al Congreso solo de visita pues su curul fue demandada y finalmente la terminó perdiendo por una decisión del Consejo de Estado. Mockus se justificó diciendo que no se le ocurrió “nada mejor en ese momento. Lo que sí era clave era no dejar pasar ese momento. Es una costumbre que hay que cambiar y las costumbres se cambian, a veces, con intervenciones puntuales que tratan de ser pedagógicas” –¿gracias, Antanas?–.
Dejando de lado la instalación del Congreso, en la que por primera vez un exguerrillero de las Farc, esta vez como congresista, habló en la plenaria y ante sus colegas –unos entusiasmados por lo que significa eso para la democracia colombiana y otros indignados por su presencia sin haber pisado la cárcel ni haber sido juzgado por la Jurisdicción Especial para la Paz– y en la que no pasaron mayores cosas, además de la materialización de los acuerdos entre partidos para elegir presidentes de Senado y Cámara, podríamos resaltar que un periodista sufrió un accidente y terminó con un brazo y una pierna rota, además de un golpe en la cabeza. Más allá de eso no pasó nada particular, esto vendría después.
Empecemos con una imagen. En las últimas elecciones, el pequeño –no por su estatura, sino por sí mismo– Duque de Colombia salió de su palacio. Como todo nuevo rico o noble menor –que más bien el primero que lo segundo– no escatimó en pompa: la guardia presidencial, calle de honor y alfombra roja, y un caminar lento y pesado. Había que intentar dar la última muestra de grandeza. Ser magnánimo y mostrar que se aprendió mucho en estos cuatro años de pasear por el mundo y ceñirse a los más estrictos y variopintos protocolos. Ivancito, el terrible, aprendió y se lució. Y es que no podía ser para menos, después del desastre de posesión que tuvo hace cuatro años.
Duque se posesionó ante el también recién posesionado y nombrado presidente del Senado, el gris Ernesto Macías, que le terció la banda presidencial a un sujeto que hasta un año antes era prácticamente un desconocido. Bueno, Macías también lo era, pues más allá de los chismes de si era profesional o un bachiller con mucha suerte, su apellido poco evocaba. Hoy hace juego con sus jugaditas, propias de niño malicioso, ese que le escondía la cabeza de las muñecas a la hermana y se hacía el desentendido, y no de un congresista. Pero, ¿no son los congresistas niños maliciosos? Algunos, porque la perversión de otros no conoce límite.
Pero la jugadita fue después. Durante la posesión de Duque, mientras el país esperaba un discurso conciliador que buscara unir al país más allá de las diferencias políticas, Macías se despachó contra el anterior gobierno con un discurso sectario, plagado de imprecisiones, además de mal escrito y largo –tanto como para que Héctor Abad haya salido a quejarse, que bien feo sí escribe–. Durante su discurso, el viento, tal vez cansado de escuchar tantas tonterías juntas, intentó que sus hojas volaran, que se fueran tan lejos como debió irse Macías. Como se va este gobierno.
Durante su paso por la presidencia del Senado, Macías no solo aprovechó el tiempo para determinar qué proyectos se discutían durante las plenarias, sino que también aprovechó para adular a su jefe político con una placa que hizo instalar a pocos días de dejar la presidencia de la corporación durante la primera legislatura del cuatrienio. Pero a Macías las cosas por lo general no le salen bien –este tipo de cosas, como su discurso– y pidió que en la placa dijera “Al doctor Álvaro Uribe Vélez, colombiano ejemplar, quien regresó al Senado a continuar trabajando por el país después de haber ejercido como presidente de la república durante dos periodos”.
¡Ay, Ernesto! ¿Por qué nos haces esto?, por Dios, hombre. Incluso la RAE salió a contestarle a un ciudadano preocupado ante el riesgo de que la lengua de Castilla se pervierta, y sugirió que a Macías tal vez le falta algo más que el diploma de profesional.
Para retomar la jugadita, así rápido, porque hay más momentos a enunciar. Todo comenzó cuando la oposición puso el grito en el cielo al ver que no les habían asignado un espacio en el orden del día de la instalación de la segunda legislatura el 20 de julio de 2019 –pero es que son descarados y piden que los escuchen y no entienden que en el Ducado de Colombia solo el Duque, su séquito y su partido debían ser escuchados–. Después de todo, es lo que ordena el Estatuto de la Oposición –que, si bien se había prometido en la Constitución de 1991, solo se materializó luego del Acuerdo de Paz–, después de que el presidente inaugurara la legislatura con su correspondiente discurso.
Macías, tal vez –acá entrando en la especulación–, solo tal vez, se vio abrumado al ver el descontento de la oposición, que buscaba cantarle la tabla a Duque, y viendo que no le había funcionado su primera jugadita, hizo otra, la que lo haría realmente famoso –tristemente famoso– y todo por un micrófono inoportuno que lo escuchó decir: “Nos toca por obligación que ellos hablen después del presidente y entonces le pido a la comisión que acompañe al presidente y los saco de aquí. Esta es mi última jugadita de presidente” y nos encimó la risa.
Para terminar de una vez por todas con el próximamente exsenador, pocos meses después, Duque le agradeció su jugadita con una condecoración. Macías recibió la Orden de Boyacá, junto con otros 15 galardones entre regionales y municipales de su natal Huila. ¿Cuáles eran los méritos de Macías? Vaya uno a saber, aunque eso sí, durante el evento de condecoración no faltaron los elogios y referencias a los grandes aportes del huilense, pero lo más probable es que fuera por su oposición a la Consulta Anticorrupción, su apoyo a las objeciones que hizo Duque a la JEP y la demanda que interpondría después, o por rechazar que los congresistas se bajaran sus salarios. Esas sí son razones para llenar de laureles a uno de los prohombres más grandes que tal vez haya pisado el Capitolio y se haya sentado enfrente del mural de Obregón.
Ahora, Macías no fue el único condecorado, pues el Duque de Colombia y el Congreso lo volvieron costumbre –paisaje, como dicen los que dicen cosas– y en esa feria de medallas, galardones, reconocimientos y condecoraciones desfilaron los más variopintos personajes e instituciones. Una de las más llamativas fue la que el Congreso se hizo a sí mismo, la que le hizo Duque a Francisco Barbosa, el fiscal general de la Nación más brillante que este pueblo ha tenido y tendrá, y al fiscal Gabriel Jaimes, que dejó el alma en su defensa al expresidente Uribe cuando este renunció al Congreso para que fuera la Fiscalía la que lo investigara por la supuesta manipulación de testigos, luego de que la Corte Suprema de Justicia lo imputara y le impusiera la casa por cárcel –después saldría a decir que estaba secuestrado, pero eso es para otro día–.
Otra de las más sonadas y criticadas por algunos sectores de la opinión pública fue la que el Congreso le hizo al ministro de Defensa Diego Molano y al Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD), o la que les han hecho en los últimos dos meses tanto la presidencia como el legislativo: 176, según revelaron hace pocos días en la W Radio. En ese listado también están muchos coroneles, mayores y funcionarios de la Policía, como la del general Hoover Alfredo Penilla Romero, que fue firmada el pasado 11 de julio, o la distinción que le dieron al periodista Carlos Antonio Vélez, tal vez no por sus sofisticados análisis futboleros sino por la hondura de sus defensas al régimen de Duque –a lo mejor sí es por lo primero–.
Entre las personas condecoradas recientemente por el Congreso están Pedro Pablo Jurado, director de Cormagdalena; José Andrés Omeara, director de Colombia Compra Eficiente; Julián Molina, superintendente de Subsidio Familiar y a Juan Miguel Villa, presidente de Colpensiones, Goethny Fernanda García, la superintendente de Notariado, y Ramón Rodríguez, el director de la Unidad de Víctimas. A esta lista se suman –como debe ser– los siguientes congresistas y políticos del partido de Gobierno: Carlos Felipe Mejía, Ruby Chagüi, Mila Romero, Fernando Nicolás Araujo, el ministro de Justicia, Wilson Ruiz, María del Rosario Guerra, John Harold Suarez, José Obdulio Gaviria y Santiago Valencia.
Eso sí, para no pasar por descorteses, también condecoraron a Jorge Enrique Robledo y Germán Navas Talero, dos de los congresistas de oposición y de izquierdas más respetados del Capitolio, pues en su largo paso por la corporación se caracterizaron por sus juiciosos, argumentados y rotundos debates de control político, y dejarán un vara alta para quienes busquen emular su trabajo de oposición. Aunque, todo hay que decirlo, en los últimos meses Robledo pareció perder ese espíritu que lo llevó a ser nombrado el mejor senador en varias oportunidades. Solo hay que ver sus fotos en las reuniones de la Coalición de la Esperanza.
Pero no todo fueron condecoraciones, también hubo descaches. Empecemos por las objeciones a la Jurisdicción Especial para la Paz, que si bien fracasaron, entorpecieron la labor de la misma y dilataron los procesos al no tener reglamentado su funcionamento. También está el falso apoyo del Ejecutivo a los proyectos de la Consulta Anticorrupción, que si bien no alcanzó el umbral requerido para este tipo de mecanismos de participación, en un momento el presidente Duque anunció que le daría llamado de urgencia, aunque no se materializó y terminaron o hundidos o engabetados y olvidados. Hay que decir que, también a tenor de quienes saben de esos asuntos, ya muchos de los mecanismos planteados por la consulta ya estaban en el ordenamiento jurídico colombiano.
Otra de las grandes batallas del Duque de Colombia en el legislativo –y durante su campaña– fue la imposición de la cadena perpetua a violadores de niños, niñas y adolescentes, que si bien a priori es una buena intención, en la práctica no es efectiva y, según muchos juristas especializados, es una medida que no evita la comisión del delito y que se aleja de los postulados del derecho moderno, en el que la prisión y la privación de la libertad son la ultima ratio.
El proyecto pasó por ese Congreso gracias a las mayorías aceitadas por la versión de mermelada de Duque. Y es que era un proyecto sensible, taquillero, de esos a los que oponerse, en un país como este, es suficiente para ser tildado de violador y amigo de violadores, o que lo digan los magistrados de la Corte Constitucional, que la tumbaron cuando este llegó a sus manos para pasar los filtros de constitucionalidad.
Como hay que ir terminando, hay que enumerar otros descaches, como el mico en la ley de Presupuesto Nacional que buscaba la derogación de ley de Garantías en plena época electoral –que la Corte tumbó finalmente–. También está el paso de Santrich por el Congreso, con todo y el espectáculo mediático que significó eso, el presunto entrampamiento de la Fiscalía –que advirtieron desde el Partido Comunes– y su posterior fuga y vuelta a las armas que terminó en su muerte en mayo de 2021.
Además, está la reforma a la Procuraduría, que la fortaleció como botín burocrático y desantendió las recomendaciones de la CIDH; el ascenso del general Eduardo Zapateiro, que tiene denuncias por violaciones de derechos humanos, y el episodio de presuntos perfilamientos hechos por oficiales del Ejército a periodistas y defensores de derechos humanos.
Ahora bien, en cuanto a la labor de los congresistas, durante estos cuatro años, estos radicaron 2.319 proyectos de los que solo fueron aprobados 267 (el 5,6 %). ¿Para qué pedirles más? ¡Qué es esa desfachatez de exigirles que trabajen más! ¿Acaso ustedes son conscientes de las honduras discursivas e intelectuales en las que se enfrascan nuestros congresistas durante sus sesiones? ¡Faltaba más!
Con todo y ellos y sus intereses, y sus correrías por sus regiones para afianzar su poder local, el Congreso que se va –no todo, porque no siempre se puede ir todo– deja proyectos interesantes como la prohibición del asbesto, la ley de borrón y cuenta nueva, la ley del actor, la ley que permite la nacionalización de los bebés venezolanos, la ley de comida chatarra, la ley que permite que no prescriban los delitos sexuales contra menores, la ley de segundas oportunidades, y la ley del biche –que lo declara patrimonio, como al carriel–.
Ahora un nuevo Congreso se instala y si bien ‘nuevo’ es una palabra todavía muy grande, sí es un Congreso renovado en el que nuevas fuerzas adquieren el protagonismo que, por muchos años la vida, la historia y las delirantes violencias que se han sucedido una tras otra en este pedazo de tierra, les cerraron. Habrá qué ver qué pasa con los nuevos padres y madres de la patria. Habrá que ver si están a la altura de la circunstancias. Habrá que ver si no es, como suele pasar, un capítulo más en la historia de este país que pareciera estar condenada a terminar mal.
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