En su libro How Democracias Die (Cómo mueren las democracias) escrito hace dos años largos, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt sugieren que las democracias de hoy no se acaban como las del pasado por muerte súbita, de un momento a otro, con la irrupción de un régimen autoritario que las sustituye. En los tiempos que corren la muerte de las democracias es más bien una agonía. Casi que sin que nos demos cuenta, lentamente la vigencia de los principios democráticos se va erosionando imperceptiblemente. Ahora ya no se ve a los militares en las calles, a los generales en los balcones, a los dictadores súbitamente ungidos por un golpe de estado. La llegada del autoritarismo no es con bombos, balas y platillos.
En la muerte de las democracias actuales las constituciones siguen formalmente vigentes, las instituciones conservan sus nombres y sus edificios, la prensa opera y a simple vista se siente como si no estuviera pasando nada. En parte esto se debe a que los nuevos protagonistas, los autores intelectuales y materiales de la muerte de las democracias, ya no son los militares, son los políticos, esos mismos políticos a quienes fue la democracia la que les entregó su poder. Y peor aún, para muchos puede parecer que quienes estrangulan lentamente la democracia no son realmente sus verdugos si no más bien sus salvadores.
Según Levitsky y Ziblatt, “la paradoja trágica de la ruta electoral al autoritarismo es que los asesinos de la democracia usan las mismas instituciones de la democracia—gradualmente, sutilmente e incluso legalmente—para matarla”. Creo que no hay un ejemplo reciente más elocuente del uso de esta estrategia que el trayecto que puso a andar el gobierno de Donald Trump en la Corte Suprema de Estados Unidos para eliminar el derecho de las mujeres a interrumpir voluntariamente el embarazo.
Las democracias son definidas, en una muy buena parte, por su capacidad de garantizar los derechos y es por eso que la erosión y menoscabo de los mismos es el lugar en donde empiezan a morir este tipo de regímenes políticos. Una democracia que no garantiza derechos no es una democracia. De nada sirve que los edificios de las instituciones sigan en pie e intactos si los derechos de las personas desaparecen gradual pero contundentemente. Por esta razón, quitarle el derecho al aborto a las mujeres es una forma de minar los cimientos mismos de la democracia, una tarea que se inició con la llegada de Donald Trump al poder y se terminó con los jueces que él mismo nombró en la Corte Suprema.
Fíjense cómo opera el mecanismo descrito en el libro que menciono: los derechos de las personas no se subvierten desde fuera de las instituciones ni a pesar de ellas, sino haciendo uso de las instituciones que existen en virtud y para defender los derechos. Antes del dictamen de la Corte contra Roe v. Wade, los republicanos también usaron los legislativos locales para imponer obstáculos a la operación de clínicas y médicos.
Ante el movimiento “Black Lives Matter” y la ficción del fraude electoral a Trump, estos mismos legislativos de los estados pasaron legislaciones que coartan y limitan el derecho al voto. Se trabaja es desde dentro de las instituciones para constreñir el libre goce de derechos.
Y más grave aún, el éxito de esta estrategia alcanza un punto culmen cuando además de usar las instituciones en contra de aquellos a los que deben servir—los ciudadanos, se obliga a los políticos que quieren defender los derechos a actuar en los límites del estado de derecho para tratar de evitar que colapsen las libertades. Un ejemplo fue la “Orden Ejecutiva” que emitió y firmó Biden, ante el fallo de la Corte Suprema derogando el derecho al aborto, y que busca proteger el acceso de las mujeres a la salud reproductiva, a la privacidad, a la educación pública sexual, a los anticonceptivos y a la contracepción de emergencia.
Las órdenes ejecutivas no son el instrumento más democrático del que se dispone. De hecho, son una herramienta que le permite al Ejecutivo actuar sin la supervisión y/o aprobación del Congreso. Y en este caso particular, la orden puede ser entendida como un desafío a una decisión de la Corte Suprema y ello crea un problema en materia de la independencia y el equilibrio de los poderes públicos. La estrategia de Trump fue la encerrona perfecta: si los Demócratas no hacían nada, serían criticados por no proteger los derechos de las mujeres; y si hacían uso de la orden ejecutiva (como lo hicieron) se les despojaba de una dosis importante de autoridad moral para calificar al trumpismo como antidemocrático y autoritario.
El dilema descrito ilustra con claridad las dificultades enormes a las que se enfrentan los defensores de la democracia en todo el mundo, y las razones que explican el gran espacio que han ganado quienes le apuestan a su fallecimiento. Envenenar desde adentro parece ser la consigna.
*Sandra Borda es Politóloga de la Universidad de los Andes, Magister en Relaciones Internacionales de la Universidad de Chicago y Magister en Ciencia Política de la Universidad de Wisconsin. Es, además, doctora (PhD) en Ciencia Política de la Universidad de Minnesota, y cuenta con un Postdoctorado en Política Exterior en la Universidad de Groningen. Ha trabajado en medios de comunicación como el Canal NTN24, Diario El Mercurio, BBC Londres, Agencia Internacional de Noticias AP, Revista Semana, Periódico El Espectador y Russia Today. Fue miembro de la Misión de Política Exterior.
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