¿Hacia una nueva integración?

América Latina necesita menos alfombra roja y foto ceremoniosa de grupo de presidentes y más trabajo de negociación real y con el largo plazo en mente.

Guardar
Gustavo Petro, presidente electo de
Gustavo Petro, presidente electo de Colombia. REUTERS/Luisa González

Por estos días, y gracias al resultado de la elección presidencial en Colombia, la pregunta más frecuente entre los periodistas internacionales—y particularmente entre los latinoamericanos— es si, gracias a la llegada de varios políticos de izquierda al poder, tendremos una nueva ola rosa y, consecuentemente, un nuevo ímpetu para la integración y la reactivación de los organismos regionales. Se preguntan si después de estos años recientes de fragmentación y predominio de la acción puramente unilateral, los gobiernos de la región por fin encontrarán una forma de actuar en conjunto, ahora que algunos de ellos coinciden, en algo, ideológica y políticamente.

Es posible que los constantes fracasos en la integración regional sean el resultado, justamente, de la premisa que subyace tras esa idea de que la acción colectiva es más fácil o posible cuando esa coincidencia ideológica y/o política existe. Suena contraintuitivo, pero esa idea ha terminado por hacer de las organizaciones regionales unos clubes de caballeros (o, en su versión más moderna, unos grupos de WhatsApp) donde se habla, se discute, se llega a algunos acuerdos y, cuando los gobiernos cambian, la poca institucionalidad regional construida termina por desvanecerse como el agua entre los dedos. El caso más reciente fue el de Unasur, pero de ahí para atrás los ejemplos proliferan a diestra y siniestra. En esta región nos hemos vuelto especialistas en crear organizaciones regionales desechables.

Los acuerdos producto de la simpatía ideológica terminan siendo de corta duración y esfuerzos, en ocasiones, superficiales. Ello le permite a los gobiernos actuar conjuntamente solo en aquellas iniciativas que coinciden con su propia forma de ver las cosas y en el marco de su corto proyecto de administración del estado. Los gobiernos piensan en clave de períodos presidenciales, mientras el esfuerzo de las instituciones internacionales debe ser de largo plazo. Eso les permite, entre otras cosas, contribuir a que los gobiernos actúen y piensen más como estados y menos como puras administraciones. Pero si las instituciones cuentan con poco o ningún nivel de supranacionalidad entonces están condenadas a ser tan efímeras como los gobiernos mismos.

La supranacionalidad que menciono es un factor de fundamental importancia, y consiste en el poder que le ceden los estados a las organizaciones para que ellas actúen siguiendo el bien común y no la sumatoria de los intereses particulares de los gobiernos de turno. Esa supranacionalidad, ese conjunto de reglas del juego, puede, en ocasiones, no coincidir con el interés particular de un gobierno, pero la organización debe contar con el músculo suficiente para promover el logro del bien colectivo. Un ejemplo claro es el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, que en su esfuerzo por promover un bien común—la defensa de los derechos humanos—no está allí para complacer a ningún gobierno sino más bien para presionarlo y obligarlo a que cambie su comportamiento permanentemente.

Pero si la intención es que las organizaciones regionales no estorben, que personifiquen los acuerdos temporales entre un grupo de presidentes (esta vez de izquierda), y que estas instituciones les ayuden a posar ante la historia como hombres (sí, prácticamente todos son hombres) capaces de gestar una visión regional para el futuro (entendiendo “el futuro” como los próximos cuatro u ocho años), pues entonces estamos condenados a repetir la danza a la que ya estamos acostumbrados en esta región.

Para salir de ese ciclo inclemente de fracasos es preciso tener dos cosas en mente: la primera es que, para que las organizaciones funcionen, deben reunir no solo a los que piensan igual sino también, y fundamentalmente, a los que piensan distinto. La idea de las organizaciones no es codificar acuerdos existentes sino más bien resolver desencuentros y problemas de acción colectiva entre estados con intereses y formas de ver el mundo distintas. La institucionalización de esas formas de resolver los desacuerdos es lo que hace que las organizaciones sobrevivan los cambios de gobierno.

El segundo factor que es preciso tener en cuenta es que las organizaciones no son ni deben ser espacios de absoluta comodidad para los estados. Al contrario, si se trata de intentar alinear los intereses para buscar un actuar más concertado de la región latinoamericana en lo internacional, algún nivel de ajuste y transformación de todos debe llevarse a cabo. Es recomendable empezar por los lugares donde el acuerdo es más lograble e ir trascendiendo, con el paso del tiempo, a los temas más difíciles. Por eso, el proceso de construcción necesariamente tardará más que un período presidencial: se trata de un proyecto de estado que requiere de la continuidad y el protagonismo de los servicios exteriores y la sociedad civil de los países miembros. Así las cosas, América Latina necesita menos alfombra roja y foto ceremoniosa de grupo de presidentes y más trabajo de negociación real y con el largo plazo en mente.

*Sandra Borda es Politóloga de la Universidad de los Andes, Magister en Relaciones Internacionales de la Universidad de Chicago y Magister en Ciencia Política de la Universidad de Wisconsin. Es, además, doctora (PhD) en Ciencia Política de la Universidad de Minnesota, y cuenta con un Postdoctorado en Política Exterior en la Universidad de Groningen. Ha trabajado en medios de comunicación como el Canal NTN24, Diario El Mercurio, BBC Londres, Agencia Internacional de Noticias AP, Revista Semana, Periódico El Espectador y Russia Today. Fue miembro de la Misión de Política Exterior.

SEGUIR LEYENDO:

Guardar