“Qué susto les dimos”: Gustavo Petro se salvó de repetir la historia de Álvaro Gómez y Horacio Serpa

Con la victoria este 19 de junio, Gustavo Petro se alejó de una lista de candidatos eternos que, pese a su experiencia en el sector público, perdieron las elecciones en tres oportunidades. Esta es la historia de dos de ellos, ambos fallecidos

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Tanto Serpa como Gómez Hurtado perdieron las elecciones en las tres oportunidades que aspiraron a la presidencia. Foto: Infobae Colombia.
Tanto Serpa como Gómez Hurtado perdieron las elecciones en las tres oportunidades que aspiraron a la presidencia. Foto: Infobae Colombia.

Después de una larga campaña –que para algunos comenzó el 7 de agosto de 2018 con la posesión del saliente Iván Duque– en la que se vio de todo: propuestas novedosas, propuestas retardatarias, varias decenas de precandidatos, ataques a diestra y siniestra –nunca mejor dicho–, filtraciones, docenas de debates, la mayoría voluntarios y uno obligado por un juez y que no se realizó; Colombia tiene nuevo presidente.

La democracia, esa dictadura de las mayorías, habló y Gustavo Petro será quien dirija los destinos de los colombianos durante los próximos cuatro años. Hoy el ganador –y con él la mitad del país– es el líder de la izquierda, que en su tercera candidatura presidencial alcanzó la silla presidencial se alejó de acompañar a Álvaro Gómez y Horacio Serpa en un récord poco honorífico.

Infobae Colombia elaboró un perfil de Gómez Hurtado y de Serpa, tal vez para entender, cómo es que figuras como ellos insisten una y otra vez en una empresa que parece haberles sido negada por el destino.

El gran delfín colombiano

A Álvaro Gómez lo mataron el 2 de noviembre de 1995 a la salida de la Universidad Sergio Arboleda. Era jueves. Un día de los muertos, el día de su muerte y de la muerte del último político conservador que ha visto Colombia. No es que con su asesinato se haya muerto el conservadurismo, pero sí perdió a su más lúcido representante.

Fue candidato presidencial tres veces. Las tres las perdió. El eterno candidato, no como Gabriel Antonio Goyeneche –un personaje más pintoresco y curioso que Gómez–. Nunca llegó al poder, pese a ser un delfín, como Luis de Francia, el Gran Delfín. También fue periodista –en el periódico fundado por su padre en los treinta–, fue concejal, representante a la Cámara, senador, designado de la presidencia, embajador y uno de los tres presidentes de la Asamblea Nacional Constituyente del 91. También fue dibujante y pintor –tiene un retrato en clave expresionista, que lo más seguro es que habría escandalizado a su padre–, ávido lector y, para quienes lo conocieron, un humanista de manual –sea lo que sea que eso signifique–.

De Gómez se puede decir todo, que era un reaccionario, que era el hijo del Monstruo –el mote que los liberales le pusieron a Laureano Gómez–, que era un fascista que al final de su vida posó de progresista, un incendiario y un hijo de esa rancia oligarquía bogotana que creyó –cree– que el país les fue escriturado desde los tiempos del ruido.

Pero también se puede decir que era una persona con una envidiable formación y capacidad intelectual, conocedor del arte, pintura, música, poesía y filosofía –en especial del Barroco, que lo entendía más como “un estado del alma: una concepción del mundo”, según cuenta el escritor Juan Esteban Constaín–.

Álvaro Laureano Miguel Gómez Hurtado Castro Cajiao nació en la casona de su familia en la calle 10 con carrera 9, en el centro de una Bogotá, que todavía parecía un pueblo grande –para entonces las élites cachacas aún no se mudaban al norte de la ciudad– al mediodía del 8 de mayo de 1919. También era jueves. Fue el segundo de los cuatro hijos del matrimonio de Laureano Gómez y María Hurtado Cajiao, y en quién su padre encontraría un interlocutor y heredero de sus banderas, banderas que fueron transformándose y si bien no alejándose del todo, evolucionaron en un pensamiento más complejo que el de su padre.

Álvaro comenzó sus estudios en la Argentina, donde su padre había sido nombrado embajador –según las malas lenguas, para mantenerlo alejado de la política nacional–, los continuó en Bogotá, en París y Bruselas, y los concluiría en el Colegio Mayor de San Bartolomé en Bogotá, el más antiguo del país y el que más presidentes, dirigentes y personalidades ha graduado. Su formación académica terminó en la Pontificia Universidad Javeriana, de donde se recibió como abogado.

Durante su formación eran habituales autores como Shakespeare, Dostoyevski, Plutarco y otros clásicos, que fue acompañando, por influencia de su padre, con textos de Oswald Spengler y Nicolai Berdiaeff –para muchos, este último fue uno de los pilares del existencialismo cristiano y de la filosofía de la libertad–, así como de Charles Maurras –pensador francés de extrema derecha e ideólogo de la Action française, movimiento monárquico, contrarrevolucionario, antidemocrático, antisemita, que apoyabael Integralismo y el Catolicismo–. También leyó a Ortega y Gasset, a quien su padre despreciaba por su “racionalismo excesivo y sus poses de señorito madrileño”. Durante su paso por España también tuvo la oportunidad de conocer de cerca, si bien siendo niño, a Miguel de Unamuno, que era amigo cercano de su padre y que le enseñó al pequeño Álvaro a hacer pajaritas de papel.

También bebió del tomismo, del pensamiento católico del XVIII, el pensamiento reaccionario también del mismo siglo, así como del pensamiento romántico y conservador decimonónico. Otros autores que también consultó fueron, Wilhelm Dilthey, Collingwood, Huizinga.

Durante su estancia en Alemania los Gómez, Álvaro y Laureano –que ya forjaban el vínculo político que los uniría para siempre–, habían podido ver de cerca el ascenso del Nazismo. Incluso pudieron escuchar a Hitler en Sportpalast –sin entender nada, claro– pero viendo el frenesí que generaba el führer en el pueblo alemán, “habla muy bien pero de allí no sale nada” dice Constaín que le dijo Laureano a Álvaro.

El hijo del “monstruo”

Álvaro Gómez creció, como hombre, como político e intelectual, bajo la sombra de su padre –que no pudo quitarse de encima– y que a la postre lo acompañó hasta su muerte y fue esa misma, para muchos, la que como la marca de Caín impuso miedos mitológicos que entorpecieron su llegada al poder.

Foto: Banco de la República
Foto: Banco de la República

Y es que tanto Álvaro como Laureano fueron los protagonistas –junto con todo el espectro contrario– de las pugnacidades entre liberales y conservadores, que desde la caída de la Hegemonía conservadora hasta la insaturación del Frente Nacional, desencadenaron una orgía de violencia que duraría casi 30 años.

En honor a la verdad, hay que aclarar que la pugnacidad y las agresiones eran un síntoma de la época –también de esta, pues la historia colombiana parece cíclica y tiende a repetirse sin cansancio–, en la que las pasiones políticas eran más marcadas, más definitorias de la identidad personal. Y también, en honor a esa verdad, hay que decir que la virulencia de los discursos y de los artículos, tanto de Álvaro como de Laureano, también ayudaron a construir esa imagen de incendiario. Uno desde la silla presidencial y el otro desde la dirección del periódico El Siglo. Los dos desde el poder.

La tensión entre ambas colectividades alcanzó sus más altas cotas con el asesinato de Gaitán en 1948 y el posterior ascenso al poder del Monstruo en 1950 –luego de que los liberales se negaran a participar en esas elecciones ante la falta de garantías– y que desembocó, a la postre, en el golpe de estado del 53 y el destierro de los Gómez en España, donde Franco les ofreció asilo –el dictador y el destituido Laureano eran cercanos–.

El exilio

Durante el exilio, Álvaro, según Constaín, madura su pensamiento y deja atrás su virulencia. También se pone a pintar y asiste a la academia San Jorge en Barcelona. Y si bien no reniega de su pasado, de su “adhesión a Maurras, su radicalismo, los pitos que un día llevó a la Cámara, su entonación laureanista cuando salía a la plaza pública: todo esto parece quedar atrás”.

Cecilia Gómez Hurtado, Álvaro Gómez Hurtado y Laureano Gómez saliendo de Colombia rumbo al exilio luego del golpe de estado de 1953.
Cecilia Gómez Hurtado, Álvaro Gómez Hurtado y Laureano Gómez saliendo de Colombia rumbo al exilio luego del golpe de estado de 1953.

En España, con el peso del exilio, los dos, Álvaro y Laureano, conversan y van hilvanando una solución a esa guerra vesánica que ambos ayudaron a avivar. Álvaro, se dedica a escribir y produce La Revolución en América, libro en el que plasma su pensamiento y doctrina, y en el que exalta la tradición haciendo un estudio de cómo se ha construido y configurado la identidad americana –ni indígena ni mestiza–. También desdeña de las revoluciones, pues según él solo cuando los pueblos americanos valoren la continuidad histórica y dejen de querer arrasar todo en nombre de la revolución habrían llegado a la ‘mayoría de edad’ kantiana. Allí mismo pone a Simón Bolívar –el Libertador– como el primer conservador de América, ya que entendió perfectamente que el proyecto político de América debía ser la libertad y no la independencia.

El fin de la violencia, el Frente Nacional

Aún en España, Álvaro empezó a concebir la idea de una paz política y una forma para acabar con la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla –que había asesinado estudiantes, censurado los principales diarios colombianos, pero también había traído la televisión a Colombia, inició la construcción del Aeropuerto El Dorado de Bogotá, así como el Hospital Militar, el Centro Administrativo Nacional, entre otras obras–.

A España llegó Alberto Lleras Camargo, cabeza visible del liberalismo colombiano y empezaron a concretar el acuerdo de paz con Laureano y con Álvaro, que sería firmado, en julio del 57 en Sitges. De este acuerdo nacería el Frente Nacional y la paz política entre liberales y conservadores, que se repartieron el poder y el Estado durante 16 años –anulando la posibilidad de la participación democrática de fuerzas alternativas– y que terminaría desdibujando las líneas ideológicas que habían separado a las dos colectividades, que empezarían a parecerse cada vez más, hasta ser un único monstruo hambriento de puestos y cuotas burocráticas.

Izq. Álvaro Gómez Hurtado, dcha. Alfonso López Michelsen. Foto: Colprensa.
Izq. Álvaro Gómez Hurtado, dcha. Alfonso López Michelsen. Foto: Colprensa.

Aún así, la paz pareció haber llegado por fin a Colombia y los fusiles de los bandoleros liberales y conservadores se silenciaron. La guerra había terminado –aunque nunca terminó y, como suele pasar en Colombia, solo cambió de nombre y protagonistas–.

Durante el Frente Nacional, Álvaro se comprometió con esta paz, sin dejar de criticarla, y si bien apoyó en un comienzo el primer gobierno liberal, en 1961 cambió su postura, criticando a Alberto Lleras –primer presidente del Frente Nacional– por el surgimiento de insurgencia liberal en las zonas rurales del país, y afirmó en un debate político en el Congreso:

“No se ha caído en la cuenta que hay en este país una serie de repúblicas independientes que no reconocen la soberanía del Estado colombiano, donde el ejército no puede entrar, donde se dice que su presencia es nefasta… El presidente Lleras va a pasar a la historia como un fundador de cinco repúblicas independientes”.

Al final, estas repúblicas independientes fueron bombardeadas por el presidente Guillermo Valencia, lo que, junto a otros factores, serían el germen de las guerrillas comunistas que sometieron al país, junto con el narcotráfico y el paramilitarismo venidero, a otros cincuenta años de violencia.

El eterno candidato

Luego de la muerte de su padre en 1965, Álvaro asumiría el papel de líder natural del partido Conservador, con todo y la oposición del expresidente Mariano Ospina –para ese entonces habían dos vertientes en el conservadurismo, los ospinistas y los laureanistas, que devendría en alvaristas–, que finalmente se impuso y puso en la presidencia a uno de los presidentes más cuestionados del Frente Nacional, Misael Pastrana, cuya elección sigue envuelta en rumores de fraude y que provocaría –junto con otras causas y factores– el surgimiento del M-19 –un proyecto de guerrilla urbana alejada del comunismo maoista y stalinista y más cercana al socialismo europeo–.

Álvaro Gómez Hurtado durante sus correrías por el país. Foto: Wikipedia.
Álvaro Gómez Hurtado durante sus correrías por el país. Foto: Wikipedia.

En todo caso, con el fin del Frente Nacional –y de la ‘mal paridad’ en la repartición del Estado– llegan las primeras elecciones ‘libres’ en 16 años y Álvaro, que había sido senador hasta 1974, anunció su candidatura. Durante su campaña, el hijo de Monstruo recorrió el país con la bandera del desarrollo, pues creía que había que crecer, exportar mucho y ahorrar divisas extranjeras.

Como dato curioso –cuanto menos– para esta elección los tres grandes candidatos fueron tres hijos de expresidentes, tres delfines, Alfonso López Michelsen (hijo de López Pumarejo), María Eugenia Rojas (hija de Rojas Pinilla) y el mismo Álvaro. Los tres hijos del ejecutivo intentaban ser ahora el padre –¡cómo se habría divertido Freud!–.

Al final quedó de presidente López Michelsen. Álvaro quedó tercero con medio millón de votos. La sombra de su padre era todavía muy grande, lo eclipsaba por completo. Aún así, desde el periodismo –desde el poder– Álvaro siguió opinando y diagnosticando los problemas del país, persiguiendo un “cambio de lo que hay para que pudiera mejorar” dice Constaín.

En 1978 se presentó como precandidato, pero Belisario Betancur terminaría siendo el candidato y perdiendo contra Julio César Turbay –tal vez la personificación del fascismo y de la tontería en el poder en Colombia–.

Para entonces Álvaro ya comenzaba a hablar de hacer un ‘pacto sobre lo fundamental’, y desde el periodismo seguía configurando su pensamiento y diagnosticando los problemas del país. Entre sus posturas más interesantes –para la época– estaba el decirle al Embajador de Estados Unidos en Colombia que el problema de la droga –que ya empezaba a ser el principal tema en el acontecer nacional– no estaba acá en el trópico, sino allá, en las narices de los gringos, que en su puritanismo veían a otro lado en verse en el espejo y limpiarse el polvo blanco.

También insistía en la necesidad de la planeación económica, en cuidar los recursos y no desperdiciarlos, y si bien no creía en el intervencionismo estatal en la economía como una solución mágica, para la sociedad colombiana de entonces, le parecía que el Estado debía hacerlo con orden, claridad, rigor, disciplina y un plan diseñado para afrontar las limitaciones de la economía colombiana y sus deudas.

Para 1986 –saltamos acá varios años para no alargar más esto– Álvaro volvería a ser candidato presidencial, alternando con su condición de Designado presidencial –cargo que existió hasta 1991 y que reemplazaba al presidente en caso de imposibilidad de este para ejercer el poder–.

Para estas elecciones se enfrentó a Virgilio Barco –presidente liberal, que según cuentan, cuando llegó al poder, estaba disminuido mentalmente– y a Jaime Pardo Leal, de la Unión Patriótica –partido de izquierdas cercano a la guerrilla de las Farc y que nació del fallido proceso de paz en el gobierno de Belisario Betancur, y que resultaría asesinado en 1987–. Álvaro otra vez perdía, esta vez quedando en segundo lugar, la silla presidencial.

Su último intento de llegar al poder sería en 1990, cuando se enfrentó a Luis Carlos Galán, a Bernardo Jaramillo Ossa y a Carlos Pizarro Leongómez. Ninguno de estos tres llegaría a las elecciones. A los tres los mataron, a Galán, Pablo Escobar y Alberto Santofimio; a Jaramillo y a Pizarro, las fuerzas oscuras del Régimen.

Para estas elecciones, Álvaro se presentó por su propio partido, el Movimiento de Salvación Nacional, que fundó junto a liberales como Carlos Lleras de la Fuente y otros conservadores que lo siguieron. Sin embargo, perdería nuevamente en unas elecciones marcadas por la sangre y el abrazo de la parca. Le ganó César Gaviria, a quien los hijos de Galán, le entregaron su candidatura y las banderas del Nuevo Liberalismo –que perdió todo de nuevo y se convirtió en neoliberalismo, pero esas son cosas para otro día–.

Luego de las elecciones y ante la presión de la ciudadanía que quería un cambio de constitución, un cambio en su realidad, se pudieron superar todos los obstáculos jurídicos que los padres de la Constitución de 1886 previeron para que esta perdurara para siempre, y se llamaron a elecciones para la Asamblea Nacional Constituyente, en las que Álvaro resultó ser el cuarto asambleísta más votado y uno de los tres presidentes de la misma, junto a Antonio Navarro Wolf –recientemente desmovilizado de la guerrilla del M-19– y Horacio Serpa –político liberal santandereano y que, como Álvaro, sería tres veces candidato a la presidencia–.

Álvaro Gómez Hurtado, Horacio Serpa Uribe y Antonio Navarro Wolf, los tres presidentes de la Asamblea Nacional Constituyente. Foto: Estado.co
Álvaro Gómez Hurtado, Horacio Serpa Uribe y Antonio Navarro Wolf, los tres presidentes de la Asamblea Nacional Constituyente. Foto: Estado.co

De la Asamblea nació la Constitución de 1991, tal vez la carta política más progresista del continente para ese momento, en la que se contempló una apertura democrática, un reconocimiento de la pluralidad y la multietnicidad de un país tan diverso como trágico. Parecía que el Régimen se caía, o por lo menos tambaleaba. Sin embargo, no fue así, pues al finalizar la Asamblea, en una negociación rara, se aceptaron las presiones de las clases políticas que veían con temor la nueva carta, e impidió que los asambleístas fueran reelegidos como para ocupar el Congreso y así terminar el proceso constituyente regulando y configurando el entramado legislativo que debía darle vida y prolongación a lo decido durante la Asamblea.

El régimen había ganado.

Luego de la Constituyente, Gaviria lo nombra embajador en París, con la intención, tal vez como la que tuvieron con su padre en los 30, de mantenerlo lejos –lo más lejos posible–. Fue embajador hasta 1993. Después de eso se dedicó a la docencia en la Universidad Sergio Arboleda, que había ayudado a fundar.

Álvaro Gómez Hurtado luego de ser liberado de su secuestro. Foto: Colprensa.
Álvaro Gómez Hurtado luego de ser liberado de su secuestro. Foto: Colprensa.

A Álvaro lo mataron el 2 de noviembre de 1995 a la salida de la Universidad Sergio Arboleda, allí daba clases de Cultura colombiana, en las que embelesaba a sus estudiantes con referencias sesudas, dibujos en el tablero y su envolvente capacidad retórica. Lo mataron con ráfagas de ametralladora, las mismas que había previsto cuando fue secuestrado por el M-19 a finales de los ochenta:

«Ser abatido por ráfagas de ametralladora, como parecía ser mi suerte, no debía considerarse como un infortunio singular, quizás no era un bel morir, como lo reclamaba Segismundo Malatesta; pero en las actuales circunstancias del país y del mundo, una muerte así podía no ser un sacrificio inútil, sino la creación de un símbolo que convocara un movimiento de restauración».
Así quedó el automóvil en el que fue asesinado Álvaro Gómez Hurtado a la salida de la Universidad Sergio Arboleda. Foto: Colprensa.
Así quedó el automóvil en el que fue asesinado Álvaro Gómez Hurtado a la salida de la Universidad Sergio Arboleda. Foto: Colprensa.

Antonio Caballero, a pocos días del magnicidio, escribiría sobre Gómez y “su desfachatada pretensión de haber sido «la oposición al régimen». El régimen era él”, pues “durante toda su larguísima vida política –50 años– fue un tozudo predicador de la violencia como instrumento de la política. Empezó con sus arrebatos juveniles a favor de «la acción intrépida y el atentado personal», persistió en su madurez con la incitación al aniquilamiento físico de las «repúblicas independientes», se empecinaba todavía en su vejez con el embeleco de que había que «tumbar el régimen»”.

También se preguntó, con la lucidez corrosiva de su pluma: “¿Servidor público? El propio Gómez resumió su tarea como embajador en Francia diciendo que le había servido «para ir mucho a la ópera». ¿Patriota? Su desprecio por el país –desprecio racial, cultural, político, y hasta físico– se resume en una anécdota: invitado, en tiempos del «proceso de paz» de Betancur, a entrevistarse con la guerrilla en Casa Verde en la Uribe para discutir sobre la paz, se negó con desdén: «No está uno para ponerse a visitar lejanías». Porque Colombia le quedaba muy lejos”.

La Colombia de hoy parece estar cada vez más lejos de la Colombia de Gómez, pero no es así, porque la historia de este país, parafraseando a Jaime Gil de Biedma, es, de todas las historias de la Historia, la más triste, porque siempre termina mal. Y termina mal porque parece repetirse, porque el ‘Régimen’ no se ha caído, es más, en cada elección muta y adopta nuevas caras. Y hoy tiene implantes de pelo y está imputada por corrupción.

Busto en memoria de Álvaro Gómez Hurtado. Foto: Universidad Sergio Arboleda.
Busto en memoria de Álvaro Gómez Hurtado. Foto: Universidad Sergio Arboleda.

Horacio Serpa, el experimentado

“Varias personas que conocen mi trasegar por la vida me han preguntado cuál habría sido mi suerte si hubiera ingresado a la Universidad Nacional. Nadie puede saberlo. (...) Fui tentado por algunos conocidos sobre la perspectiva de brindar un apoyo a la causa subversiva, a lo que respondí con convicción que me parecía una acción sin futuro”. El país que viví, p. 53

Su departamento de origen, Santander, le extendió su confianza política sin vacilar a uno de los políticos liberales más destacados del siglo pasado; pero varias circunstancias pesaron para que Horacio Serpa Uribe nunca llegara a ser presidente de Colombia, pese a intentarlo en tres ocasiones.

Serpa nació el 4 de enero de 1943. Su familia estaba compuesta por los padres y siete hijos. Su madre, la profesora Rosa Uribe, era maestra oficial y la familia estaba viajando desde Betulia hasta Matanza —adonde la habían asignado para trabajar— cuando el nacimiento de Horacio los alcanzó por chiripa en Bucaramanga. Por la naturaleza de este oficio, la familia tuvo que trasladarse en varias ocasiones.

El padre, José Serpa, era afiliado al Partido Liberal en un tiempo donde solo se pensaba la política en rojo y azul. No tenía una profesión, pero le apasionaba el derecho y se dedicaba a varios oficios: su hijo fue su ayudante cuando fabricó dulces, pólvora, hacía memoriales y timbraba tarjetas de presentación.

Los negocios del señor José no solían prosperar porque siempre se cruzaba algún infortunio: la enfermedad de la madre, la competencia desleal y hasta las pasiones políticas de su tiempo, que le quemaron la oficina porque quedaba en el mismo edificio de un periódico liberal.

En su libro póstumo de memorias, El país que viví, Horacio aseguró que su familia era pobre, pero que la pobreza monetaria en sus tiempos permitía cubrir las necesidades básicas -comida, ropa y techo- con trabajo honesto.

Si bien la política colombiana ha sido siempre convulsionada, Serpa podía decir que vivió tiempos críticos del siglo XX mientras era apenas un niño: el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, la presidencia de Laureano Gómez, la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla y el Frente Nacional, un acuerdo entre liberales y conservadores para turnarse la presidencia y los cargos públicos en cuatro gobiernos.

En su adolescencia se hizo simpatizante de las causas liberales junto con algunos amigos y compañeros del Colegio Santander, de Bucaramanga, plantel público donde hizo su bachillerato. Horacio Serpa hizo parte del Movimiento Revolucionario Liberal, fundado por Alfonso López Michelsen y seguido por liberales que discrepaban con la repartición de país hecha en el Frente Nacional.

Quiso estudiar Derecho por herencia de su padre y tenía que hacerlo en una universidad pública, porque no había dinero. Falló en su intento de pasar a la Universidad Nacional, que estaba caldeada políticamente como la Universidad Industrial de Santander, su tierra, donde además no había la carrera que había elegido.

Su habilidad para el baloncesto –reforzada por su prominente estatura– le había ganado algunos amigos que le permitieron prepararse y presentar el examen de admisión en la Universidad del Atlántico, en Barranquilla, pese a que ya había pasado la época para ello. Aprobó y allá hizo sus estudios.

Para sostenerse en sus estudios, Horacio Serpa se valió de varios trabajos, como el de tipógrafo, repartidor de huevos y detective del Sears. También llegó a empeñar un par de veces un costoso reloj de pulso heredado de su padre. Con todo, disfrutó esos años.

Hizo prácticas de judicatura en el municipio de Tona; al notar que estaba cómodo con el puesto y el salario de juez, y que estaba demorando los exámenes preparatorios para obtener el título, su padre envió una carta con una firma falsa para renunciar a su nombre. Lo que vio como una alta traición en su momento pasó a ser el espaldarazo final para que se graduara.

Luego de su grado, empezó su carrera en los estrados como juez de Barrancabermeja, municipio en el que luego fue designado alcalde en 1970 para cubrir la cuota liberal exigida por el Frente Nacional. Un día, siendo alcalde, se topó con la fotografía de la barranquillera Rosita Moncada, la hija de una locutora conservadora detractora de su alcaldía.

Quedó flechado y empezó a cortejarla durante unas fiestas decembrinas convulsionadas por un naufragio y unas huelgas. Se casaron en 1972, luego de que él hubiera perdido a su padre de un infarto y tuviera que desistir de la primera fecha fijada para el matrimonio. De ese matrimonio nacieron Sandra Liliana, Rosa Patricia y Horacio José, sus tres hijos, en Barrancabermeja.

“Hace un par de años estábamos Rosita y yo en la casa, esperando que llegaran la mamá y los hermanos, cuando dije de la manera más espontánea: ‘Lo mejor que me ha pasado en la vida es haberme casado con tu mamá’. Rosita empezó a llorar como una Magdalena y no paró hasta cuando llegó su mamá, quien enterada de lo ocurrido también comenzó a llorar, de manera que todos terminamos en lo mismo”. El país que viví, p. 85
Horacio Serpa y su familia: Rosita y sus tres hijos. Crédito: Colprensa.
Horacio Serpa y su familia: Rosita y sus tres hijos. Crédito: Colprensa.

Serpa se decantó hacia la izquierda política desde siempre y explicaba esta decisión como una consecuencia de su extracción social y sus vinculaciones estudiantiles. Incluso, un periodista llegó a sugerir que estas le habían causado resentimiento o traumas, cosa que él negó categóricamente.

Con esas banderas, en los años setenta también lideró Fenalco en su departamento, fue concejal de Barrancabermeja, se desempeñó como diputado y secretario de Educación de Santander. Finalmente, entró a la Cámara de Representantes en 1974 en calidad de sustituto y en 1976 como electo. Mantuvo esa curul hasta 1986, cuando fue elegido senador.

En enero de 1988 ocurrió el secuestro de Andrés Pastrana y el procurador Carlos Mauro Hoyos, que terminó con el asesinato de este último a manos de Los Extraditables de Pablo Escobar. Meses después, el presidente Virgilio Barco le ofreció liderar la Procuraduría General de la Nación. Luego de consultarlo con su esposa, tomó la decisión valiente de aceptar.

Serpa hizo un trabajo concienzudo al frente de la Procuraduría, durante el cual se enfrentó al naciente paramilitarismo. Esto casi le gana un destino similar al de Hoyos y al de muchas figuras públicas de su tiempo: tiempo después de salir del cargo, supo que en el aeropuerto de Pereira habían instalado un sicario para eliminarlo.

No pudieron matarlo porque “estaba enguayabado y me recosté en una mullida butaca del salón VIP mientras llegaba el avión”. Algunos miembros de la fuerza pública empezaron a mirar extraño al sicario, quien abandonó el aeropuerto sin cumplir su cometido.

Horacio Serpa, condecorado por su gestión como procurador. Crédito: Colprensa.
Horacio Serpa, condecorado por su gestión como procurador. Crédito: Colprensa.

En 1990, hizo parte de la Asamblea Nacional Constituyente como el liberal más votado: la presidió con Antonio Navarro, del recién desmovilizado M-19 y Álvaro Gómez Hurtado. Tras la divulgación de la Constitución de 1991, comenzó a colaborar con la candidatura de Ernesto Samper a la presidencia de 1994 como jefe de debate. Al ganar este, Serpa se convirtió en su ministro del Interior.

El proceso 8000, el escándalo de la financiación de la segunda vuelta de Samper con dineros del cartel de Cali –cuya cabeza era el fallecido Gilberto Rodríguez Orejuela–, y de la que presuntamente Samper no sabía nada, afectó su popularidad y destrozó sus opciones para la presidencia en 1998.

Era su primera aspiración y, de haber ganado, habría sido el cuarto gobierno liberal consecutivo. No obstante, el país había perdido la confianza en el partido tras este escándalo y quedó en segundo lugar: él obtuvo 5′658.518 votos y el conservador Andrés Pastrana, quien había perdido con Samper, le ganó con 6′114.752.

Horacio Serpa en la elección de 2002. Crédito: Colprensa.
Horacio Serpa en la elección de 2002. Crédito: Colprensa.

El gobierno de Pastrana tuvo muchas más sombras que luces, comenzando por el desastroso proceso de paz adelantado con la guerrilla de las FARC. Al principio de la campaña electoral de 2002, Serpa tenía grandes posibilidades de ganar, pero un outsider antioqueño arrasó con las votaciones: Álvaro Uribe Vélez, quien también le ganó en 2006.

Con la instalación del uribismo en el imaginario nacional, Serpa entendió que su aspiración presidencial no tendría cabida. No obstante, hizo un trabajo destacado como gobernador de Santander, en 2008, y en su última legislatura, en el periodo 2014-2018.

Este fue su último cargo público: un cáncer metastásico de páncreas acabó con su vida en octubre de 2020, en Bucaramanga, habiendo ocupado absolutamente todos los cargos del Estado excepto el más importante.

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