Colombia llega a las urnas en un ambiente que dista de ser el ideal para una segunda vuelta. A la polarización en ascenso que ha vivido el país en los últimos años, se suma una carrera a la presidencia marcada por la ausencia de debate de fondo y en su reemplazo los descalificativos alimentados por las noticias falsas, las interceptaciones, y las informaciones imprecisas. Todo conspira contra el voto consciente, con convicción e informado.
¿Cómo se llegó a semejante panorama? Sin duda alguna, hay que asomarse a la coyuntura de 2016, año crítico en el mundo en materia de elecciones y manejo de la información. Las redes sociales habían sido determinantes en procesos como la denominada Primavera Árabe entre 2010 y 2011 en Túnez, Egipto y Libia donde las convocatorias para las manifestaciones se hicieron por esa vía. Se presumía que, las redes fungirían como espacios de democratización, participación y deliberación. La transformación desde abajo parecía un ideal al alcance de la mano, en buena medida por estas tecnologías. Sin embargo, en 2016, quedó al descubierto su potencial distractor y en especial lo que sin duda es mas nocivo para la democracia: la erosión paulatina, pero efectiva del debate y la contra argumentación.
Los políticos empezaron a acostumbrarse a la reproducción y difusión de mensajes cortos, sin la posibilidad de que sean rebatidos o contrastados. Con las redes se confunde popularidad con legitimidad y la discusión acalorada o serena ha sido reemplazada por los descalificativos. No se trata de convencer a electores a través de programas coherentes, sino de aniquilar al contradictor político. El manejo de mensajes diferenciados ajustados a segmentos poblaciones fue efectivo en la campaña de la consulta popular que terminó en la salida del Reino Unido de la Unión Europea, la elección de Donald Trump, y ese mismo año en Colombia, la campaña por el “no” en el plebiscito por la paz, puso en marcha todo tipo de falacias, noticias falsas e informaciones inexactas para convencer sobre la supuesta poca conveniencia del Acuerdo de paz con las FARC. Aquella fue la antesala de lo que han sido las ultimas elecciones en Colombia.
Con los comicios de 2018, se observaron síntomas que en esta elección transitaron a lo cotidiano. Primero, la evocación de fraude constante, la inauguró hace cuatro años la colación de la derecha, Centro Democrático y Partido Conservador. En la elección interpartidista en marzo de 2018, previa a la elección presidencial, en algunas mesas de votación se acabaron los tarjetones electorales donde se podía escoger entre Iván Duque, Marta Lucia Ramírez y Alejandro Ordoñez, el candidato de la derecha. Inmediatamente la hoy vicepresidenta y Ordoñez, embajador en la OEA, se precipitaron a acusar al gobierno de Juan Manuel Santos de fraude e incluso Ramírez exigió su renuncia. Los anuncios de fraude se banalizaron sin reparo por los efectos posteriores. En la elección a Congreso de este año, con los desfases entre el pre-conteo y el resultado final de las elecciones legislativas (700 mil votos) el Centro Democrático y el Pacto Histórico denunciaron un fraude orquestado por la contraparte, paradoja reveladora sobre la crisis de legitimidad que el sistema arrastra, en buena medida, por la prontitud con la que se advierte sobre el supuesto robo de elecciones.
Segundo, el recurso a la idea de que terceros Estados tendrían interés en interrumpir el curso electoral, también presente en otros escenarios en América Latina ha enrarecido el ambiente. La propia cabeza del Estado, Duque, ha insinuado de que habría interés por interferir en el proceso colombiano desde afuera. Durante las protestas de mediados de 2021, se deslegitimaron las reivindicaciones populares con el argumento tan conspirativo como jabonoso de que determinados manifestantes eran financiados por externos que buscaban afectar a Colombia.
Poco le importó a Duque, como cabeza del Estado y no solo del gobierno, poner en tela de juicio la transparencia de las elecciones. Sembró en el ambiente la sensación de que otros Estados estaban interesados en imponer determinado candidato. Aseveración tan irresponsable como infundada, y a partir de la cual, hoy pagamos las consecuencias.
Y tercero, se normalizaron las descalificaciones del adversario. De cara a la primera vuelta, los debates permitieron cierto nivel de confrontación que amortiguó emociones liberó tensiones y a su vez, facilitaron que los candidatos hablaran de temas de fondo e incluso hallasen coincidencias. Estos encuentros han permitido que el público vea que quienes compiten pueden tener relaciones cordiales, gestos de respeto e incluso simpatía. Aturdido por su éxito en las redes sociales que le permitió obtener 6 millones de votos y sin asistir a debates para llegar a la segunda vuelta, Rodolfo Hernández optó por preservar la estrategia a expensas del diálogo tan necesario para el espíritu democrático. La ausencia de debates trasladó al plano de las redes sociales todas las animadversiones acumuladas. A diferencia de otras elecciones donde competidores que, incluso no pueden soportarse, tienen gestos de cordialidad públicos (darse la mano, reconocer virtudes del otro o bromear), la confrontación no tuvo pausas, ni concesiones.
La derecha envalentonada y herida en su orgullo por la derrota de Federico Gutiérrez en primera vuelta, cambió el discurso de que Petro transformaría a Colombia en Venezuela -que capitalizó hace cuatro años- por la idea de que seguía siendo un guerrillero (a pesar de que dejó las armas hace 30 años) y responsable de una campaña de desestabilización para incendiar el país. Para ello, el establecimiento se despojó de cualquier preocupación por quedar en evidencia y circuló videos cuya forma de adquisición es aún hoy en día, una incógnita. Sin mucha consciencia, el debate empezó a girar en torno a declaraciones de políticos cercanos a Petro, pero no sobre el preocupante estado de hipervigilancia que la grabación de audios y videos supone. En la otra orilla, y sin reparos por ninguna ética ni empatía hacia las víctimas, los empoderados influenciadores del Pacto Histórico pusieron en tela de juicio el carácter de víctima de Rodolfo Hernández, cuya hija fue asesinada por la guerrilla del ELN. La bajeza llegó a su paroxismo al mofarse del dolor que públicamente expresó el candidato por la pérdida de su hija y apareció la mezquina presunción de que Hernández estaba “sacando provecho de su condición”. Vieja lógica colombiana de responsabilizar a las víctimas por sus heridas.
Este es el agotador proceso por el que Colombia llega a las urnas. El cansancio ante la lluvia de agravios, acusaciones, videos y audios es evidente. Para hacer más dramática la situación, un tribunal ordenó la realización de un debate respondiendo a una acción de tutela (recurso de amparo). Quedó en evidencia la escasísima disposición de Hernández para el debate y la confirmación de un precedente fatal para la democracia colombiana: elecciones sin deliberación y la creencia arraigada de que ideas irreconciliables entre modelos, ideologías o partidos no pueden ser discutidas sino disputadas.
A pesar de la urgencia por temas como la reactivación económica tras dos años de parálisis, la reforma a la salud, o la retoma del Acuerdo de Paz, entre otros, la tarea ineludible del próximo presidente consistirá en convencer a la mitad que no votó por él, que representa sus intereses y que, no es posible gobernar sin dicho consenso. La polarización es redituable en épocas de elección, pero una vez en el poder, puede tornarse en un fenómeno de improbable control. Colombia elige, pero democráticamente parecería retroceder.
*Mauricio Jaramillo Jassir es Profesor principal de carrera en la Facultad de Estudios Internacionales, Políticos y Urbanos, Universidad del Rosario. Internacionalista de la Universidad del Rosario (2004), Maestría en Seguridad Internacional de Sciences Po Toulouse (2005) y en Geopolítica de la Universidad París 8 (2009). Doctor en Ciencia Política de la Universidad de Toulouse I (2018). Trabajó como asesor del despacho del Secretario General de UNASUR.
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