Finalmente llegó el populismo a Colombia. Un poco tarde en comparación con el resto de América Latina. Pero aquí está. Aunque figuras como Jorge Eliecer Gaitán, el general Rojas Pinilla o incluso Álvaro Uribe pueden ser clasificados parcialmente como populistas, la verdad es que la experiencia colombiana con esa manifestación política hasta ahora comienza. Mientras que en la región ha habido varias oleadas de populismo, por estas tierras apenas ahora está empezando el ciclo.
La falta de recorrido en estas materias puede llevar a que se cometan muchos errores en el análisis y discusión del asunto. Por ejemplo, el mote de “populista” frecuentemente se usa como una forma de descalificar políticamente a un contrincante y nada más. La realidad es que ese fenómeno desde la óptica de la ciencia política es algo mucho más complejo. Después de siglos (y no exagero) de estudio y conceptualización, el populismo se ha convertido en una categoría conceptual que resulta muy útil para entender muchas cosas. En vez de quedarnos solo con las connotaciones peyorativas del concepto que se oyen en el día a día de la política, es mucho mejor aprovecharlo a fondo para tratar de entender la realidad política en la que nos encontramos inmersos.
Llevamos ya más de dos siglos estudiando las experiencias populistas del mundo: las de izquierda y las de derecha, las del Norte y las del Sur, a Hitler, Perón y Trump. Su uso deriva de una característica muy propia de la democracia: en este régimen político “la gente” (el pópulo) es la fuente de la autoridad. Si las élites políticas a quienes elige no funcionan, el pueblo posee la soberanía para actuar y quitarles el poder. Esa autoridad política intrínseca de la gente, que es lo que le otorga legitimidad a las democracias, al mismo tiempo, como lo señala The Oxford Handbook of Populism, puede ser el factor que pavimente el camino hacia el populismo.
En consecuencia, “el pueblo” tiene la autoridad para recobrar el poder de un gobierno y de unas instituciones corruptas y que ejercen en beneficio propio, y es este movimiento en contra de las élites políticas, del establecimiento, lo que da origen a varias de las formas de populismo propias del siglo XIX y el siglo XX. Consecuentemente, el término “populismo” en sus inicios no necesariamente tenía una connotación negativa. Más bien ilustraba una forma de hacer valer y ejercer la autoridad asignada al pueblo para enfrentar un establecimiento político indiferente.
El problema surge cuando en aras de justificar el poder y la autoridad del pueblo, se le define como inherentemente virtuoso (para un populista la gente es intrínsecamente mejor que sus gobernantes). Por eso es por lo que el populismo frecuentemente requiere de líderes fuertes con la habilidad de movilizar sectores excluidos a través de la utilización de una retórica maniquea que distingue la gente “buena”, el pueblo, de la gente del establecimiento, la gente “mala”. Es fácil imaginarse como una retórica de esta naturaleza requiere de una liderazgo entre carismático y mesiánico.
La reivindicación del pueblo como autoridad política máxima se empieza entonces a desdibujar en formas de autoritarismo y es allí en donde el populismo deja de ser visto con buenos ojos. Las instituciones, el estado de derecho y el contrato social empiezan a ser presentados como mecanismos que construyeron las élites políticas para perpetuarse en el poder y se desechan fácilmente. Para el populista, las instituciones son un estorbo. Las instituciones y las diversas formas de acción colectiva debilitan el culto a su personalidad.
En estas condiciones, el discurso nacionalista es un buen sustituto y se aboga por una relación directa entre el líder y las masas, dejando de lado la intermediación de las instituciones y menospreciando las formas de democracia representativa tradicionales (v.gr. el Congreso). De esta forma, lo que empieza siendo un ejercicio para reconectar políticos e instituciones con la soberanía de la gente, termina siendo un espacio propicio para los liderazgos personalistas, el autoritarismo y el debilitamiento del estado de derecho.
El populismo, como lo estamos conociendo en Colombia, está en abierta tensión con la preservación de la democracia y el estado de derecho. Aunque la culpa recae en la clase política tradicional -por su indolencia para representar efectivamente a los ciudadanos y por su incapacidad de construir políticas públicas eficaces- ahora nos toca a nosotros, -los ciudadanos, la gente, el pueblo- asumir la tarea de evitar que el populismo destruya las instituciones democráticas. La tarea que nos corresponde ahora que finalmente ha llegado el populismo a Colombia es salvaguardar nuestro contrato social y político de las consecuencias del fracaso de los políticos tradicionales.
*Sandra Borda es Politóloga de la Universidad de los Andes, Magister en Relaciones Internacionales de la Universidad de Chicago y Magister en Ciencia Política de la Universidad de Wisconsin. Es, además, doctora (PhD) en Ciencia Política de la Universidad de Minnesota, y cuenta con un Postdoctorado en Política Exterior en la Universidad de Groningen. Ha trabajado en medios de comunicación como el Canal NTN24, Diario El Mercurio, BBC Londres, Agencia Internacional de Noticias AP, Revista Semana, Periódico El Espectador y Russia Today. Fue miembro de la Misión de Política Exterior.
SEGUIR LEYENDO: