La subregión del caribe colombiano está compuesta por 15 municipios (ocho pertenecen al departamento de Sucre y siete a Bolívar). Entre ellos se encuentran San Juan Nepomuceno, San Jacinto, Carmen de Bolívar, Chalán y Toluviejo. A principios de 1990, la guerrilla, los grupos paramilitares y los narcotraficantes, en el marco del conflicto armado colombiano, convirtieron estas zonas en blanco de asesinatos, desplazamientos, desapariciones y torturas, que han dejado más de 158 víctimas.
De acuerdo con el Centro de Memoria Histórica, solo entre los años 1996 y 2003 los grupos paramilitares perpetraron 42 masacres contra la población civil en la región.
En los montes de María se escuchan canciones de fortaleza en las plazas, parques, tiendas y en los carritos de helado que venden paletas de agua. Todos los días, a las seis de la mañana, San Juan de Nepomuceno se despierta alegremente con la voz de Cristina Mendoza Támara, una cantautora de 66 años, de tez morena, ojos marrones y cabello rizado que revolotea con el viento. Lo primero que ella hace al abrir los ojos es pintarse los labios de rosado, servirse un tinto y, lo más importante, cantar, porque fue lo único que le mantuvo el corazón latiendo cuando la violencia golpeó despiadadamente su puerta, entre los años 1995 y 2005. Comienza cantándole a las plantas aromáticas de hierbabuena que adornan el patio de su casa, a los cuatro terneros que tiene y, luego, a su hijo, Manuel Guillermo de la Rosa, un treintañero de contextura delgada, quien heredó la vena musical.
Después de desayunar yuca con suero, la cantautora y su hijo se enganchan una mochila wayuu y salen sonrientes a la plaza principal “Diógenes Arrieta”, en la cual se puede divisar una imponente iglesia blanca, rodeada de varias palmeras que aún conservan su color a pesar de la sequía. Ambos se miran y, sin dirigirse ni una palabra, deciden qué canción van a tocar: “Al pie de la montaña”, una composición hecha a partir de varias combinaciones musicales como el sexteto palenquero, la cumbia y el bullerengue. La melodía capta la atención de algunas personas que ocupaban la zona y empiezan a cantar al unísono una estrofa que los enorgullece:
Por eso vivo en el monte,
cantándole al horizonte
y a los Montes de María.
Ahí vivo yo.
Cantándole al sol, con la vieja Ana.
Ahí vivo yo.
Mirando pa´ la montaña (…).
—Esta canción la compuse con mi mamá y habla sobre la cotidianidad de San Juan y de aquellos elementos resignificados que dejó la violencia, entre los grupos insurgentes, en su sentido más profundo. Por ejemplo, durante ese tiempo se les llamaba pájaros a las personas que ‘sapeaban’ a los paramilitares o a las guerrillas cuando ocurrían las masacres. —explicó Manuel, mientras sacaba de su mochila una caja de cigarrillos ‘Pielroja’.
A lo lejos, en la plaza, también se escucha el sonido de una gaita que está en manos de Heiber José Rodríguez Villalba, amigo de Manuel y gaitero oriundo de San Jacinto, quien viste con un sombrero vueltiao’ y una camiseta en la que se admira la frase “Yo amo a San Jacinto”. Él también vivió la violencia en carne propia y tomó eso como fuente de inspiración para componer. Una de sus canciones más escuchadas en el pueblo es “Campesino cimarrón”, grabada junto a la agrupación Yeison Landeros, en la cual le hacen un homenaje al campo.
La juglar de los Montes de María, como le dicen a Cristina debido a su larga trayectoria creando e interpretando música tradicional, y su hijo, se preparan para cantar otra canción, junto a Heiber, llamada “La danza de la tierra”. Antes de poner la gaita en su boca, Heiber Rodrígez rompe en llanto al recordar la interpretación que hizo, junto a Manuel, de esa misma canción para 14 familias víctimas de la masacre ocurrida en el corregimiento El Salado, situado en el Carmen de Bolívar. Este suceso fue perpetrado entre el 16 y el 21 de febrero del 2000, por 450 paramilitares, que dieron muerte a 60 personas en estado de total indefensión. Tras la masacre se produjo el éxodo de toda la población, convirtiendo a este lugar en un pueblo fantasma. Hasta el día de hoy solo han retornado 730 de las 7 mil personas que lo habitaban.
En el 2016, Manuel y el gaitero viajaron hasta El Salado, a 1 hora y 4 minutos de San Juan, para expresarles su apoyo a las pocas víctimas que quedaban en el territorio. Cantaron varias canciones de resiliencia, como “La leyenda del tigre” y “Los pájaros cantan”, mientras miraban cómo las personas se arrodillaban y lloraban al escucharlos. De acuerdo con el Observatorio de Cultura, Política, Paz, Convivencia y Desarrollo de los Montes de María, los hombres de las Autodefensas de Colombia (AUC) se apropiaron de los instrumentos de la ‘Casa del pueblo’, una biblioteca pública municipal, y los tocaban luego de cada ejecución.
— Cuando escucho las canciones que hablan sobre nosotros o sobre nuestro territorio me llenan, me dejan sentimientos de alegría, porque a pesar de todo lo que vivimos siento que a través de esas letras puedo liberarme. A diferencia del Estado, que viene y solo nos pintan las casas, los músicos, mediante sus canciones, nos dan una voz de esperanza y nos hacen olvidar lo feo que vivimos para darnos cuenta de la riqueza que tenemos a nuestro alrededor—manifiesta Fredys Herrera, víctima de la masacre de El Salado, tapándose el rostro para que no lo vean llorar.
El Centro de Coordinación de Acción Integral (CCAI) es una iniciativa de la Presidencia de la República, creada con el objetivo de garantizar la gobernabilidad, legitimidad, presencia y confianza de los ciudadanos en el Estado. La Fundación Ideas para la Paz afirma: “Entre el 2007 y el 2010 el CCAI ha invertido 44.696.788.052 millones de pesos en los Montes de María. Y entre el 2007 y 2008 se ejecutaron 10.598.379.750 millones de pesos en proyectos de atención humanitaria de emergencia, desarrollo económico y social y ordenamiento a la propiedad”. Muy a pesar de los buenos resultados que se han obtenido a través de los planes de consolidación, sobre terreno, el Centro de Coordinación de Acción Integral tiene una serie de limitaciones que repercuten en la eficacia y eficiencia del programa, ya que no hay claridad en la delimitación entre la finalización de la recuperación y el comienzo de la consolidación, en términos de la implementación en la comunidad montemariana.
A 13,99 km, de donde se encontraban cantando Cristina, Manuel y Heiber, está San Jacinto, hogar de Luis Alfaro Rodríguez, un guitarrista y productor musical, escuchando una y otra vez la canción que compuso sobre la masacre de Las Palmas, un corregimiento de San Jacinto, donde, en 1999, los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) reunieron a la población en la plaza central y asesinaron a las personas que, según ellos, eran colaboradores de la guerrilla. ‘El profe’, como le dicen a Luis en el barrio, ya que les enseña a varios niños a tocar la guitarra, manipula varios botones de la consola de sonido que se vislumbra en su estudio de música y coloca un fragmento de la canción llamada “Heavy times” (Tiempos pesados, en español)
(...)Desolada y con desespero,
la familia sin norte está.
Caminando por un sendero
que está lleno de oscuridad.
La tristeza se alza a los cielos,
un disparo sin titubear.
El guitarrista pausa la canción y sonríe, mostrando los dientes levemente, para tratar de ocultar su tristeza. “Las experiencias que he vivido me han hecho componer letras así. Siento la necesidad de llevar un buen mensaje, contando las cosas como son y tratando de plasmar los sentimientos de las víctimas, incluyéndome”, dice Luis, agarrando una libreta, de color rojo, donde reposan todas sus composiciones.
La misión de ‘El profe’ parece cumplirse. Yerlis Tapia Sierra, víctima de la masacre de Las Palmas, escucha las canciones de Luis, por lo menos tres veces a la semana, cuando hace los quehaceres de la casa. Mientras se come un ‘bolis’—helado que se prepara a partir de jugo de frutas naturales o mezclas con leche— de corozo, ella cuenta que, a los 9 años, tuvo que desplazarse con su familia hacia la cabecera municipal de San Jacinto, debido a que los paramilitares los despojaron de su casa. “Las heridas nunca van a desaparecer y el miedo tampoco, pero con las canciones de Luis siento un consuelo, porque transmiten las situaciones que vivimos las víctimas, durante y después del conflicto. Para mí sus letras son como un remedio que cura desde adentro”, expresa Yerlis, tejiendo una trenza en su larga cabellera negra.
En Toluviejo, Sucre, Claudia Restrepo, de tez morena, ojos rasgados y sonrisa contagiosa, también escucha canciones de resiliencia para superar la pérdida de su padre, quien murió el 11 de septiembre de 1997 en la Sierra Flor, Sincelejo, en manos de los paramilitares. Ella y su madre decidieron irse a Bogotá para dejar atrás el conflicto, pero años más tarde regresaron a su tierra, porque sintieron un llamado para reconciliarse con el lugar. Gracias a las canciones de Manuel, Claudia comenzó a escribir cuentos para niños, en los cuales relata el conflicto de una manera más pintoresca.
— Cada vez que escucho una canción de Manuel siento que estoy encontrando mi origen. En comparación con el Estado que nos revictimiza tomándonos fotos cuando nos dan la indemnización, como si estuviésemos recibiendo un premio, los músicos nos resignifican y nos ayudan a canalizar esos dolores por medio de sus melodías. Él me motivó a escribir y ahora sus letras son inspiración para mis historias —asegura Claudia, mirando un portarretrato que contiene un dibujo de la finca que heredó de su padre.
“La música es muy importante en los procesos de resignificación de las víctimas, porque ayuda a sanar las heridas más profundas, usando el recuerdo como fortaleza y no como debilidad. Así mismo, hace parte de las medidas de satisfacción, porque en un conflicto como el colombiano, la indemnización solo es una utopía; en cambio, el arte es la posibilidad de mantener la memoria histórica y las condiciones de no repetición¨, expone Mauricio Reyes, politólogo y profesor de la Universidad Nacional de Colombia.
Antes de caer la noche, Manuel y Cristina regresan a su casa, no sin antes comprar un paquete de galletas ‘María Luisa’—elaboradas a base de merengue y rellenas de arequipe—, y se dedican a componer más temas, con la esperanza de que se les dé un mayor reconocimiento por parte de las entidades estatales. En los Montes de María aún no existe un festival que permita a los músicos dar a conocer sus letras de resiliencia, por lo que, comúnmente, en otras partes de Colombia ni siquiera saben quiénes son. Por su parte, Iván Sanés, director del Instituto de Cultura y Turismo de Bolívar (ICULTUR), dice que se ha procurado que todos los músicos del departamento puedan tener oportunidades para su crecimiento profesional a través de distintos programas y convocatorias.
“Fueron casi dos décadas bajo el juego de todos los actores del conflicto, incluido el Estado a través del Ejército. Más de medio centenar de masacres, aproximadamente 7.850 mujeres violentadas sexualmente, miles de personas desaparecidas, pueblos arrasados, entre otros factores, hicieron del territorio uno de los puntos con mayores impactos en el marco del conflicto armado”, comenta Soraya Bayuelo, coordinadora del Colectivo de Comunicaciones de los Montes de María y gestora cultural.
Aun cuando los músicos siguen cantando para llevar un mensaje de esperanza a las víctimas del conflicto y conservar la riqueza musical de los Montes de María, la atmosfera de tranquilidad que reinaba en buena parte de los 15 municipios poco a poco empieza a escabullirse por el rebrote de la violencia y, lo que parecía una cicatriz a punto de sanar, en realidad es una herida que no cierra y se infecta. Con la voz quebrada, Wilfrido Alfonso Romero Vegara, alcalde de San Juan de Nepomuceno, lamenta: “En un pasado no muy lejano el conflicto dejó una estela de actos crueles, que los habitantes no quieren, ni están dispuestos a repetir, pero parece inminente su regreso”.
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